Por Charles V. Simpson

«Pero se sentará el Juez, y le quitarán su dominio para que sea destruido y arruinado hasta el fin, y que el reino, y el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios le servirán y obedecerán.

Aquí fue el fin de sus palabras. En cuanto a mí, Daniel, mis pensamientos me turbaron y mi rostro se demudó; pero guardé el asunto en mi corazón» (Dan. 7 :26-28).

La «escatología» es el estudio del futuro, del fin de los siglos, o de la manera en que Dios terminará con el mundo, como lo hemos conocido.

Hasta 1967 fui profundamente absorbido por el estudio de la profecía. Durante un año prediqué del libro de Apocalipsis; seis meses del libro de Daniel y después de Ezequiel. Descubrí que no sólo yo estaba muy interesado en este tema, sino también la mayoría de los cristianos. El edificio de la iglesia se llenaba cuando predicaba sobre estos temas. Mi exposición seguía generalmente la teología pretribulacionista y premilenaria. (Los predicadores tienen su jerga profesional también) «Milenio es el término que se refiere a los mil años del reino de Cristo sobre la tierra. «La Tribulación» se refiere a los siete años antes del milenio. «Pretrib-premil» significa (y yo creía) que el Señor retornaría poco antes del período de la gran tribulación para arrebatar secretamente a la Iglesia. Entonces vendrían siete años de gran angustia. Después Jesús regresaría visiblemente para conquistar el Anticristo y establecer Su Reino visible en la tierra. (La Iglesia escaparía de la tribulación). Después, todos iríamos al cielo.

La teología «Pretrib-premil» se ha vuelto muy popular entre la mayoría de los evangélicos en los últimos cien años. (Es interesante darse cuenta que esta enseñanza escatológica no es muy antigua). Sin embargo, también están los «mediotrib-premils» quienes creen que el rapto sucede durante los siete años de la tribulación. También están los «postrib-premils» quienes creen que el rapto sucede después de la tribulación. Entonces tenemos a los «postmils» quienes creen que el milenio ocurre antes de la segunda venida de Cristo. Están los «amils» quienes no creen que Cristo reinará literalmente por mil años, sino que reina ahora; ahora tenemos a los «promils» que sólo creen que sucederá y los «panmils» piensan que será una panacea universal.

La diversidad y la división pudieran ser casi risibles si no fuera por las consecuencias trágicas para la Iglesia. Hay tantas trompetas que se oyen que el ejército se ha convertido en un tropel sin saber si hay que subir o salirse.

Mi propósito no es sonar otra trompeta más, sino más bien examinar nuestra actitud hacia el destino y volver a este tema escatológico. Algunos recibirán ayuda y otros se ofenderán. Mi esperanza es que su madurez nos ayude a explorar juntos las Escrituras. La Iglesia necesita desesperadamente la dirección divina para este siglo.

No he dicho mucho con respecto a este tema desde 1967. Hasta hace poco decidí volver a entrar en la discusión precavidamente. (Que es como caminar precavidamente en una autopista). Como líder y pastor he sentido cada día más la necesidad de saber cómo entrar triunfalmente en la consumación de las edades.

El tema completo del «fin» es objeto de examen por muchos grupos cristianos. Mi predicción es que la escatología, o cómo enfrentar el futuro, va a ser un tópico aun más intensivo y necesario de lo que jamás fue. La pregunta clave no es «¿Cómo terminará este mundo?», sino» ¿Cuál es la misión de la Iglesia en un medio ambiente cada día más humanista y técnico? Y ¿cómo debemos prepararnos para lo que se avecina?»

Así que cuando estuvieron reunidos, le preguntaban, diciendo: Señor, ¿es ahora cuando vas a restituir el reino a Israel?

Y El les dijo: No os corresponde a vosotros saber los tiempos ni las épocas que el Padre ha fijado con su propia autoridad; pero recibiréis poder cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros; y seréis mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea, Samaria, y aun hasta los más remotos confines de la tierra.

Y después de haber dicho estas cosas, fue elevado mientras ellos miraban, y una nube le recibió y le ocultó de la vista de ellos (Hech. 1 :6-9).

Los discípulos estaban interesados en el tema del futuro. Su perspectiva ya había sido afectada por las interpretaciones corrientes del Antiguo Testamento. Sin embargo, sus deseos personales también teñían su escatología, como los nuestros a la nuestra. Ellos miraban a Jesús estableciendo rápidamente el Reino en Israel y así serían gloriosamente vindicados y se evitarían mayores penas. Jesús les explicó la diferencia entre los asuntos del Padre y los de ellos. El cuándo y el cómo del Reino era asunto del Padre. El de ellos era ser testigos de Jesús y su señorío, en el poder del Espíritu, a todas las naciones.

Desde ese día hemos continuado teniendo dificultades en mantener la distinción entre las dos áreas. Si se enseña una serie de mensajes sobre el tema de «cómo y cuándo», todo mundo viene. Pero si es sobre cómo discipular a las naciones, los especu­ladores no se aparecen.

          EL DESTINO DE ISRAEL

El Nuevo Testamento testifica que el Antiguo Testamento es inspirado por el Espíritu Santo. Jesús, Pablo y otros escritores del Nuevo Testa­mento, constantemente hacen referencia al Anti­guo Testamento como fuente con autoridad, sin cuestionar por un momento su veracidad. No se puede establecer una doctrina verdaderamente bíblica con respecto al fin del mundo, o cualquier otro tema, sin tomar en cuenta el Antiguo Testa­mento.

La mayor parte de nuestra enseñanza esca­tológica viene de Pablo y de Juan, pero en rea­lidad ellos fueron estudiantes de David, Isaías y Daniel. Veamos algunas escrituras que hablan proféticamente de Israel. (La limitación de espa­cio nos impide citar cientos de versículos simila­res).

Pues de aquí a poco no existirá el malo; ob­servarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz.

Maquina el impío contra el justo, y cruje contra él sus dientes; el Señor se reirá de él; porque ve que viene su día (Sal. 37:10-13).

Porque los benditos de él heredarán la tie­rra; y los malditos de él serán destruidos (Sal. 37:22).

Porque Jehová ama la rectitud, y no desam­para a sus santos. Para siempre serán guarda­dos; mas la descendencia de los impíos será destruida. Los justos heredarán la tierra, y vivirán para siempre sobre ella (Sal. 37:28-29).

Lo que el impío teme, eso le vendrá; pero a los justos les será dado lo que desean. Como pasa el torbellino, así el malo no per­manece; mas el justo permanece para siempre (Prov. 10:24-25).

El camino de Jehová es fortaleza al perfec­to; pero es destrucción a los que hacen maldad. El justo no será removido jamás; pero los impíos no habitarán la tierra (Prov. 10:29- 30).

Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento (Is. 60: 1-3).

Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destrui­do, ni será el reino dejado a otro pueblo; des­menuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre, de la ma­nera que viste que del monte fue cortada una piedra, no con mano, la cual desme­nuzó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. El gran Dios ha mostrado al rey lo que ha de acontecer en lo por venir; y el sueño es verdadero, y fiel su interpretación (Dan. 2:44-45).

Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejara ni raíz ni rama. Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como bece­rros de la manada. Hollaréis a los malos, los cuales serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies, en el día en que yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos. Acordaos de la ley de Moisés mi siervo, al cual encargué en Horeb ordenanzas, y leyes para todo Israel. He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tie­rra con maldición (Mal. 4: 1-6).

No parece que le hacemos justicia al tema ci­tando tan pocas escrituras para resaltar una posi­ción tan definitivamente bíblica. Pero aun estas pocas dan testimonio del destino de Israel como el Reino de Dios en la tierra y como su luz para todas las naciones. El trono de su gobierno esta­ría entre ellos en Jerusalén y se extendería por medio de ellos a todas las naciones. La justicia no sería removida jamás. Los mansos (los sujetos a su voluntad) heredarían la tierra.

Hay tres características que sobresalen en los profetas del Antiguo Testamento que fueron en­viados por Dios: (1) Hablaron de su soberanía, (2) de su redención y, (3) de su universalidad. Su impresión de Dios era de poder, propósito e inclu­sividad total. Isaías, por ejemplo, ve a Dios «sen­tado sobre un trono alto y sublime». Su men­saje declara que su propósito ulterior es redimir a la creación, no destruirla. Su mensaje no es solo para los judíos, sino a través de ellos para todas las naciones; su mensaje es soberano, redentivo y universal. Los profetas esperaban el día cuando estos tres atributos eternos fuesen manifestados en plenitud sobre la tierra, que es la creación de Dios.

Si bien Dios no cambió, Israel entró en deca­dencia. Rompieron su pacto adorando a otros dioses. Cuando Israel cayó espiritualmente y se tomó impotente, continuó usando el lenguaje religioso, pero sin la dinámica, algo que Dios de­testa; o la terminología sin la realidad. Israel fue dispersada y cayó en cuativerio. Isaías 60 y capí­tulos similares se convirtieron en olvidados sueños de gloria cuando «sobre los sauces colgaron sus arpas».

Después del año 586 A.C. y con la destrucción de Jerusalén y el primer templo, los judíos se quedaron sin reino, sin tierra, sin templo, sin sa­crificios, sin sacerdocio y sin identidad. La sina­goga surgió como institución durante la disper­sión. («Sinagoga» significa esencialmente lo mis­mo que «iglesia»: concurrencia, asamblea). La sinagoga fue instituida para preservar un camino de vida en una cultura extraña. Los rabinos, o maestros, surgieron para interpretar los rollos a ‘las generaciones nuevas y para preservar las tradicio­nes y la identidad de un pueblo derrotado pero con orgullo. Edificios, ancianos y otros preser­vantes institucionales fueron añadidos, y con el tiempo exportados a Israel con los diversos gru­pos que regresaron. Preservación en vez de reden­ción llegó a ser el motivo de la religión en Israel.

Dudo que ese motivo haya cambiado jamás. De lo que no hay duda es que la sinagoga hizo un im­pacto en la iglesia cristiana. Influenció el concep­to de la iglesia de reunirse en un día santo, el tipo de reunión y de gobierno que llegó a tener. Me pregunto si la iglesia no tomó también más tarde la actitud de auto preservación institucional del judaísmo sinagógico, en contraste con el judaís­mo anterior que era una forma de vida asociada con la familia, la tribu, el templo y la tierra.

Es incalculable el daño causado por la impo­tencia espiritual y política a su visión del futuro.

Después que Israel rompió el pacto, fue holla­da por Asiria, Babilonia, Grecia, Siria, Egipto y finalmente Roma. Cada uno de sus vecinos tomó su turno. Un destino de gloria se había vuelto una remota memoria con poco significado; el solo he­cho de resistir se convirtió en una hazaña.

            JESUS EN UN ORDEN IMPOTENTE

Jesús nació dentro de ese estado impotente. La luz titilante de la gracia de Dios casi se había apagado en Israel. Israel casi no tenía lugar para recibir a su propia gloria. El niño tuvo que nacer en un pesebre.

El templo en los días de Jesús fue construido para Israel no por ellos. Herodes, quien cons­truyó el templo, no solo era un sometido de Roma, sino que era descendiente de Esaú, un edomita. Israel había caído tan bajo que «Esaú» go­bernaba a Jacob, contrario a la promesa hecha en Génesis 27: 29. El sumo sacerdocio era un cargo muy provechoso concedido por Roma y no por Dios. Así estaba de corrupto todo el sacerdocio. El templo se había convertido en una casa de comercio en vez de casa de oración.

Había tanta confusión escatológica en la Israel de esos días como en la Iglesia de nuestro tiempo. Los Saduceos eran humanistas liberales, inten­taban acomodar su pose religiosa a la situación del mundo. Habían sido influenciados por la filosofía griega. Los Fariseos eran los fundamentalistas, reaccionarios perdidos en disputas legalistas que no tenían nada que ver con la situación presente. Eran intensamente nacionalistas y mantenían el lenguaje de la redención sin el espíritu, sin el poder y sin el deseo de tenerlos. Donde se lucían más era en tirar piedras.

Los Saduceos creían en la universalidad de Dios sin conocer su soberanía ni su propósito redenti­vo. Los Fariseos creían teóricamente en su sobe­ranía sin conocer su amor redentivo o su propó­sito universal.

Entonces estaban los Esenios que escaparon al ­desierto. ¡No eran del mundo y apenas si esta­ban en el mundo! Los Esenios eran principalmen­te monásticos y extremadamente escrupulosos fuera de las corrientes sociales. Se les acredita la preservación de muchos documentos históricos. Eran pacifistas y agricultores. Estaban opuestos a la esclavitud y evitaban la vida de la ciudad y las riquezas. Aunque no se mencionan en las Escritu­ras, su existencia está claramente documentada por la historia. (Su falta de mención en las Escri­turas bien pudiera ser indicio de lo apartado que estaban de la realidad). Había una gran variedad de Esenios y a juzgar por su contexto histórico, el «escape» era su opción lógica.

Dentro de este ambiente Jesús comenzó a de­clarar: «El Reino de Dios se ha acercado». No es de extrañar que buscara discípulos que no estu­vieran comprometidos con ninguno de los movi­mientos contemporáneos, ya que ninguno de ellos tenía la visión, la fe, o la compasión para ser ins­trumentos aceptables para cumplir con el destino que Dios tenía para su pueblo.

Ante la dominación romana y la impotencia de Israel, Jesús comenzó a declarar la soberanía de Dios. Aseguró que el Espíritu de Dios estaba so­bre él. Su mensaje era de redención. El libertaría a los prisioneros que habían estado cautivos por tanto tiempo, enceguecidos por la oscuridad. Les haría ver los propósitos de Dios, algo que los movimientos de entonces habían sido incapaces de hacer.

El mensaje de Jesús era universal: «Y yo, si soy levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mis­mo». «Haced discípulos de todas las naciones. Yo… edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no la subyugarán … y todo lo que ates en la tierra habrá sido desatado en los cielos». «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días». «Orad, pues de esta manera: ‘Venga tu reino. Hágase tu voluntad, en la tierra como en los cielos.'» Es muy claro que Jesús estaba sonando la misma trompeta que Daniel e Isaías: «¡El pueblo de Dios reinará sobre la tierra!»

Jesús rechazó categóricamente el liderazgo de Israel por su ceguera, impotencia e hipocresía. Mateo 23 es una de las denuncias más fuertes que jamás se hayan registrado contra cualquier grupo.

La escatología de Jesús llenaba de pánico a los fariseos y a los saduceos. Roma caería sobre sus cabezas. Rechazaron a Jesús, a sus propios profe­tas y su destino. Ofrecieron a Jesús en la cruz co­mo una ofrenda de paz al humanismo, el naciona­lismo, el paganismo y el escapismo. Los líderes no se pudieron poner de acuerdo en nada, solamente en que Jesús no podía ser tolerado. Demandaba demasiado; era peligroso; por eso lo mataron. Israel había reaccionado tradicionalmente de la misma manera: «Si no te gusta el mensaje, deshaz­te del mensajero».

«Ante la dominación roma­na y la impotencia de Israel, Jesús comenzó a declarar la soberanía de Dios».

Jesucristo resucitó. Su rechazo y su crucifixión probaron el punto de Dios: ¡La justicia es más poderosa que la maldad! Su ministerio después de la resurrección volvió a juntar el rebaño disper­so, les inculcó el Reino de Dios y les comisionó para que lo extendieran a todas las naciones. As­cendió y se sentó a la diestra del Padre. Esto fue confirmado cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos y escribió el pacto en sus corazones. Dios había encontrado a un pueblo que había aceptado su destino. Unáni­memente comenzaron a declarar a Jesucristo cru­cificado, resucitado y reinando en el poder del Espíritu. ¡Fue una explosión! Miles fueron libe­rados de la esclavitud, de su ceguera y de su im­potencia y entraron en el Reino de Dios.

Para entender la escatología de Jesús y de los apóstoles, uno tiene que ver la manera en que los afectó. No respondieron como escapistas. No fueron como los esenios que rechazaron todo y así fueron rechazados. No huyeron ni se escondie­ron. No se convirtieron en profetas de mal agüero. Tampoco resultaron en fundamentalistas farisaicos contendiendo por interpretaciones estrechas de interés judío. Ni tampoco se volvieron en humanistas acomodaticios.

Su declaración de Jesucristo como Señor era soberana. Comenzaron a amar a los pecadores con una gracia redentiva. Su perspectiva era mundial. Muchos de ellos sufrieron como su Señor. Pero la sangre de los mártires era la semilla de los santos. Con el tiempo llegaron a reinar en todos los luga­res en que sufrieron. Un reino tras otro cayó mientras ellos asaltaban las puertas del infierno, hasta que finalmente la misma Roma dobló sus rodillas ¡y confesó que Jesucristo es el Señor!

Pedro y Pablo palidecerían de náuseas si pudieran oír las interpretaciones modernas de sus pala­bras que hacen que los hombres se escondan, sien­tan pánico y huyan en un afán de sobrevivir.

            LA DECADENCIA DE LA IGLESIA

Con el surgimiento de Constantino y el cris­tianismo oficial en el siglo cuarto, miles de perso­nas entraron a la iglesia del estado sin conocer al Cristo resucitado de una manera personal. Lo que había sido la era dorada del cristianismo se convirtió con el tiempo en un acomodo cultural.

Cuando el cristianismo salió de Israel, era un camino de vida. En Grecia se convirtió en una filosofía; en Roma en un sistema; en Europa en una cultura; en Alemania en una teología y en los Estados Unidos se ha convertido en una empresa. Todo el mundo le ha agregado algo.

Si bien es cierto que estas son observaciones muy simplificadas, también es cierto que, por lo general, el cristianismo ha perdido su dinámica de redimir y gobernar y está en tal estado que lo que busca es su preservación frente a los ataques fu­riosos de los «ismos». Cada día, las así llamadas naciones cristianas, pierden más de su influencia en el escenario mundial. El cristianismo debe ver su destino, no en un punto político en particular, sino dentro de los propósitos de Dios.

Grandes sectores del cristianismo han desarro­llado, en los últimos 150 años, escatologías que se acomodan a la situación del mundo. Muchos cris­tianos contemplan su destino afuera de este mun­do. Ansiosamente esperan a un mesías que se fu­gue con ellos a un lugar hermoso y apacible muy lejos de este mundo impío. Y si no se apresura, muchos de ellos se fugarán con algún otro a un desierto, a una montaña, o fortaleza o tierra extraña. Esta actitud solo busca servirse a sí misma, es desobediente, escasa, limitada y sin fines re­dentivos.

Hace sesenta y dos años los bolcheviques des­filaron en la Plaza Roja de Moscú repitiendo: «¡Cambiaremos el mundo! ¡Cambiaremos el mundo!» Casi al mismo tiempo la extrema evan­gélica del cristianismo declaraba: «¡Nos iremos del mundo! ¡Nos iremos del mundo!» Los predi­cadores comenzaron a entretener a su auditorio con juegos de adivinanzas de cómo y cuándo nos iríamos y quién sería el Anticristo.

La Iglesia parece haberle devuelto a Jesús la tarea de cambiar el mundo, mientras especula con los «asuntos del Padre». Sesenta y dos años des­pués estamos todavía aquí en una situación que se dete­riora cada día, orando para que Dios nos saque mientras los bolcheviques lo cambian. La pregunta que surge ahora es: «¿Hasta cuándo podremos aco­modamos al humanismo y al temor?» Eso no sig­nifica que el Señor no viene. Sí viene, pero los tiempos y las épocas están todavía en sus manos, y la comisión de discipular a las naciones todavía es nuestra.

Si hay algo más inquietante que el ateísmo militante, son las profecías alarmistas que vienen del campamento cristiano: Una rama del cris­tianismo parece estar decidida a salir tan pronto se lo permita Jesús, esté o no terminado el tra­bajo. La otra parece dedicada a ocultar su iden­tidad. Estos acomodadizos se tragan cualquier cosa que la comunidad académica produzca, sin importarles cuánto pueda negar a Cristo. El miedo y la inseguridad han emasculado tanto a nuestros modernos saduceos, que ya no pueden profetizar, pero sí repiten como loros a los aca­demistas.

Pareciera como si la mayoría de los cristianos contemporáneos hayan rechazado su destino por temor a entrar en un conflicto directo con los sistemas políticos. Dios busca de nuevo a un pueblo que acepte el mensaje de los profetas que hablan de su propósito eterno.

            UN NUEVO SENTIDO DEL DESTINO

          Hay una fuerte evidencia que la Iglesia no ha muerto. Como Israel, hemos sido pisoteados por la bota de los «ismos», pero todavía quedan mu­chos focos de vida, esperanza y amor. ¡Hay mu­chos corazones en los que arde el Espíritu del Se­ñor! El Espíritu Santo está siendo derramado en proporciones sin precedentes. Una relación fresca con el Dios Soberano, por fuerza ha de motivar­nos a reexaminar nuestro destino y a proclamar un mensaje universal, soberano y de redención: ¡el Reino de Dios se ha acercado!

Una escatología recalentada, basada en escapar de todo daño o peligro no cumplirá con las demandas que el Señor hace a la Iglesia. El vino nuevo que fluye requiere de la escatología presente, un odre nuevo que pueda contener la dinámica del Señor soberano.

¡La maldad irá en aumento, pero también la justicia! La Biblia está repleta de referencias a la intensificación de la justicia y la maldad, hasta el tiempo de la cosecha, cuando la paja será quitada (Mal. 4; Is. 3 y 4; Dan. l2:9-l0;Mat. 13:24- 25). Las mismas condiciones que madurarán la cizaña de la maldad, madurarán también al trigo de la justicia. La lluvia descenderá sobre justos e injustos. No debemos olvidar esto. Jesús es el Se­ñor de la siega – de ambos: justos y pecadores. Cuando la cosecha esté madura, El aparecerá en gloria. Los justos serán transformados y serán como El. Los que son del maligno serán quema­dos. Los justos se levantarán triunfantes con El y en El.

Veo algunas características peculiares de los úl­timos días: 1) Un derramamiento del Espíritu Santo; 2) cataclismos en la naturaleza; 3) la de­sintegración del humanismo social; 4) el engaño y la desilusión; 5) traición y desconfianza; 6) per­secución y martirio de muchos justos; 7) creci­miento y resistencia del pueblo de Dios; 8) el evangelio del Reino de Dios declarado a todas las naciones; 9) una separación visible y una intensificación paralela de la justicia y la maldad; 10) el colapso de todo gobierno y religión humanista.

      Además, veo tres principios en operación:

1) La deshermandad. Muchos hermanos y hermanas que comparten un patri­monio común están trabados en una rivalidad amarga (judíos contra cristianos y cristianos con­tra cristianos).

2) El principio convergente. La persecución, igual que un prisma combina los rayos paralelos de la luz, traerá una hermosa armonía de justicia en el pueblo de Dios.

3) Y el principio de Gosén. De la misma manera en que trató con Israel mientras habitaba en Go­sén, Egipto; Dios puede actuar en forma diferente con dos grupos distintos que vivan en el mismo tiempo y en la misma área geográfica, y cumplir un solo propósito. Puede haber luz en Gosén y oscuridad en Egipto. Las mismas circunstancias pueden destruir a uno y salvar al otro.

Durante los últimos años, Dios me ha dirigido a José y a Daniel como ejemplos de hombres que gobernaron en una tierra extranjera. José, el hijo de Jacob, estaba destinado a gobernar. Su desti­no no se cumpliría en los alrededores cómodos de la simpatía de sus hermanos. Fue echado por ellos para cumplir con su llamamiento en una sociedad difícil y hostil; donde el propósito soberano, re­dentivo y universal de Dios pudiese manifestarse abiertamente. Dios usó a José para que llevase la salvación al pueblo de Israel en Egipto. José y su familia recibieron la mejor tierra de Egipto, Gosén. Más tarde cuando Egipto padeció las pla­gas, Gosén no fue tocada.

Daniel, también, fue sacado de su tierra para cumplir con su llamamiento para reinar. Cuando era todavía un muchacho fue llevado a Babilonia y allí usado para manifestar la salvación de Dios entre los paganos. El, lo mismo que José, goberna­ron literalmente sobre sus enemigos porque Dios reina soberanamente con propósitos redentivos y universales.

Este no es el día para salvar nuestras vidas. Es el día en que debemos declarar el Reino de Dios, amar a los pecadores y alcanzar a las naciones. Los que caminan en tinieblas verán una gran luz. Los pecadores vendrán a Sion en busca del Señor. De aquí a Sion hay valles que cruzar, pero no te­meremos mal alguno porque El está con nosotros.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol 3, nº 9-octubre 1980