Por Jaime Darío Atehortúa

Muchos cristianos no viven su vida con satisfacción porque sus emociones heridas los mantiene atados al pasado, a caprichos, a malos hábitos.

Si definimos la vida como un gran depósito de energía que invertimos en el quehacer diario, nos daremos cuenta que el propósito de nuestro paso por este mundo no está en «gastar» cada segundo, minuto, hora, mes o año que nos da el Señor; sino en invertir ese manojo de tiempo en vida abun­dante. Cada día encontramos personas que están hastiadas de vivir. Para ellas esta forma de existen­cia no tiene sentido, propósito ni significado. Les resulta molesta y fatigosa y todas sus actividades son «una carga». Si pensamos en las palabras de Jesús en Mateo 11: 28 desde una situación como la que hemos descrito, el texto diría, más o menos lo siguiente: «Vengan a mí todos aquellos que es­tán cansados de vivir; vengan a mí todos los que sienten que sus días sobre esta tierra no tienen sig­nificado; vengan a mí todos los que se sienten muertos en vida … para todos ustedes yo tengo una nueva vida; una ¡verdadera vida! llena de pro­pósito y de satisfacción.» Jesús también nos dice:

«No caminen más con la garganta seca por este desierto del mundo cuando en mí hay agua fres­ca» (Juan 4: 10). «No se sientan desfallecer en los ásperos caminos de la vida cuando en mí hay nue­vos alientos. ¡Vengan, vengan! He venido para que tengan vida y para que la vivan con abundan­cia» (Juan 10: 10).

La vida en abundancia es «la medicina» que restablece a los «enfermos» de un mal que se lla­ma: desgano de vivir. La primera condición para recibir esa vida en abundancia es reconocerse «enfermo»; en segundo lugar, aceptar que Jesu­cristo es el médico; y tercero, desear beber esa medicina (agua fresca) que te ofrece. Al reunir estos tres principios, «el cántaro» de tus insatisfac­ciones con la vida queda junto al pozo de seque­dad y vas al encuentro de un Cristo activo que otorga vida. Estos pasos que acabo de anotar son la base de la vida abundante y creemos que tú ya los has dado, por eso damos un paso adelante y recordamos dos significados que se incluyen den­tro de la expresión «vida en abundancia».

El primero tiene que ver con la eternidad – «Vida inagotable». A esto se refiere Juan 3: 16 y Ma­teo 25: 46b, además de otros pasajes que sería lar­go mencionar.

El segundo significado es más temporal, más re­lacionado con la existencia aquí sobre este plane­ta. Se refiere a vivir con satisfacción, a sacarle pro­vecho a cada actividad, a cada día y a aprender de las experiencias, triunfos y fracasos. Dicho en pa­labras, al estilo de Moisés, es vivir de tal manera que al final de cada día podamos agregar a nues­tro modo de ser sabiduría» (Salmo 90: 12).

Muchos cristianos hoy día, pese a tener años dentro del cristianismo, no viven su vida con satis­facción porque sus emociones heridas los mantie­nen atados al pasado, a caprichos, a malos hábitos (o costumbres), a reacciones temperamentales ti­po «alkaseltzer», en las cuales descargan su eno­jo, crítica despiadada o condena sobre otros seres humanos y hacen daño o se lo hacen a sí mismos. Tales personas no sienten «un cielo dentro», sino un remolino de emociones que les amarga la vida.

Los tres elementos que deseo señalar para lo­grar una vida abundante práctica son, en cierta forma, negativos, pero que al superarlos dan ener­gía positiva.

  1. No se deje contagiar de las amarguras ajenas

Muchísimas personas querrán proponerle el juego de «la papa caliente», lanzando sobre usted improperios, desatinos y ataques verbales o físi­cos. La capacidad tensional agotada hace que el «tanque de captación» distribuya agresividad ha­cia el «próximo» y usted, por estar cerca, resulta ser el «próximo» (prójimo) sobre el cual se vierte la copa de amargura.

Cabe aquí recordar el triángulo de la culpa en el cual hay siempre un culpable ausente (el que hizo el daño), una víctima presente (a quien se le comenta o se le cobran «los platos rotos», y un verdugo (la persona que obra el castigo golpeando de palabra, físicamente, o contando una queja).

En cada juego de «papa caliente» se vive ese triángulo. Quien le propone el juego es el «verdu­go»; usted es la «víctima presente», y la causa del enojo del proponente del juego es «el culpable ausente».

Qué hacer ante la proposición del juego de «la papa caliente»

  1. a) Quemarse con la papa caliente aceptando el juego. Si usted acepta el juego, el enojo pasará de uno a otro como una bola de ping-pong y ambos (a veces más) saldrán afectados. El proponente busca que usted reaccione en forma pasiva en la mayoría de casos, y, en efecto, usted si reacciona con agresividad buscará venganza mirando en su adversario tanto al culpable como a la víctima, pe­ro no olvide que usted mismo será el verdugo. Es­te juego del ping-pong, como la papa caliente lo practican muchos esposos, padres e hijos; patro­nes y obreros, y, en forma moderada, es el centro de «los comentarios entre vecinos» (es decir, de los chismes). También dos personas que se creen víctimas inician un juego de papa caliente, contán­dose amarguras. No se dan golpes, pero sí «aguijo­nes en el corazón» y destilan amargura (en los ba­res se ve mucho esto).
  2. b) irse a llorar a casa. Esta actitud se manifies­ta cuando usted reacciona con su parte infantil de la personalidad y se siente desprotegido, amena­zado e incapaz de enfrentar la situación. Por eso hace la del perrito que mete su rabillo entre las patas y sale chillando hacia su casa.

La actitud de irse a llorar a casa tiene dos caras:

(1) Llegar a contarle a otro, envolviendo la narra­ción en tono de sollozos o tonos de «cajas destem­pladas», con el fin de ganar una palmadita en el hombro y una expresión de «pobrecito» (parte pasiva), y otra de » ¡vamos a buscar a ese ogro pa­ra vengarnos!» (parte agresiva). Al asumir esta ca­ra de «contarle a otro», usted está proponiendo, quizás, sin darse cuenta, el juego de «la papa calien­te» a su oyente.

(2) Encerrarse en el cuarto. Esta cara es la de quien gusta de deprimirse y tenerse lástima a sí mismo (autoconmiseración). El resultado será un marca­do aumento de su menos valía y sentido de derro­ta … ¡jumm, cuando uno está infortunado, hasta los perros le orinan los pies!

(3) No inmutarse ante la amargura del que propone «la papa caliente«. Si en la primera alternativa, la de quemarse, lo que reacciona es un padre herido deseoso de vengarse, y en la segunda alternativa (irse a casa a llorar) actuó el «niño asustadizo», en esta tercera actúa el «adulto» de nuestra perso­nalidad. Si el que propone el juego está mal, noso­tras no tenemos por qué ponernos mal. No te de­jes robar tu paz. Contagia con tu paz al agresivo, en lugar de contagiarte tú con sus desplantes … «En su paz, tendremos nosotros la paz» (Jeremías 29:7b), «la palabra suave baja el furor, en tanto que la dura lo aumenta» (Proverbios 15: 1). Para pelear se necesitan dos.

  1. Aprenda a no preocuparse por nada

No se autoincite ante los «altibajos de la vida», ni martillee en el taller de su mente procurando encontrar soluciones a situaciones que usted mis­mo no puede resolver. En lugar de batallar en con­tra de nuestra paz, preocupándonos, preguntémo­nos de qué o de quién depende la solución del asunto (Proverbios 3: 5, 6).

Si aprendemos a usar más la razón, las emociones que nos llevan a preocuparnos dejarán de alterar «nuestros nervios» y seremos más felices. No es bueno pasarse de listo, ni tampoco de tonto … ¿para qué va a amargarse uno mismo? (Eclesiastés 7: 16, versión Dios habla hoy).

Ante todo problema, preguntémonos cuáles posi­bles soluciones hay. Si al contestar esta pregunta descubrimos que la solución no depende de noso­tros, pues tonto es preocuparnos. Busquemos la ayuda del que sí puede solucionar el problema y hagámoslo con paz, recordemos que depende de otro y no de nosotros mismos. Hemos hecho lo que conviene, pero el resultado final depende de otro. Si la solución depende de ti, ¡deja de afligir­te y date a la tarea de solucionar el problema! Si te preocupas en tal caso serás masoquista. Si la solución depende de Dios, acógete a sus santos designios y no te pongas a pelear con él. Aplica el Salmo 37:3-5.

El pecado más generalizado dentro del pueblo de Dios es, sin duda, la preocupación. Ella es la res­ponsable del estancamiento espiritual y del debi­litamiento de la fe. La preocupación es la resul­tante entre dos fuerzas en conflicto: la del «creo que puedo», y la del «sospecho que puedo». Al halar la cuerda del problema desde los dos extre­mos con los brazos de estas dos fuerzas, usted está en franca oposición con Dios. El nos ha dicho de muchas maneras y por diferentes medios, e incluso en muy variadas situaciones que confie­mos en El.

La preocupación es el cordón umbilical que nos une a nuestro ego. A menos que renunciemos a ese cordón, obstruiremos el propósito de Dios pa­ra nuestra vida, pues estaremos confiando «en nuestra fuerza salvadora» y no en la fuerza salva­dora del Señor… ¡Ah!, ¿y me voy a quedar cruzado de brazos?, dicen muchos para justificar su ansiedad preocupante… Recordemos que la mejor ayuda que le podemos brindar al Señor es no ayudarle. El ha dicho: ¡confía en mí y yo haré! (Sal­mo 37:5).  ¡PROTESTO, PROTESTOOOOOO!, interrumpe alguien, desaforadamente. «Dios dijo: ¡ayúdate que yo te ayudaré! (continúa). Sí, Con­testo, pero eso está en Lucas 28: 15. ¡Voy a bus­carls! (lo busca y vuelve a decirme:) ¡Oiga, me dio mal la cita! San Lucas sólo llega hasta el capí­tulo 24 y el versículo 53 … ¡No, no me equivoqué! ¡Está en Lucas 28: 15! Mire, mire (vuelve a decirme). Sólo llega hasta 24: 53! PRECISAMENTE, ese texto no está en la Biblia. Dios dice: «Por nada estés preocupado»… ¡por nada! ¿Y qué de Josué 1:7 al 9? ¡Bien…! ese «esfuérzate, es para cumplir la Ley que Moisés mandó y para guardar la Palabra de Dios. Preocuparse es esforzarse por no cumplir la Palabra de Dios.

Nuestra vida ya no es nuestra. ¡Le pertenece a Dios! El la compró con el precio de la sangre de Cristo y nosotros aceptamos ese precio al creer en él y le endosamos la «escritura de nuestra vida.» ¡No le robemos al Señor lo que es suyo! O somos de él, o no somos de él. No se trata de ser de él en el templo, pero al venir los problemas los volvemos a hacer nuestros como si él fuera incapaz de solucionar nuestros pequeños problemas. El que puede lo más, puede lo menos… ¡somos de él con todo y problemas! ¡rompamos el dilema del yo y su circunstancia (la preocupación) creyéndole al Señor! Si él alimentó 40 años a su pueblo en el desierto, dándoles codornices; e impidió que sus ropas se envejecieran y sus zapatos se gastaran… ¿por qué te consumes con el fuego de tu preocupación? No hagamos a Dios mentiroso e inútil, sacándolo de su templo (nosotros) cuando estamos en situa­ciones difíciles. El es el Señor… ¡paso a su soberanía y potencia! (Deuteronomio 8:3,4; Éxodo 16: 13-15).

Algunos pasajes bíblicos que nos ayudan a so­breponernos ante la preocupación: Filipenses 4: 6,7, Salmo 127:2, Romanos 9: 16, Filipenses 2: 13, 1 Pedro 5:6,7, Isaías 65:24, Mateo 6:8, Fili­penses 4: 13 y 19.

  1. No derrame «azufre» sobre los demás

Si en el punto 1 hablamos de no recibir las amarguras ajenas, y en el 2 de no producir amarguras internas preocupándonos, en este tercer punto trataremos de entender lo inútil y trágico de lanzar sobre otros nuestras amarguras. Nadie tiene la culpa de lo que a usted le sucede. A veces hay muchos culpables aparentes, pero el principal culpable es usted mismo por «hacer de tripas co­razón» o «tormentas en vasos de agua». Cuando aprendamos a dominar la preocupación, estaremos listos para saber que el sufrimiento es relativo: «sufrimos tanto como queremos», a lo menos en lo que llamamos «males morales».

Jesús, desde la cruz, nos dio una lección extraordinaria. Dijo:

«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Muchas veces las personas han derramado amargura sobre usted, y lo seguirán ha­ciendo, pero lo han hecho «sin querer», y aun «queriendo», sólo están descargando estados de frustración y falta de ajuste adecuado en sus per­sonalidades. Perdone más y vivirá mejor. Aprenda a dominar su agresividad y no la descargue sobre otros … no proponga el juego de «la papa caliente». Si está que revienta, tome un papel y escriba allí todo su enojo contra algo o alguien y usando las palabras o expresiones que quisiera decirle. Una vez que su mano llegue a ese «y punto», lea lo que acaba de escribir y haga las correcciones que crea necesarias. Vuelva a leer lo que ha escrito y haga nuevas correcciones aun sobre lo ya corregido. Al final de la tercera lectura descubrirá el punto bueno de las cosas. Muchas reacciones nuestras son «temperamentales», «descargas emocionales» hechas con el hígado y no con el corazón ni con la mente.

Al descargarnos contra otro, nuestro ser sádico (deseoso de causar daño para reírse), sale a flote y sabe cómo herir; golpea donde más duele. Lo simpático es que después de hecho el daño buscamos palabritas de «pantalla» y decimos: «… fue sin querer», aunque sí lo estaba querien­do; «no le hice nada», y lo dejó medio muerto. Esos golpes bajos causados en momentos de cóle­ra, son los responsables de traumas en los niños, descalabros en los hogares y heridas crónicas en las personas. Por eso le recomiendo lo siguiente:

(1) Conságrele todo a Dios, sin dejar nada para «administrarlo» usted.

(2) Dispóngase a hacer todo lo que Dios le man­de. Ya no es tiempo de solo creer en Dios. Ha llegado la hora de creerle a Dios. Esté listo a obe­decerle.

(3) No viva de recuerdos; sean agradables o ne­gativos. Deje el pasado atrás (Isaías 43: 18, Fili­penses 3: 13-14).

(4) Perdone a los demás. «Aseméjese a Dios, perdonando» (Mateo 6: 14-15 y 5:44-48).

(5) Perdónese a sí mismo (Su infancia, su juven­tud, sus pecados, sus errores).

(6) Alégrese con el éxito de otros y no saque su «envidia» diciendo que a usted «le ocurrió algo mejor, o tuve más éxito».

(7) Vea el lado positivo de las cosas. Sáquele «partido» a sus fracasos.

En conclusión, si aprendemos a no dejamos contagiar de la amargura de los demás; si nos em­peñamos en no preocuparnos por nada y confiar más en el Señor; y si desviamos nuestro «azufre» para no lesionar a otros, estaremos viviendo la vida abundante en forma práctica y nos converti­remos en generadores de paz. «En su paz, tendréis vosotros paz» (Jeremías 29: 7b). «Porque he veni­do para que tengáis vida y la viváis con alegría y satisfacción» (Juan 10: 10b).

Jaime Dado Atchortúa es pastor de la Iglesia Bíblica de Curridabat, Costa Rica, y colaborador del folleto noticioso «Entre Nos». Este articula fue publicado en su edición del 30 de abril de 1982. Reproducido con el permiso del autor.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 10 -diciembre 1982