Por Mario E. Fumero

Es triste y duro reconocer la condición espiri­tual de la Iglesia en nuestro tiempo, pero lo más difícil y hasta cierto punto imposible, es encon­trar una forma para sacarla de su letargo y estancamiento.

Hay un sinnúmero de factores que detienen el crecimiento de los cristianos, y con ellos, por supuesto, el de la Iglesia. El peor de todos radica en las muchas estructuras que se han creado con el sincero deseo de ayudar la obra del Señor pero que en tantas ocasiones se han convertido en es­torbos que impiden que la Iglesia se lance hacia nuevos horizontes.

          DEFINICION

¿Qué es una estructura? Es aquella que regula, forma y rige la función de una institución o gru­po. No podemos negar que la estructura existe en todo y que sea necesaria para el funcionamiento de las cosas. Tenemos el ejemplo del cuerpo hu­mano con su composición perfecta que permite su actividad y crecimiento. Es lo que cualquier tipo de estructura busca: unidad de función y crecimiento.

Cuando un grupo de personas se une con un fin definido, necesita, lógicamente, formar una estructura que le permita realizar su meta trazada. La Iglesia es un grupo de miembros que se unen para formar un cuerpo que realice la función de­terminada por la Cabeza que es Cristo. Negar la existencia de las estructuras de la Iglesia, sería contradecir en ciertos aspectos la misma enseñan­za de Pablo en 1 Corintios 12.

Algunos líderes cristianos enfocan este tema en forma drástica y proclaman que la Iglesia debe librarse de «todo» tipo de estructuras las cuales, afirman, la atan y detienen en su fin supremo. Esta libertad de acción estaría bajo la dirección del Espíritu Santo. Otros predican la necesidad de «muchas» estructuras para proteger a la Iglesia de los falsos maestros y de la condición del mundo. Ambas teorías son extremas. La primera pro­duce un reino anárquico donde cada cual hace «lo que bien le parece» y la segunda ahoga y asfixia la vida espiritual de la Iglesia en su crecimiento.

El orden existe para evitar la anarquía que es peor que cualquier estructura, por muy mala que ésta sea, porque sin freno o autoridad se destruye toda relación y comunión entre los hermanos y se lleva a la Iglesia al caos total. Debemos evitar el irnos a un extremo por miedo al otro. No podemos negar el hecho histórico y antropológico que cuando varios seres humanos se unen, necesitan establecer bases y reglas de relación y de función para lograr un fin determinado y que esto, en sí, da origen a la estructura.

Toda ley o sistema nace de una causa o necesidad, en cierto tiempo y cir­cunstancia, y nadie puede decir que sea malo; más bien es útil y beneficioso para el progreso del hombre. No ha habido civilización, por salvaje que haya sido, que no haya formado normas de vivencia y de trabajo para el bien común. A esto llamaríamos estructura.

EVOLUCION FUNCIONAL EN HECHOS

Encontramos en la Iglesia primitiva una meta­morfosis paralela a su crecimiento numérico y problemático. Jesús tuvo 12 discípulos que gi­raban, sin mucha organización aparente, alrede­dor de las órdenes del maestro, ocupando cada cual un lugar dentro de esa unidad familiar.

Al crecer la Iglesia, con el derramamiento del Espí­ritu Santo en Pentecostés, los nuevos conversos traían sus bienes a los pies de los apóstoles para que estos los administraran según las necesidades de cada uno. No había mucha estructuración entonces, pero el número de los discípulos cre­ció y venían no solo judíos nativos, sino también griegos.

Esto produjo algunas fallas humanas, lógicas en todo crecimiento, y surgieron quejas porque no se repartía bien la ayuda a los necesi­tados. Los apóstoles no daban abasto a la gran necesidad del momento y descuidaban su vida de oración y de enseñanza de la palabra por dedicar­se a resolver problemas de comida. Esto produjo un decaimiento espiritual que empeoró la murmuración.

Los apóstoles convocaron a los discípulos y plantearon la situación: no podían seguir aten­diendo las mesas y descuidando el ministerio de la palabra y la oración. Propusieron que se esco­giera a siete varones que llenaran ciertos requisi­tos para encargarlos con esa tarea. Así nació el diaconado en la Iglesia. Posteriormente encontra­mos reglas para su elección y la forma en que funcionarían en el cuerpo de la iglesia local (He­ch. 6: 1-7; 1 Tim. 3:8-13).

Este diaconado no existió cuando Jesús tenía a los doce, pues en ese momento no era necesa­rio; fue producto de la circunstancia y la nece­sidad de cierto momento determinado. Aquí notamos ya una forma de estructura administra­tiva en la Iglesia primitiva.

Después aparecieron otros problemas que se tuvieron que afrontar, como el de las viudas jó­venes que querían ayuda pudiendo casarse de nuevo. Otros abusaban del amor de los herma­nos y no querían trabajar; por lo que el apóstol Pablo establece ciertas normas claras y concretas y escribe diciendo: «si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma». (2 Tes. 3:6-15).

Cada problema que surgía era afrontado por la Iglesia con pautas que daban soluciones y estable­cían normas para el futuro, naciendo así una serie de estructuras bíblicas.

Encontramos otro ejemplo en la Biblia, la dis­crepancia existente entre dos sectores que forma­ban las iglesias de aquella época. Uno estaba enca­bezado por Pablo entre los gentiles que predicaba que la fe es la que nos salva y que no era necesario la observancia de las costumbres judías ni la cir­cuncisión. El otro estaba dirigido por Pedro y lo formaban los judíos que enseñaban que, aunque la salvación era obra de Cristo, los cristianos gentiles debían circuncidarse y observar las costumbres ju­días con sus ritos mosaicos.

Existía una diferencia doctrinal (si se quiere teológica) que era más que nada de tipo interpretativo. Esto produjo un cis­ma entre Antioquía, que era la iglesia gentil, y Jerusalén, la iglesia judía, por lo que se convocó ur­gentemente a una asamblea o concilio para discu­tir el asunto y establecer pautas que resolvieran el conflicto.

¿Cuáles fueron las normas que rigieron en esta discusión? Estoy seguro que, aunque no existía el sistema parlamentario actual, usaron algún méto­do que les permitiera el uso de la palabra y la discusión ordenada con igual derecho para ambos «bandos». Por ley habría un moderador, entrevis­tas, opiniones diferentes y pese a que según la Bi­blia había una multitud (Hech. 15: 12), todo se efectuó en un orden admirable, sin escándalo ni pelea. Es que, en esa reunión apostólica, además de las normas de conducta, había Espíritu.

En conclusión, la asamblea estableció ciertas reglas para ambos grupos que dieron solución al problema y se convirtieron en modelo para la es­tructura doctrinaria de la naciente Iglesia.

Pudiera citar muchos ejemplos más que esta­blecen un orden específico de función dentro de la Iglesia primitiva, como los conceptos de ense­ñanza del cuerpo, el edificio, la novia, etc., que demuestran en sí la importancia y la necesidad de formas que rijan y gobiernen el funcionamiento de la Iglesia.

Se afirma que el problema actual en la Iglesia está en sus estructuras, y lo creo, por lo que algunos proclaman la necesidad de cambiarlas. Estoy de acuerdo. Pero el problema no consiste en un cambio de estructuras solamente sino en un cam­bio en la forma de interpretarlas de manera que, cuando algunas de estas impidan el avance de la Iglesia, puedan ser renovadas, sin destruirlo todo. Recordemos que muchas de las estructuras de la Iglesia tienen su respectivo fundamento histórico que les dio origen.

Tal vez algunas tienen razón de ser y quizás otras no. En cada generación existie­ron circunstancias diferentes que justificaron cier­tas medidas, pero en otra época, parte de esas medidas deben ajustarse al momento. Por eso, ha­cemos una distinción entre LA ESTRUCTURA TRADICIONAL O BIBLICA y LA ESTRUCTU­RA HUMANA Y DOGMA TICA.

LA ESTRUCTURA TRADICIONAL O BÍBLlCA

La estructura tradicional o bíblica emana de las enseñanzas recibidas de nuestros antepasados bajo la inspiración del Espíritu: tomadas de la Biblia, establecen pautas de conducta y doctrina que evo­lucionan según la luz que Dios da para hacernos crecer en el conocimiento de Cristo. Estos princi­pios que evolucionaron a través de las edades, forman la estructura que nos identifica como grupo o de­nominación.

Los bautistas nacieron en una época cuando el bautismo por «inmersión» no se practicaba. Los pentecostales, cuando no se creía en la experien­cia de hablar en lenguas. Los metodistas nacieron en una época de frialdad y mundanalidad en la Iglesia Reformada. Sus precursores revoluciona­ron la estructura existente de tipo dogmático, con el mensaje de la santidad, la consagración y de una vida metódica.

Dios va iluminando a sus hijos poco a poco con nuevas realidades para sacarlos de la ignorancia. Las verdades vienen en forma parcial y aquellos que las vislumbran no tienen un concepto total de la misma. Desde Lutero, quien sacó a la luz la Palabra de Dios que había estado sumergida en el oscurantismo medieval y vio la primera gran ver­dad que EL JUSTO VIVE POR LA FE, Dios ha ido, paso a paso y año tras año, volviéndonos a TODA su realidad bíblica.

Así que la estructura doctrinal es evolutiva ya su vez inalterable. Es decir, las verdades recibidas en su Santa Palabra son permanentes, pero no las entendemos en su cabalidad. Dios nos sigue dando normas y verdades que debemos sumar a todas las anteriores para formar un caudal que nos vuelva al río del Espíritu. El Espíritu amplía la verdad sa­bida, exaltando ciertos conceptos ignorados, co­mo en el caso del señorío de Cristo en la vida del creyente que le conoce como salvador nada más. El propósito de Dios es que la verdad bautista se sume a la verdad metodista y se complemente con la verdad pentecostal para que alcancemos una verdad total y superior. Nadie puede poseer el monopolio de toda la verdad. Dios nos enseña ca­da día cosas nuevas «que ojo no vio ni oído escu­chó».(1 Cor. 2:9).

No podemos enmarcamos en ciertos puntos de doctrina. Esas verdades evolucionadas y ampliadas debemos conservarlas en su pureza al mismo tiempo que debemos abrirnos para que el Espíritu añada más complementos a lo ya aprendido. Cree­mos que Cristo constituyó la Iglesia y que esta es su Cuerpo, pero Dios quiere mostrarnos la forma que haga funcionar ese cuerpo dentro de los tiem­pos y las dificultades existentes. En Honduras hemos proyectado una iglesia no limitada al con­cepto del «templismo», sujeta a un local para su operación, ni a una posición determinada. Hemos hecho de los hogares y las calles la residencia de la Iglesia; aun cuando conservamos y usamos el local, no nos limitamos a ello.

No podremos ayudar a la edificación del Cuer­po, si no estamos dispuestos a dejar que el Espí­ritu amplíe su verdad en nosotros y renueve nuestro entendimiento (Rom. 12:2) para compro­bar su propósito mostrado en la Biblia. Es, pues, una verdad afirmar que la doctrina es en sí inva­riable y su estructuración evolutiva.

LA ESTRUCTURA HUMANA Y DOGMATICA

Este tipo de estructura ha nacido de las circuns­tancias que nos rodean en una sociedad libre y se refleja en la forma de gobierno o sistema de ad­ministración. Hay una gran diferencia histórica y social entre la Iglesia primitiva y la actual. Por ejemplo, en la época de Cristo no había iglesias INCORPORADAS O CON SU PERSONERIA JURIDICA. Tampoco tenían locales con nombres para su función, ni se usaban carnets, ni creden­ciales para sus miembros. No había institutos bíblicos, ni seminarios; no existía la imprenta ni los medios rápidos de comunicación, ni tarjetas de crédito que «ayudasen» a la fe, ni tantas otras co­sas que tenemos en la actualidad. Esto nos forma en una estructura diferente de acuerdo al marco lógico y necesario en nuestros tiempos.

En nuestro propio contexto de Honduras, en­contramos que cualquier institución religiosa debe tener su Personería Jurídica para poder efectuar sus funciones dentro de la ley. Cuando una congregación carece de esto, no tiene ningún respaldo legal para sus propiedades o trabajos en la socie­dad. La alternativa es que las cosas se hagan a nombre de individuos, lo que no es correcto, por­que los hombres pasan, pero la Iglesia permanece.

Además, la Biblia ordena sujetarse a las leyes de cada país (Rom. 13) cuando éstas no van en con­tra de los principios del evangelio. Cristo dio un claro ejemplo al pagar los impuestos y respetar el sistema imperante en su época, aun cuando este era extranjero y dominante. Recordemos que Je­sús dijo: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».

En esta forma se justifica el hecho de que la Iglesia en cada país cumpla con los requerimien­tos del gobierno y que para dicho fin (el legal ) tenga un «nombre» (el cual es circunstancial), forme una «directiva» y tenga su «representante legal», etc. Sin embargo, tales cosas han hecho que la Iglesia se acomode como institución dentro del sistema, cosa para lo cual no fue creada como Cuerpo. El problema surge (y aclaro que no estoy en contra de la organiza­ción legal de la Iglesia ya que así funcionamos nosotros de acuerdo con el gobierno) cuando este sistema de estructura se imponga en forma rígida, inflexible y como dogma de fe, y que impida en cierto momento de la vida, que el cuerpo crezca y cumpla con su función estable­cida de antemano por la Palabra de Dios.

Para ser más explícito, existe el peligro que este espíritu de organización social se introduz­ca dentro de la Iglesia convirtiendo la necesidad externa del sistema en una dependencia absolu­ta y lo imponga al manejo interno de la Iglesia, y ésta se convierta en una organización más dentro de la sociedad. El mayor problema de la Iglesia actual es que sin darse cuenta ha creado una estructura «democrática» y en ciertos as­pectos partidista, tomando un parecido a veces a los sistemas políticos existentes. Esta forma democrática produce fenómenos de leyes dentro de la Iglesia y crea sistemas y formas de trabajo que en muchos casos y países son buenos, pero que no son imprescindibles ni incambiables.

La realidad de la Iglesia como Cuerpo contra­dice totalmente las bases democráticas introdu­cidas en ella. Estoy convencido que debe ser un sistema de autoridad del Espíritu, donde el gobierno viene de Dios a través de los ministerios y los dones impartidos por el Espíritu Santo, quien da a la Iglesia el sentir de acuerdo a la mente de Cristo.

Por lo general, la carnalidad radica en la ma­yoría. Recordemos el caso de Saúl y muchos reyes de Israel que por escuchar la voz del pue­blo (la mayoría) condujeron sus vidas y sus reinados al fracaso. Analicemos también, en con­traposición, la vida de Moisés, quien gobernó en una forma «TEOCRÁTICA» y no cedió a las peti­ciones del pueblo que siempre tendía a oponerse a la voluntad de Dios.

Mario Fumero, de origen cubano, es director del Centro Evangelístico Brigadas de Amor Cristiano en Honduras, C. A. 51, su esposa Lis­beth y sus tres hijos residen en Comayagüela, Honduras.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol. 4 nº 1 junio- 1981.