Por Rodolfo Loyola

Haremos algunas comparaciones bajo este título con el fin de ayudar al lector a encontrar el lugar que ocupa el camino de la reproducción en ella.

El noviazgo

En el tiempo del Antiguo Testamento no existía el noviazgo, al menos con ese nombre, pues eran los padres los encargados de elegir por parentesco o conveniencia al esposo o la esposa de sus hijos.

En el sentido espiritual, era por el estilo; la libre opción era mínima. Se nacía en el pueblo de Dios, los padres llevaban a circuncidar al varón, lo cual le hacía heredero de las promesas de Abraham. La hembra era poco menos que una esclava que estaba incluida o excluida por voluntad de los varones. De manera que la religión se aceptaba como cosa heredada, salvo honrosas excepciones.

Pero con la venida de Cristo, y con El las Buenas Nuevas para todas las naciones, la elección adquiere otros caracteres. Esta elección gana terreno en el sentido material y en el espiritual. Podemos decir que es en el desarrollo del cristianismo donde comienza el noviazgo.

Sin embargo, el Dios que es amor hizo que se escribiera mandamiento acerca de lo que pudiera llamarse un idilio espiritual desde los tiempos de Moisés. Leemos en Deuteronomio 6: 5-9: «Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales ante tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas.»

Lo anterior parece una invitación al fanatismo, pero qué bueno sería que el mundo se llenara de fanáticos del amor de Dios. Aunque pienso que por el camino del amor no se puede llegar a ser fanático. El fanático es cruel hasta consigo mismo, y lo encontramos dispuesto a matar, a despreciar, a separar, a destruir. El amor hace todo lo contra­rio. Saulo mata por fanatismo. Esteban muere perdonando por amor.

El noviazgo es encantador, pero no es un fin en sí mismo. El noviazgo es un puñado de botones con la ilusión de hacerse rosas.

En una entrevista con el genial actor español Juanjo Menéndez, le preguntaron:  ¿Qué es para ti el amor? Y él respondió: «Para mí el amor es un asombro.» Bonita respuesta para no ser pensada. Y de verdad, la entrada al amor es inexplicable, es un asombro; es una alegría bien distinta a todas las demás. Es casi una obsesión.

Igual nos sucede cuando conocemos el amor de Dios revelado en Cristo. Pensamos: ¿cómo es posible que el Señor de todo lo que existe se haya fijado en mí? Y el hallazgo se convierte en agradable tormento que se apodera del cuerpo y del alma. Por eso dudo mucho de los que no saben decir desde cuándo son cristianos.

Sigamos un poco más con el noviazgo. Sabemos que existe el amor a primera vista: Una pareja se ve por primera vez, se cruzan las miradas, y desde esa ocasión, quedan prendados para siempre, ine­vitablemente, el uno del otro.

Es exactamente lo que sucede con algunas vidas: desde que oyen la primera llamada del amor de Dios se entregan incondicionalmente a El. Yo mis­mo soy producto del amor a primera vista. Siendo joven, y teniendo resuelta mi situación económica, no me preocupaba mucho de los asuntos del alma, aunque realmente no sentía satisfacción en cosa alguna. Un día oí el glorioso mensaje del Evangelio, y fue aquello un… flechazo de amor a mi vida; des­de ese día comenzó el idilio que no ha terminado ni terminará nunca, porque «Fuerte como la muerte es el amor.»

Existe también el amor que nace con el trato prolongado. Eh ocasiones pasan años para que dos personas que se ven casi a diario, un día lleguen a fijarse con interés el uno en el otro. ¡Cuántos para aceptar a Cristo como Señor y entregarles sus co­razones, han estado escuchando su llamada por años, hasta que un día abren las puertas y comienza el noviazgo espiritual!

Es asombrosa la disposición de agradarse mu­tuamente que tienen los novios. Hemos visto más de una vez a una chica alegre, juguetona, coqueta, amiga de los afeites y las modas exageradas. Pero un día la encontramos más formal, arreglada con más naturalidad, rechazando invitaciones de salir con amigos y amigas. – ¿Qué te sucede, Mari Car­men? -le preguntan-. ¿Estás triste? ¿Se te ha  muerto un familiar? Y ella responde: -No, estoy más alegre que nunca, lo que sucede es que estoy comprometida con Jorge, que está haciendo el servicio militar, y procuro hacer lo que a él le agrada. ¡Si vieras qué carta tan bonita recibí de él hoy!

¿Qué ha sucedido? El amor la ha hecho cambiar de actitud: y no le ha costado ningún esfuerzo es­pecial, al contrario, más bien cierta complacencia.

¿No es lo que sucede cuando Cristo comienza a ser real en nuestras vidas? Las cosas que más nos atraían del mundo, quedan a un lado, y todo por agradar a Aquel con quien hemos iniciado un sublime compromiso.

Ahora bien. El noviazgo, ya lo hemos dicho, es un tiempo precioso, pero no creo que un verda­dero enamorado quiera seguir siendo novio o novia para siempre. Como no creo que nadie quiera quedarse en la puerta del reino de los ciclos miran­do las piedras preciosas en los muros de la ciudad apocalíptica; de seguro querrá entrar y participar de las bodas del Cordero.

El matrimonio

Esta es una unión más estrecha, es un conocerse más íntimamente, es una identificación trascen­dente. «Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer … «, dice el mandamiento. Deja, por así decirlo, otros amores, otros deberes, para ser de ella, y ella para ser de él.

Ahora se notan las faltas, pero se sobrellevan.

Así es el matrimonio con Cristo a través de la iglesia que es su cuerpo. Hay faltas en la iglesia. producto de nuestra imperfección, pero es el cuerpo visible de nuestro desposorio, y debernos honrarlo por amor a quien nos amó y redimió con su sangre.

El matrimonio exige más lealtad que cualquier otro compromiso humano. ¿Qué dijo Jesús? «Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mis­mo, tome su cruz y sígame.» No hay nada más bello que un esposo o una esposa fiel. El apóstol Santiago habla del adulterio en el sen­tido espiritual. En el capítulo 4 de su libro, ver­sículo 5, dice así: «Almas adúlteras, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?» Esto habla de la infidelidad de los creyentes.

¿Qué pensaríamos de una mujer que se pasa seis días de la semana con otros hombres, y solamente el domingo un rato con su marido? Pues, la llama­ríamos adúltera. ¿Y qué pensar de un llamado cristiano que se pasa seis días de la semana viviendo mundanamente, sin orar, sin alabar a Dios, sin dar testimonio de su fe, y solamente el domingo le dedica una hora en el banco de un templo?

No estamos para juzgar, pero la Palabra lo declara adúltero; y ya sabemos que los adúlteros no heredarán el reino de Dios. Dice el Señor al ángel de la iglesia en Sardis: «Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida.»

«Pues como el joven se desposa con la virgen, se desposarán contigo tus hijos; y como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo el Dios tuyo» (Is. 62:5).

Cabe hacerse la pregunta: ¿Cuál es mi relación con Cristo? ¿Soy un enamorado, pero sin ningún compromiso? ¿Soy acaso el novio o la novia que aún no le corre prisa comprometerse más? ¿Soy el esposo, la esposa fiel? ¿Estoy trayendo al mundo hijos espirituales en este matrimonio que es las primicias del venidero?

Los hijos

Los hijos traen sufrimientos y alegrías. Comien­zan a dar dolores desde antes de llegar al mundo, pero también nos colman de ilusiones anticipadas. En aquella procreación de la iglesia primitiva había un gozo habitual, pero los dolores de parto y la crianza de aquellas primicias fueron crueles tam­bién. No hay más que leer el libro de los Hechos de los Apóstoles para darse cuenta de esta realidad. Se ha dicho: Nos gusta hablar de las almas pesca­das por Pedro en Pentecostés, pero no de las pie­dras recibidas por Esteban poco después. Es cier­to que había dolores, pero no tristeza, eso es lo importante.

Los hijos muchas veces arreglan los problemas de los padres.  En casi todos los matrimonios hay uno de esos días cuando las cosas no van a gusto de los dos. Como nada, se pasan el día sin hablarse. Uno siente la respiración fuerte del otro que no es inte­rrumpida por las palabras. Ella le sirve a él la co­mida, pero con el brazo largo y la mirada esquiva.

El come poco, de prisa y sin decir nada. Ya está llegando la noche y ninguno de los dos está enfa­dado, pero no hallan la manera de comenzar el diálogo. Ella piensa: Si él no me habla, yo no le hablo, porque la culpa es suya. El, por otro lado, dirá: Ella es quien tiene que humillarse, para eso es mi mujer. De pronto, el más pequeño de los niños hace una gracia; da los primeros pasos o di­ce la primera palabra. Uno de los dos lo toma en brazos emocionado. El otro ríe y lo besa, que es como si se besaran los esposos entre sí. Se miran a los ojos sin enojo, y el mal trago ha terminado.

Como pastor he estado muchas veces afligido, cargado de problemas y hasta disgustado en extre­mo con la conducta de algunos. He tenido que predicar, pero más bien. empujado por el deber que por inspiración del Espíritu. Me he dicho: » ¿Qué voy a decir, si yo mismo estoy en derrota? No quiero ser hipócrita.» De pronto llega uno de los hijos espirituales y me dice: «Pastor, estoy oran­do por el mensaje de esta noche. He invitado a un compañero de trabajo quien vendrá con su familia. Creo que aceptarán a Cristo como Salvador. Están muy abiertos a la voz de Dios. ¡Es casi un mila­gro, pastor!»

Como por arte de magia la amargura ha desapa­recido. He vuelto a orar al Señor y El ha refrescado mi mensaje con unción y gozo. Me he sentido since­ro y dichoso. He podido sonreír otra vez con la sonrisa de la reconciliación.

Se cuenta de un viejo predicador que cada vez que alguien le venía con una queja o a plantearle un problema personal, producto de la falta de ma­durez, le preguntaba, como si fuera una incohe­rencia: «¿Has hablado del Señor a alguien esta semana? ¿Has puesto la palabra de Dios escrita en manos de interesados? ¿Has invitado a venir al templo a algunos de tus vecinos o familiares? ¿Has orado por la salvación de algún ser humano que se pierde cerca de ti?»

La respuesta era casi siempre la misma: No. Entonces el viejo predicador, como un médico experimentado le recomendaba: »Pues hazlo durante esta semana que voy a estar orando por ti y por los resultados; y después que hayas hecho esto, ven a verme de nuevo.»

Algunos no esperaban la semana para volver con una sonrisa de gratitud y un testimonio de victoria.

Al visitar muchas congregaciones, he sido llama­do aparte por miembros de la iglesia local para plantearme problemas personales, algunos casi in­fantiles. Se sorprenden cuando les pregunto: » ¿Tie­nes hijos espirituales?» Esto me ahorra tiempo y aclara los más oscuros interrogantes.

Los hijos mejoran la conducta de los padres. -Por dar buen ejemplo a los hijos, los padres cuidan las palabras y los hechos. Quisieran tomarse ciertas libertades, pero se abstienen por amor a los peque­ños. Cuando el cristiano tiene lujos espirituales, aprende el consejo de Pablo a Timoteo: «Cuida de ti mismo y de la doctrina.» Trata de no hablar aque­llo que pueda ser nocivo a los nuevos creyentes, cuida sus actos y su libertad, incluso, para no hacer tropezar a uno de los escogidos del Señor.

Recuerdo a un hermano en la fe que casi se complacía en llegar tarde al culto. Nadie le hacía cambiar esta actitud. Pero un buen día ganó para el Señor a un compañero de trabajo. Su alegría era incomparable. Comenzó a llegar a tiempo y hasta antes de tiempo a los servicios, Al felicitarle por su puntualidad, me dijo: «No le puedo dar malos ejemplos a mi hijo espiritual.»

Por algo el apóstol declara: «Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica» (1 Co. 10:23).

Los hijos alegran el hogar. -Ya es harto repetido lo de: «Un hogar sin niños es como un jardín sin flo­res». Pero no por eso deja de ser una grandísima verdad. Hasta los mismos ancianos se renuevan cuando llegan los niños al hogar.

El hogar espiritual, el templo, puede ser alegrado con música, flores y cultos especiales, pero nada supera la alegría de los nacidos de nuevo, los niños en el Señor. En el cielo también hay gozo, dijo el mismo Señor Jesucristo.  

Es poco lo que se puede añadir a todo lo que se ha dicho sobre la oveja, la moneda, y el hijo perdidos. Sin querer violentar interpretaciones ni satisfacer caprichos» diré que ha sido de gran ben­dición para mí y para otros ver lo de la moneda perdida así (leer Lucas 15:8-10):

  1. a) La moneda es una que se pierde entre diez.

No eran muchas.

  1. b) La pierde una mujer que representa a la iglesia. Se pierde o la pierden dentro de la casa.
  2. d) Era una cosa que se daba por ganada.
  3. e) La moneda era griega, que da un sentido algo universal, no era judía.
  4. f) La mujer enciende una luz para buscarla.
  5. g) Coge la escoba y barre.
  6. h) Se pierden las monedas guardadas, no las empleadas.
  7. i) Llama a las vecinas.
  8. j) El gozo.

Resumen

Para todos los evangelistas es cosa común al pre­dicar en campañas de iglesias ver miembros de la congregación local ir al frente respondiendo al llamado de arrepentimiento y aceptación de Cris­to como Salvador. He visto repetirse esto con hijos de pastores y hasta un capellán del ejército nos ha confesado haber encontrado a Cristo después de veinte años de ejercer su cargo de clérigo militar.

En ocasiones los pierde la propia iglesia, la mu­jer. Se han perdido dentro de la casa.

El hallazgo sucede cuando la mujer se da cuenta de la moneda perdida y enciende la lámpara. Luz de la palabra y fuego del Espíritu son necesarios para la búsqueda efectiva dentro.

Toma la escoba, que es la oración, sin la cual no hay avivamiento legítimo, esa escoba que registra los lugares oscuros y sucios para sacar lo perdido.

Se pierden las monedas no empleadas. Hay miembros de iglesias guardados en los archivos, en los pañuelos de los pastores, de manera que cuando éstos se suenan las narices, caen y se pierden. El pañuelo, dijo alguien, es para secar el sudor por el trabajo duro y no para guardar el producto del trabajo Cada día me gusta menos eso de las almas ganadas, más bien diría nuevos discípulos o recién nacidos en Dios.

Entonces la mujer llama a los vecinos. Este es el testimonio. Hay un motivo para ello. Algo está su­cediendo dentro de la casa. No les llaman durante la búsqueda, sino cuando está salvada la moneda. «Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a sal­var lo que se había perdido» (Luc. 19: 10).

Y por fin hay gozo en la tierra y en el cielo.

San Juan dice que no hay otro gozo mayor para él que saber que sus hijos andan en la verdad.

Los hijos reviven el amor. -Mi padre es un hombre muy sensible, pero poco cariñoso. Rara vez nos besaba, y a mi mamá casi nunca. Después de mí vinieron al mundo cinco hermanitos completando un total de diez. Pero cada vez que nacía uno mi padre se ponía muy cariñoso; besaba a mamá y se volvía como loco trayendo comida y golosinas para la casa.

En la familia de la fe los recién nacidos en Cristo renuevan el amor, y hasta se hace contagioso el testimonio del milagro de la reproducción.

Los hijos dan responsabilidad y experiencia. – Las madres gustan de las mismas cosas que cualquier otra mujer, pero su lugar en todo momento está al lado de sus hijos. La responsabilidad que da el amor es única. Cristo dijo que el que hace todo lo que se le ordena es siervo inútil. Las madres siem­pre hacen mucho más de lo que se les pudiera or­denar. Muchas veces ha llegado un creyente muy preocupado a pedirme un estudio de la Biblia, porque tiene a un discípulo que le pregunta, que le exige alimento, y se siente responsable de dárselo.

Cuando el Espíritu pone el sentimiento de ma­ternidad en el creyente, muy pronto gana en ex­periencia. En seguida se da cuenta que el recién nacido no ve casi nada en los primeros días. El viene de pronto de las tinieblas a la luz y le falta vista y mente para captar las formas y colores de la nueva vida. Es un tiempo de mucha paciencia. El bebé necesita calor, por eso llora con frecuencia en las noches de invierno. El no sabe cubrirse. La madre aprende a dormir velando.

El niño pequeño necesita ser alimentado; no sabe comer solo; nece­sita ser llevado; no sabe andar. La madre hablará también por él; el niño no sabe hablar. Y en todo esto cuenta más la experiencia que cualquier teo­ría aprendida en los libros. La madre llega a ser un poco médico, modista, criada y maestra.

La maternidad evita la división

En el primer libro de Reyes, capítulo, 3, se en­cuentra la historia de dos mujeres que reclaman la maternidad de un niño. Para aclarar el asunto, fueron a juicio ante el rey Salomón. Contaron lo ocurrido, cada una a su manera, agregando que el niño era suyo. El rey pidió una espada y dijo: «Par­tid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra. Entonces la mujer de quien era el hijo vivo, dijo: ¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo y no lo matéis. Mas la otra dijo:

Ni a mí ni a ti; partidlo. Entonces el rey respondió y dijo: Dad a aquella el hijo vivo y no lo matéis; ella es su madre.»

Si miramos bien el fondo de los que causan di­visiones inútiles; los llamados ladrones de ovejas; puede que tengan mucha doctrina, algo de super­ espiritualidad, dinamismo y otras cosas, pero les falta maternidad espiritual. El que tiene este sen­timiento de maternidad, quiere que los hijos vivan y no que sean divididos y mueran.

Al mencionar esto debo excluir los muchos ca­sos de creyentes que ellos mismos descubren que mueren de frío e inanición, y buscando calor y alimento se refugian donde lo hay. Una de las cau­sas de los éxodos de la historia es la búsqueda de alimentos. No es pues, extraño, que también lo sea en el sentido espiritual.

Por otro lado, el fue­go siempre atrae a sí a las personas. Hasta cuando hay un incendio en la ciudad, la policía tiene que luchar con el público que, desafiando el peligro, se amontona junto al siniestro como hechizado por las llamas. Hay otras muchas razones por las que el fuego atrae, pero eso llevaría capítulo aparte.  

Sin embargo, todos los hijos venidos de otras casas no son motivados por los sentimientos ante­riores. Me refiero a los que se pasan de una con­gregación a otra por problemas. No nos engañe­mos. A la larga, esos hijos que han seguido siendo niños a pesar del tiempo, y tan niños que piensan que cambiando de lugar van a cambiar de condi­ción, cuando lo que hacen es cambiar de sitio el problema que llevan dentro.

Estos hijos adoptivos lo que hacen es contagiar con sus malos hábitos a los hijos bien habidos. Ante estos malos engendros no tengo más que una actitud: hablarles como se habla a los niños malcriados para que regresen a la casa de sus padres.

San Pablo rehusó predicar donde Cristo había sido predicado. ¡Vaya sabiduría la del Apóstol! Se engañan los que piensan que es terreno fácil pescar en viveros, ganar a los ganados, hacer pro­sélitos de los prosélitos. Lo más probable es que recojan cizaña en vez de trigo; ovejas estériles y espíritu de división. Más que desear hacer números de esta manera, debiéramos decir: Señor, líbranos del hijo ajeno.

Somos llamados a formar un hogar, engendran­do hijos; no a hacer un orfanato o un centro de rehabilitación de menores.

Cuando un legítimo despertar tiene lugar, más que robar ovejas, lo que hay que hacer es poner guardas en la puerta para que no entren las ajenas.

Tomado de «El milagro de la reproducción» (Edi­torial CLIE, Moragas y Barret, 113, Tarrasa, Bar­celona, España).

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 6 -abril 1982