Por Hugo Zelaya

La conducta y las actitudes pecami­nosas producen problemas en el indivi­duo. Las personas con problemas, a menudo se esconden detrás de una máscara ilusoria pretendiendo que estos no existen y que todo marcha bien. La inclinación interna de la na­turaleza caída del hombre es separar­se de Dios y la solución a sus proble­mas personales es siempre superficial y pecaminosa.

Si entendemos bien las Escrituras, el solo hecho de no encarar la reali­dad es un pecado para Dios, porque el primer paso para la salvación es el reconocimiento de que algo está mal en nosotros. Esta condición se compli­ca cuando para eludir los problemas de la vida, se recurre a la conducta inacep­table por Dios y muchas veces por la sociedad misma.

Cuando un niño rompe el florero favorito de mamá y toda la familia es confrontada en el intento de descubrir quien lo hizo, la inclinación interna de aquel niño es mentir para escapar de las consecuencias de su acción. Si en la primera oportunidad no es descubierto y disciplinado por su respuesta pecaminosa de la mentira (más que por haber roto un objeto de valor), el niño volve­rá a repetir su mala conducta la próxi­ma vez que se encuentre en una situación similar.

Si esto sucede con mucha frecuencia, adquirirá el hábito de la mentira y terminará escapando por la vía de menor resistencia. Si el hábito se fortalece en él, continuará usándolo aunque sea descubierto; si no para es­conderse, por lo menos para mitigar su responsabilidad personal. Cuando este niño llegue a su edad adulta, será incapaz de hacerle frente a la vida y optará por crear su propio mundo ilusorio.

Pero la realidad que es mas fuerte que la ilusión, tarde o temprano lo alcanza­rá y demandará su precio. Dios ha fun­dado la vida en la realidad, de manera que no pueda ser burlada. Nadie puede escapar sin saldar su deuda. Si el patrón no se rompe a tiempo, la conducta de esta persona se volverá tan desviada que la misma sociedad lo tendrá que se­parar recluyéndolo en una institución.

Enfrentar la realidad es edificar la vida sobre un fundamento estable. El Espíritu Santo es el agente de toda confrontación genuina. Su actividad en nuestras vidas es la que produce el verdadero fruto del amor, la alegría, la paz, la paciencia, la bondad, el dominio propio, etc. No sólo es inútil intentar generar estas cualidades aparte de él, sino que es un acto de rechazo y de rebelión contra Dios.

El Espíritu Santo opera en nosotros por medio de la Palabra, los sacramen­tos, la oración y la comunión con el pueblo de Dios. De manera que cuan­do hay problemas de irrealidad, tene­mos que buscar en cuáles de estas áreas se está débil y no se está funcionando del todo. La inconsistencia o tensión en cualquiera de estos medios tiene como consecuencia perder, aunque sea parcialmente, el contacto con la realidad.

Hay varias maneras de responder a la confrontación del Espíritu Santo. Pue­de negarla y rechazarla para sumirse aún más en su desgracia; puede eludirla y permitir que él revele su verdad y lo capacite para abandonar su condición y entrar en un camino que lo lleve a tierra firme.

Finalmente, cuando hablamos de la realidad no estamos excluyendo el ideal que está en todos nosotros, sino de cuán real es ese ideal. Si queremos ser personas maduras, tendremos que mantener siempre por delante el ideal de Dios como algo asequible, sin cerrar nuestros ojos a la realidad de nuestra condición presente. El ideal es hacia donde vamos. La realidad es donde es­tamos. Con su ayuda un día su ideal será nuestra realidad.