Por H. Zelaya

«Feliz el hombre … que pone su amor en la ley del Señor y en ella medita noche y día. Ese hombre es como un árbol plantado a la orilla de un río, que da su fruto a su tiempo y jamás se marchitan sus hojas. ¡Todo lo que hace le sale bien! El Señor cuida el camino de los jus­tos … » (Salmo 1:2,3,6).

Todos, sin excepción, hemos sido afectados por la crisis económica, moral y social por la que atra­viesa el mundo. La condición de nuestros pueblos, de por sí necesitados, ha empeorado como conse­cuencia del alza en los precios en todas las catego­rías de consumo, de las guerras internas, del abuso en los recursos naturales, del gasto superfluo de gobiernos incompetentes y voraces. Y, sobre todo, de la avaricia, el odio, los celos, la discordia y la envidia de los hombres sin Dios. Todos estos y muchos otros factores de tipo moral, han contribuido a llevarnos a la situación en que nos encontramos.

No podemos separar el aspecto moral de su conclusión lógica en el área material. El pecado sigue siendo la raíz de todos los males del hombre y la respuesta de Dios es invariablemente la mis­ma: un retorno a su ley y a sus caminos. El tema principal del Salmo 1 es precisamente la ley del Señor y lo que él hace en el hombre que la guarda y se aparta del consejo de los malos.

La ley de Dios no es la imposición arbitraria de un ser supremo celoso y amargado que no quiere que sus criaturas prosperen. No está diseñada para sofocar la expresión libre de los hombres. Todo lo contrario, el mandamiento divino es la única ma­nera que tenemos para desarrollar nuestro potencial pleno como seres humanos y alcanzar así la felicidad.

La mentira de Satanás sigue siendo la misma que usó cuando engañó a la primera pareja en el huerto: «Dios no quiere que sean como él y por eso les ha dado su mandamiento. Ustedes mismos pueden decidir lo que es bueno y lo que es malo. No hacen falta sus reglas para lograr lo que se pro­pongan». De esa manera los hizo dudar de la pala­bra de Dios y los tentó para que desobedecieran a él y tuvieran poder sobre todo lo creado. Nada les había negado. Sólo un requisito les puso para que mantuvieran su bendición: confiar en que las decisiones que había hecho para ellos, eran las úni­cas que los conducirían a alcanzar su crecimiento a la imagen y semejanza de su Creador. Pero Adán desobedeció el mandamiento del Señor y los re­sultados funestos no se hicieron esperar.

Ahora el Espíritu de Dios se mueve de nuevo sobre el caos y dice: «Feliz el hombre que pone su amor en la ley del Señor». Es casi una súplica de parte de Dios. El hombre sigue ejerciendo su po­der de elección. Si responde al ruego y a la convic­ción del Espíritu Santo, encontrará la fuente ina­gotable de la vida que mana desde el corazón de Dios. El salmista compara esta relación con un «árbol plantado a la orilla de un río». La figura habla de abundancia de agua para satisfacer todas sus necesidades. Alrededor suyo podrá haber sequedad y escasez, pero a él nunca le faltará. Su follaje estará siempre verde y frondoso y su fruto vendrá sin demora, y en su tiempo.

Jesús reafirma la intención del Padre cuando dice en Juan 10: 10: «Yo he venido para que ten­gan vida y para que la tengan en abundancia». El secreto de la abundancia no depende de las cir­cunstancias. La condición para que le vaya bien no radica en los buenos tiempos, ni en que todos los factores de las teorías económicas se alineen según el razonamiento humano. Si quiere que «to­do lo que haga le salga bien», ocúpese en cumplir con la voluntad de Dios y en descubrir y obedecer su consejo.

Hay hombres que no tienen que ser expertos para alcanzar el éxito en lo que se involucran. Prosperan en todo, no importa lo que sea que ha­gan. Dios no hace diferencia entre una persona y otra, y, sin embargo, es obvio que su bendición alcanza a unos y a otros no. «El Señor miraba a Noé con buenos ojos» (Gén. 6:8), pero al resto de los hombres quería borrar de la tierra. Escogió a Abram de entre todos los seres del mundo, se le apareció y le prometió ser su protector, darle una recompensa muy grande y hacerlo el padre de muchas naciones (Gén. 12: 1-3). José, Moisés y David recibieron también el favor de Dios. Hay algo que todos ellos tenían en común y que ten­dremos que aprender nosotros para que la gracia y la bendición de Dios abunden en nuestras vidas.

De Noé, las Escrituras dicen que. «era un hom­bre bueno que siempre obedecía a Dios … y vivía de acuerdo con su voluntad» (Gén. 6:9). Cuando Dios le dio la tarea específica de construir una barca, «Noé hizo todo tal como el Señor se lo ha­bía ordenado» (Gén. 5:22; 7:5). Esa sentencia crece en admiración si se piensa que la embarca­ción medía aproximadamente 137 metros de lar­go, 22 de ancho y 13 de alto y que para terminar­la éste necesitó cien años.

Abram creyó al Señor; José guardó su fidelidad a Dios viviendo de acuerdo a su consejo bajo gran­des presiones; Moisés también «hizo todo tal co­mo el Señor se lo había ordenado»; y David man­tuvo siempre su corazón dispuesto a cumplir la ley de Dios.

LOS CAMINOS DE DIOS

Nos conviene descubrir los caminos y el conse­jo de Dios. Tal vez algunos creerán que eso signi­fique memorizar más versículos de la Biblia. Pero podríamos conocer muy bien las Escrituras, ha­blar de ellas, predicarlas y discutirlas y todavía no conocer los caminos de Dios. Que nadie deje de leer y de estudiar la Biblia; todos necesitamos saber más de lo que dice, pero de nada nos servirá si no afecta nuestra manera de vivir. El peligro en conocer Las Escrituras únicamente en forma inte­lectual es que mata. Lo que produce vida es la obediencia al mandamiento del Señor. Jesús mis­mo lo dijo a los judíos: «Les aseguro que quien hace caso de mi palabra, no morirá» (Juan 8: 51).

Los caminos del Señor son su manera de ser y hacer las cosas. En ellos crecemos y prosperamos. Fuera de ellos, la vida que él ha puesto dentro crece desenfrenadamente. La Biblia descubre y es­tablece la voluntad de Dios, pero es el Espíritu que conoce y nos guía en sus caminos. Los man­damientos y la ley son la ruta trazada de antema­no. Sus caminos se conocen únicamente cuando entramos en ellos obedeciendo la dirección del Espíritu Santo. Así que es posible conocerlos bíblicamente con nuestra inteligencia, pero igno­rarlos totalmente en la realidad que representa nuestra relación personal con Dios.

Ese trato personal con nuestro Dios es lo que produce ese elemento imprescindible de la fe y la confianza que su palabra nos da. La Biblia en sí, como, obra del instrumento humano y nada más, no puede producir la fe necesaria para obedecer el mandamiento de Dios. Abraham y los patriarcas creyeron al Señor y conocían su camino antes que la Biblia fuese escrita. Si la fe se adquiere oyendo la palabra de Dios, entonces nosotros, al igual que ellos, tendremos que oír la voz del Señor hablan­do a nuestros espíritus. Y esto pudiera suceder mientras estemos leyendo la Biblia, oyendo la pre­dicación de uno de sus ministros, en oración di­recta con él, o por medio de las circunstancias de la vida.

Nada de lo que se ha mencionado puede restar­le su importancia a las Escrituras. La Biblia sigue siendo el «manual de instrucciones para el cristia­no» y el instrumento esencial en el trato de Dios con los humanos. En ella encontramos al Dios re­velado. Allí está todo lo que necesitamos conocer de nuestro Señor en nuestra trayectoria por esta vida. Aunque Dios es infinito e incomprensible y eso signifique que no haya nada que lo pueda contener, sin embargo, las Escrituras, por ser divi­namente inspiradas, son capaces de revelamos los misterios de su ser y de sus obras. «Toda Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar y re­prender, para corregir y educar en una vida de rec­titud» (2 Tim. 3:16). Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamentos nos ayudan a conocer la vo­luntad de Dios para vivir sin ofenderle.

Las leyes de un país regulan la conducta de sus ciudadanos. Quienes se someten a ellas, tienen oportunidad de vivir en paz y alcanzar la felici­dad. Quienes las quebrantan sufren las consecuen­cias. Si son aprehendidos, llevados a juicio y casti­gados, es posible que se les prive de su libertad y dejen de recibir los beneficios que eran suyos mientras estaban dentro del marco de la ley. La ley del Señor es el marco para nuestra vida cotidiana, dentro de él tenemos seguridad; afuera, sólo peligros.

La ley de Dios es la que pone orden en nuestras vidas. El orden aumenta la eficiencia, evita el des­pilfarro de los recursos que Dios ha puesto en nuestras manos y eso de por sí prospera. La pros­peridad no viene sin causa ni razón. Debiéramos dar gracias a Dios todos los días porque ya no te­nemos los vicios ni los excesos del viejo hombre.

EL CAMINO DE LOS JUSTOS

El Salmo dice también que «el Señor cuida el camino de los justos … » (v. 5). El diccionario bíblico define la justicia de la siguiente manera: «Rectitud de conducta que se ajusta a las condi­ciones de una relación determinada». La justicia tiene que ver con nuestras relaciones. En primer término está nuestra relación con Dios. Soy justo cuando reconozco lo que Él demanda de mí y comienzo a ajustar mi vida de acuerdo a sus con­diciones.

Los hombres quieren venir a Dios establecien­do ellos mismos su posición. Hay un fatal si condicional en muchas de nuestras oraciones. Pretendemos negociar nuestra relación con él, igual que Jacob antes de convertirse en Israel. Cuando Dios bajó por aquella escalera en Bet­el y prometió cuidarlo y estar con él, Jacob le dijo: «Si Dios me acompaña y me cuida en este viaje que estoy haciendo, si me da qué comer y con qué vestirme, y si regreso sano y salvo a la casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios … y siempre te daré, oh Dios, la décima parte de todo lo que me des» (Gén. 28:20-22).

Note cuántos si condicionales hay en este pasaje. Únicamente la ignorancia de su situación real pudo llevar a Jacob a pronunciar esas palabras de esta manera. Los papeles se invierten y el sig­nificado de las cosas se pervierte cuando el hombre es el que quiere poner las condiciones, esperando que sea Dios quien se ajuste a ellas. Qué extraña es esta oración, puesto que Dios ya había hecho su declaración de lo que haría. Pareciera un intento de su parte de recobrar la iniciativa o de hacerle un favor a Dios.

Algunos vienen, como Jacob, prometiendo darle el diez por ciento si él los prospera, mani­festando así un desconocimiento total de los caminos de Dios. Es cierto que el diezmo es uno de los elementos del cual depende la ejecución del deseo de Dios de bendecirnos materialmente y en abundancia. Pero no se diezma si él da más de lo que ya ha dado. Se entrega basado en lo que se ha recibido y entonces Dios aumenta su provisión como lo ha prometido en Malaquías y en otras porciones de la Biblia.

Todo lo que tenemos pertenece a Dios por de­recho, pero él ha reservado un diez por ciento de los ingresos de su pueblo para el mantenimiento material de sus ministros. Es la forma más equita­tiva que existe de hacer funcionar el reino de Dios en la tierra. Todos dan de acuerdo con sus posibi­lidades. El diezmo es la parte que el Señor requie­re de lo que sea que tengamos ya. No es lo que so­bre después de gastar en lo que queremos. Por eso, para diezmar es necesario administrar bien los recursos, grandes o pequeños, que Dios pone en nuestras manos. Quien no diezma porque «no puede» está probando en realidad que no sabe administrar lo que Dios le ha dado ya y que no es digno de recibir más.

El diezmo es bíblico y debemos darlo para agradar a Dios, pero si lo vemos como un negocio para obtener ganancia personal, habremos perdido de vista su objetivo. Digo un negocio, porque ¿quién no consideraría un buen trato si obtuviera un 90 por ciento de utilidades en sus transaccio­nes comerciales? Equivale a invertir  10,000 para recibir 90,000 libres. Pero los que hacen esta clase de tratos con Dios, por lo general no cumplen con su parte. Cuando tienen los 100. 000, creen que el diez por ciento es demasiado di­nero para Dios y entonces, para calmar su con­ciencia, hacen caridad con la obra del Señor. Le dan limosnas como si Dios fuese un pobrecito necesitado; sacan la moneda o el billete más pe­queño y lo echan en el plato de la ofrenda y que el pastor y su familia se las arreglen como puedan.

Si, dejamos que sea el Señor quien ponga las condiciones y nosotros nos ajustamos a ellas, habremos puesto el fundamento de una relación que producirá todo lo necesario y más de lo que pudiéramos imaginar. Isaías dice: «Jamás se ha es­cuchado ni se ha visto que haya otro dios fuera de ti que haga tales cosas en favor de los que en él confían. Tú aceptas a quien hace el bien con ale­gría y se acuerda de hacer lo que tú quieras» (Is. 64: 4,5).

Las promesas de prosperidad espiritual, mental, física y material son el deseo de Dios para sus hi­jos. Dios puede, si así lo desea, bendecir a alguien antes que éste ejecute el requisito externo de sus condiciones. Entendemos que él es soberano y no necesita que nadie le aconseje. De hecho, ya ha su­cedido de esa forma, pero se descubre un patrón que establecen las Escrituras y es que el bendeci­do siempre acaba cumpliendo con el mandamien­to de Dios o pierde su bendición.

Hay otras cosas que debemos saber, además de las ya mencionadas, para dar pasos firmes que conduzcan a una prosperidad total.

EL GOBIERNO DE DIOS ES PRIMERO

El reino de Dios tiene que venir antes que cual­quiera otra consideración. Dios tiene que ocupar el primer lugar en nuestras vidas. No porque él pa­dezca de delirio de grandeza o necesite de noso­tros para sobrevivir. Sino porque él es la única persona en quien podemos confiar nuestras exis­tencias sin peligro de perderlas. El es el único que puede reglamentar nuestra conducta para que no caigamos en un – materialismo desmedido y olvide­mos que él es la fuente de toda prosperidad.

Jesús dijo en Mateo 6:33: «Pongan toda su atención en el reino de Dios y en hacer lo que Dios exige, y recibirán todas estas cosas», refirién­dose a la comida, la bebida, el vestido, etc. Se re­quiere fe para poner toda su atención en el gobier­no de Dios, cuando la crisis alrededor es tan gran­de y los salarios de muchas personas no alcanzan para llenar las necesidades básicas de alimenta­ción, techo y abrigo. El problema, sin embargo, es más profundo que la carencia o la abundancia de las cosas materiales. Dios sabe que la raíz del mal está en el corazón del hombre y por eso dice a to­dos por igual que busquen primeramente su reino y su justicia.

Al que no tiene, lo exhorta a no afanarse por ello y a confiar en él para que supla lo que le fal­ta: Dios sabe que, si su atención está puesta en la necesidad y no en su reino, el enemigo y las cir­cunstancias ejercerán presión para que haga una cosa indebida. Ponerlo a él de primero significa actuar siempre de acuerdo con su mandamiento aunque eso resulte, aparente y momentáneamen­te, en detrimento personal.

El que pone su atención en lo que posee, tam­bién tiene el mismo problema. Marcos 10: 17-30 narra la historia del hombre rico que quería la vida eterna como algo más para añadir a su lista de posesiones. Su propio testimonio cuenta que desde joven había cumplido con los mandamien­tos, seguramente como consecuencia de la educa­ción normal de todo judío creado bajo la ley de Moisés. No obstante, algo le hacia falta y Jesús, que conocía lo que estaba en el corazón de todos los hombres, lo confronta directamente con su problema.

Le da un mandato difícil, pero no im­posible de obedecer. Le dice que su orden de prioridades está invertido y que la única manera para él de poner su atención en las cosas de arri­ba era quitando de por medio lo que ahora ocupa­ba su cuidado. El hombre se fue triste porque era muy rico. Sus posesiones estaban de primero y le impedían seguir al Señor. La pobreza no es un re­quisito para entrar en el reino de Dios. Sin embar­go, si decimos que Jesucristo es nuestro Señor, entonces él tiene el derecho de decirnos lo que debemos hacer con el dinero, el tiempo, la fami­lia y todo.

Al Señor no le interesa tanto el cumplimiento externo de los mandamientos, como un plan per­sonal para obtener de él lo que deseemos. Dios quiere que pongamos nuestras vidas en sus manos sin preocuparnos por las añadiduras. Ojalá que no hagamos la voluntad de Dios con la atención puesta en la prosperidad.

SINCERIDAD CON DIOS

Todo encuentro personal con el Señor nos hace confrontar la realidad de nuestra condición. No trate de justificar su problema delante de Dios, ni pretenda que no existe. Si hay algo en usted que no anda bien, reconózcalo y presénteselo a Dios sin rodeos.

Recuerde que así fue como llegó a Dios la primera vez y él le tuvo misericordia. El patrón es el mismo en su relación subsecuente con él.

Primero, escuche lo que Dios tiene que decir con respecto a su problema. Cualquier cosa en us­ted que no se ajuste a su palabra es un impedi­mento en su desarrollo espiritual y material. Deje que el Espíritu Santo traiga convicción a su cora­zón, lo que resultará en el reconocimiento de su error. No permita en esta etapa que el enemigo lo desvíe de su intención. Hay dos armas que él usa­rá contra usted.

Una es la acusación que aparenta estar del lado de Dios porque concuerda con su error; pero magnificado de tal manera que lo hace sentir que una reconciliación con el Señor es im­posible. La otra es minimizar el problema para que usted no lo confronte y continúe en su con­dición injusta. Sepa discernir entre estos dos espí­ritus. El acusador intenta destruirlo Y jamás le ofrecerá una salida justa. El Espíritu Santo es gen­til y tiene en mente su redención. Es el único que puede presentar su condición como realmente es.

Segundo, después de reconocer la falta, es ne­cesario confesarla tal y como él se la ha mostrado. Dios no se va a escandalizar ni a sorprender por lo que usted le diga. El ya lo sabe y mejor que usted. Jacob deseaba la bendición de Dios sin confesar su problema. Por eso luchó con el ángel toda la noche, negándose a responder cuando le pregunta­ba su nombre. Jacob significa suplantador, engañador, el que agarra del calcañar, el que logra las cosas haciendo trampa. Al final, Jacob confesó la historia de su vida hasta ese momento y el Señor le dio su bendición, no sin antes dislocarle la ca­dera y dejarlo cojo para el resto de su vida. Con la confesión vino también la transformación de la persona y Dios cambió su nombre a Israel, «el que lucha con Dios». Sin confesión, la bendición es una lucha continua.

Tercero, busque el perdón de Dios con arrepentimiento. Esto es, cambiando su actitud, repu­diando su pecado y volviéndose al Señor. No es suficiente hacer penitencia. La actitud del cora­zón tiene que cambiar con respecto a lo que ha ofendido a Dios.

Cuarto, acepte el perdón de Dios, sabiendo que él ya no se acuerda más de su pecado confesado (vea Mi. 7:l8 y’19).

AGRADECIMIENTO

Un tercer paso hacia la bendición de Dios es tener un espíritu agradecido. Pablo dice que es propio de hombres malvados no dar gracias a Dios (Rom.1 :21). Lo contrario es verdad tam­bién. Es bueno hacer un inventarlo de lo que Dios ha dado y darle gracias por ello. Nos sorprenderá saber cuántas cosas hemos recibido ya de él.

El espíritu de alabanza nace de un corazón agradecido. Los cuatro seres vivientes y los veinti­cuatro ancianos de Apocalipsis dan gracias a Dios y le alaban continuamente. David es ejemplo de un hombre que nunca se olvidó de dar gracias al Señor con corazón alegre. Antes y después de al­canzar su grandeza, David se deleitaba en contar lo que Dios había hecho por él. Por eso Dios lo prosperó siempre.

Nunca se acerque a él presentándole sus necesidades desde el principio. Dele gracias primero por lo que ya tiene y alábelo. Proclame su grandeza personal y la magnificencia de sus obras. Ya habrá tiempo y oportunidad de hacer sus peticiones.

GENEROSIDAD

Por último, comparta con otros lo que Dios le ha dado. Dios bendice a las personas dadivosas y desprendidas. Conozco a un hermano a quien no se le puede decir, «me gusta eso que tienes» por­que ya lo está dando. Es un hombre con mucho talento Y de grandes habilidades, pero Dios lo bendice mucho más por su generosidad.

Dios no quita lo que da, pero se fija si compar­timos libremente lo que así recibirnos de él, para ver si nos puede confiar con cosas más grandes. Establezca un orden de prioridades en el dar. Sea generoso primero con Dios, luego con su familia, después con la casa del Señor, también con los que están afuera.

Feliz usted si pone su amor en la ley del Señor. Será corno un árbol plantado a la orilla de un río. ¡Todo lo que haga, le saldrá bien! 

Citas bíblicas: Versión popular

Reproducido de la Revista Vino Nuevo -Vol. 4 nº 3 octubre de 1981