Por Francis Schaeffer

En su libro ¿Cómo pues, viviremos? Francis Schaeffer examina el destino de una declinante cultura occidental que ha ido sustituyendo gradualmente una perspectiva mundial cris­tiana, basada en absolutos universales que dan significado a la existencia y a la moralidad, por conceptos humanistas.

Francis Schaeffer, es un renombrado escritor conferencis­ta, filósofo y teólogo cristiano. Es considerado como uno de los pensadores evangélicos más prominentes de nues­tros días. Su análisis de la civilización occidental es el resultado de cuarenta años de estudio del humanismo y las verdades fundamentales del cristianismo. El y su espo­sa Edith son los fundadores y directores residentes de L’Abri, una comunidad cristiana en los Alpes suizos.

Poco a poco, aquello que se había convertido en la forma básica del pensamiento del hombre moderno (humanismo) llegó a ser el punto de vis­ta casi totalmente aceptado, un consenso casi mo­nolítico. Y al llegar a la mayoría de la gente por medio de la pintura, la música, el drama, la teolo­gía y los medios masivos de la comunicación, los valores murieron. Cuanto más débil era el con­senso dominado por el cristianismo, más adopta­ba, la mayoría de la gente, dos empobrecidos va­lores: la paz personal y la opulencia.

Paz personal significa que no lo inmiscuyan a uno, que no lo molesten con los problemas de los demás, ya sea que estén al otro lado del mun­do o de la ciudad – es vivir con la posibilidad mí­nima de ser personalmente incomodado. Esta paz personal significa el deseo de que mi patrón de vida transcurra sin molestias, sin importarme las consecuencias que esto pueda tener en las genera­ciones futuras. Opulencia significa una prosperi­dad arrolladora y siempre en aumento – una vida estructurada en cosas, cosas y más cosas – un éxito que se juzga por un nivel siempre ascendente de abundancia material.

Durante varias generaciones, prevaleció un con­cepto fragmentado del conocimiento y de la vida y era enseñado a los jóvenes por muchos profeso­res en las universidades alrededor del mundo. Cuando los estudiantes del comienzo de la década de los sesenta preguntaban a sus padres y a los demás el por qué de la educación, se les decía en tantas palabras o por implicación que las estadísticas demostraban que un hombre educado era capaz de ganar mucho más dinero. Y cuando pre­guntaban la razón de ganar más dinero, la res­puesta era: «Para que puedas enviar a tus hijos a la universidad». De acuerdo a esta respuesta, no ha­bía significado para el hombre ni para la educa­ción.

Estos conceptos fueron popularizados por la mayor parte de los medios de comunicación, ver­tiéndolos en una incesante corriente, de manera que toda una generación había sido inyectada desde su nacimiento con la enseñanza que la ra­zón conduce al pesimismo cuando se relaciona al significado de la vida y a los valores permanen­tes. Esta había sido la atmósfera de esa genera­ción. No tenía ninguna memoria personal de los días cuando el cristianismo ejercía una influen­cia mayor en el consenso. Los que estaban en las universidades se consideraban a sí mismos como pequeños computadores controlados por uno más grande, el de la universidad, el que a su vez era gobernado por uno aun más grande, el del estado.

La ética laboral, con significado dentro de la estructura cristiana, se había convertido ahora en algo feo sin su fundamento cristiano. El trabajo se transformó en un fin en sí mismo, sin ninguna motivación y sin valores para determinar qué ha­cer con el producto ganado. Y de repente, en 1964, en la Universidad de California, en Berke­ley, los estudiantes llevaron a las calles estas ideas sobre la sin razón del hombre.

¿Por qué habría de sorprenderse alguno? Muchos de los maestros en­señaban la total falta de significado del hombre y la ausencia de los absolutos, pero ellos mismos vivían inconsistentemente dependiendo de la me­moria del pasado. ¿No era natural que una gene­ración comenzara a vivir en base a lo que se les había enseñado? Y en Berkeley, en 1964, los resultados se hicieron plenamente visibles.

Debido a que la única esperanza para un signi­ficado se había situado en el área de la sin razón, las drogas hicieron su aparición. Estas se habían usado mucho tiempo antes, pero siguiendo las ideas de Aldous Huxley, muchos estudiantes consideraban ahora el uso de las drogas como una ideología y algunos, como una religión. La espe­ranza era que las drogas dieran significado a la existencia «dentro de la cabeza de uno», en con­traste con la verdad objetiva que habían desecha­do.

El sicólogo Timothy Leary, por ejemplo, de­cía que las drogas eran los sacramentos de la nueva religión. Pero en realidad, el uso de las drogas era solamente un salto más, un intento de encon­trar el significado en el ámbito de la sin razón.

En Berkeley, el Movimiento de Libre Expre­sión se levantó simultáneamente con el mundo hippie de las drogas. En su comienzo no fue polí­ticamente ni de izquierda ni de derecha, sino más bien un llamado a la libertad de expresar cual­quier punto de vista político en la Plaza Sproul. Pronto se convirtió en el Movimiento de la Expre­sión Sucia en el que libertad era el derecho de gri­tar obsenidades a través de un micrófono. Poco después llegó a ser plataforma para la Nueva Iz­quierda política que seguía la enseñanza de Her­bert Marcuse, un profesor de filosofía de la Uni­versidad de California, alineado con el Neo-Mar­xismo.

Por un tiempo los jóvenes pelearon contra los empobrecidos valores de sus padres de paz perso­nal y opulencia -fuesen sus medios de lucha la Nueva Izquierda de Marcuse o la ideología de las drogas. La gente joven quería más de la vida que sus padres. Estaban en lo cierto con el análisis del problema, pero errados en sus soluciones.

Al terminar los años sesenta y comenzar los setenta había probablemente el mayor número de personas que tomaban alguna forma de droga y a una edad más joven que jamás haya sido visto. Pe­ro las drogas ya no eran una ideología. Eso había terminado. Eran solo el escape que había sido tradicionalmente en muchos lugares del mundo en el pasado.

El humanismo, el hombre partiendo únicamen­te de sí mismo, había destruido la antigua base de los valores y no podía encontrar la manera de ge­nerar con seguridad ningún valor nuevo. En el va­cío resultante, las propiedades sin recursos de la paz personal y la opulencia, se habían erguido su­premas. Y ahora, ¿qué quedaba para la mayoría de los jóvenes después de la muerte de las falsas esperanzas de las drogas como una ideología, y del marchitamiento de la Nueva Izquierda? Solo la apatía. En los Estados Unidos, en el comienzo de los años setenta, la apatía era casi total. En contraste con los activistas políticos de los sesen­ta, pocos jóvenes se acercaban a las urnas cuando la edad para votar se redujo a dieciocho años. La esperanza se había ido.

Después de la agitación de los sesenta, muchas personas creyeron que era mucho mejor ahora que las universidades estaban quietas. Yo pude haber llorado, porque los jóvenes habían estado en lo cierto en su análisis aunque equivocados en sus soluciones. Era peor; muchos habían perdido la esperanza y sencillamente aceptaron los mis­mos valores que sus padres -paz personal y afluen­cia.

Las nuevas drogas se quedaron, pero solo co­mo paralelo al alcohol de la generación vieja y el alcoholismo se convirtió en un problema entre los jóvenes también. La promiscuidad sexual y la bi­sexualidad quedaron, pero solo como un paralelo al adulterio de la generación vieja. En otras pala­bras, cuando los jóvenes se rebelaron contra sus padres, hicieron un enorme círculo -y a menudo acabaron más bajo que ellos- y con los mismos empobrecidos valores: su propia clase de paz per­sonal y su propio tipo de opulencia.

LA LEY SOCIOLOGICA

En los Estados Unidos se desarrollaron muchos otros problemas prácticos como consecuencia del deseo del hombre de independizarse de la revela­ción de Dios, dada en la Biblia y por medio de Cristo, y poco a poco alcanzaron sus conclusiones naturales. Sociológicamente, la ley es rey (la Lex Rex de Samuel Rutherford) ya no era la base del gobierno en la que la ley en vez de los juicios arbi­trarios de los hombres era la que regía y en la que se obtenían amplias libertades sin caer en el caos.

Si el sistema sigue operando todavía de cualquier manera, se debe mayormente a la continuación de la pura inercia de los principios del pasado. Pero este préstamo no puede seguir para siempre.

La ley civil ha avanzado hacia su conversión en ley sociológica. El distinguido jurista y juez de la Suprema Corte de Justicia, Olivef Wendell Holmes, Jr., dio un paso gigante en esta dirección. En La Ley Común, Holmes dice que la ley se basa en la experiencia. Frederick Moore Vinson, expresi­dente de la Corte Suprema de Justicia de los Esta­dos Unidos articuló este problema cuando dijo:

«No hay nada más cierto en la sociedad moderna. que el principio de que no hay absolutos». Todo es relativo; todo es experiencia. De pasada debe­mos anotar esta marca curiosa de nuestro tiempo:

El único absoluto permitido es la insistencia abso­luta que no hay absolutos.

Con estas dos declaraciones, la ley solo tiene un contenido variable. La mayor parte de la ley mo­derna no se basa ni siquiera en los precedentes; es decir, no se apega necesariamente a una continui­dad con las decisiones legales del pasado. De ma­nera que dentro de un amplio margen; la Consti­tución de los Estados Unidos puede ser interpretada de cualquier manera que las cortes del pre­sente lo quieran, basando sus decisiones en lo que la corte sienta sea de beneficio sociológico en ese momento.

A veces esto produce un resultado fe­liz, por lo menos temporalmente; pero una vez abierta la puerta, cualquier cosa se puede conver­tir en ley y los juicios arbitrarios de los hombres se convierten en rey. La ley está ahora a merced de las cortes y éstas no solo interpretan las leyes que los legisladores han hecho, sino que las hacen también. Lex Rex se ha convertido en Rex Lex. El juicio arbitrario con respecto al bienestar socio­lógico del día es rey.

El gobierno comunista se caracteriza por sus absolutos arbitrarios, pero hay también, de este lado de la Cortina de Hierro, una tendencia en el mismo sentido. Eso significa que se pueden hacer tremendos cambios de dirección y la mayoría de la gente los acepta sin cuestionarlos, sin importarles lo arbitrarios que sean o la magnitud del rompi­miento que eso tenga con las leyes o con el con­senso del pasado.

No quedan muchas alternativas cuando el con­senso cristiano muere. Una de las posibilidades es el hedonismo, en el que cada hombre hace lo su­yo. Querer construir una sociedad basada en el hedonismo conduce al caos. Un hombre podría vivir en una isla desierta y hacer lo que quisiera dentro de los límites estructurados del universo, pero tan pronto dos hombres vivan en la isla, no podrán ambos hacer sencillamente lo que les plaz­ca si han de vivir en paz. Imagínese a dos hedonis­tas encontrándose sobre un puente angosto que atraviesa un turbulento río: ninguno podrá hacer como le plazca.

Una segunda posibilidad es el absolutismo del voto del 51 por ciento. Durante los días de una cultura más cristiana, un solo individuo podía juzgar y amonestar a la sociedad con la Biblia, sin tornar en cuenta el voto de la mayoría, porque había un absoluto por medio del cual juzgar. Ha­bía un absoluto tanto para la moral como para la ley. Pero en la medida en que el consenso cristia­no desaparezca, este absoluto se nulifica como una fuerza social.

Recordemos que, con base en el absolutismo del voto del 51 por ciento, Hitler te­nía perfecto derecho de hacer como quisiera si contaba con el respaldo popular. Sobre este fundamento, la ley y la moral se convierten en un asunto de promedios. Y si la mayoría del voto lo respaldara, sería «correcto» matar a los ancianos, a los incurables, a los dementes y otros grupos podrían ser declarados como no personas sin que voz alguna se levantase en su contra.

Si no hay absolutos y no nos gusta ni el caos del hedonismo ni el absolutismo del voto del 51 por ciento, nos queda solo una otra alternativa: un hombre o una élite ejerciendo absolutos auto­ritativos y arbitrarios.

Esta es una ley muy sencilla pero profunda: Cuando no hay absolutos que juzguen a la socie­dad, entonces la sociedad misma es absoluta. La sociedad se queda con un hombre o una élite que llene el vacío dejado por la pérdida del consen­so cristiano que originalmente nos da forma y li­bertad en la Europa del Norte y en el Occidente. Dentro del comunismo» la voluntad de la élite ha ganado y el gobierno se ejerce con absolutos arbi­trarios impuestos por la élite. Los absolutos po­drían ser esto hoy y aquello mañana.

CONCLUSIONES NATURALES DEL HUMANISMO

El humanismo ha llegado a sus conclusiones na­turales. Ha descendido hasta el punto visto hace tiempo por Leonardo da Vinci que, partiendo únicamente del hombre, las matemáticas condu­cen solo a detalles y éstos solo a técnicas. El hu­manismo no tuvo manera de encontrar lo univer­sal en las dimensiones del significado y los valores. Mi hijo Franky lo ha dicho de la siguiente mane­ra: «El humanismo ha cambiado el Salmo 23 así:

Comenzaron con – Yo soy mi pastor Siguieron con – Las ovejas son mi pastor

Luego con – Todo es mi pastor

Para finalizar con – Nada es mi pastor.

Hay un deseo suicida inherente en el humanis­mo – una fuerza impulsiva de acabar a golpes con el fundamento que hizo posibles nuestras liberta­des y nuestra cultura.

En la antigua Israel, cuando la nación se había apartado de Dios, de su verdad y sus mandamien­tos dados en las Escrituras, el profeta Jeremías clamó que la muerte estaba en la ciudad. No solo hablaba de la muerte física en Jerusalén, sino de una más extensa. Había muerte en la polis, es decir muerte en la totalidad de la cultura y la so­ciedad porque se habían apartado de lo que Dios les había dado en las Escrituras.

En nuestra era, el hombre destruyó sociológi­camente la base que le había dado la posibilidad de tener libertad sin caos. Los humanistas han determinado golpear hasta matar el conocimien­to de Dios y el entendimiento que Dios no ha estado callado, sino que ha hablado en la Biblia y por medio de Cristo – y han decidido hacerlo, aunque cause el fin de los valores con la muerte de ese conocimiento.

Vemos dos efectos con la pérdida de nuestros significados y valores. El primero es la degenera­ción. Piense en la Time Square de la ciudad de Nueva York – la calle 42 y Broadway. Si uno vi­sita lo que un tiempo fue la hermosa Kalver­straat en Amsterdam, la encontrará igualmente escuálida. Lo mismo sucede con las viejas calles de Copenhague. ¡Pompeya ha regresado! Las marcas de la Roma antigua son nuestras cicatri­ces: degeneración, decadencia, depravación, amor a la violencia. La situación está a la vista. Si abri­mos los ojos la veremos. Si la vemos, nos preocu­pará.

Pero hay un segundo resultado que es más ame­nazador y que muchos no ven. Este segundo efec­to es que la élite existirá. La sociedad no puede soportar el caos. Algún grupo o alguna persona llenará el vacío. Una élite nos ofrecerá absolutos arbitrarios y ¿quién podrá ponerse en su camino?

¿Lo hará la mayoría silenciosa? La así llamada mayoría silenciosa estaba y está dividida en una minoría y una mayoría. Su minoría son los cris­tianos que tienen una verdadera base para los va­lores o aquellos que por lo menos tienen memoria de los días cuando los valores eran reales. Su ma­yoría se ha quedado únicamente con sus dos po­bres valores de paz personal y opulencia.

¿Defenderán los hombres sus libertades con valores así? ¿Las cederán paso a paso, pulgada por pulgada, mientras su propia paz personal y pros­peridad sean mantenidas y no amenazadas y mien­tras se les entregue lo que quieren? Hay diferen­cias en los estilos de vida entre los jóvenes y la ge­neración vieja. Hay tensiones entre el pelo largo y el corto, entre los que usan y no usan drogas, en­tre cualesquiera que sean las distinciones externas del momento.

Pero ambos se apoyan sociológica­mente, porque ambos se abocan a los valores de la paz personal y la opulencia. Mayormente la iglesia no es de ayuda tampoco, porque por mucho tiempo un gran sector suyo ha estado enseñando solo un humanismo relativista usando terminolo­gía religiosa:

Creo que la mayor parte de la mayoría silen­ciosa, jóvenes y viejos, dejarán perder sus liberta­des sin levantar la voz mientras no se les amenace sus estilos de vida en particular. Y puesto que la paz personal y la opulencia son tan a menudo los únicos valores que cuentan en la mayoría, los po­líticos saben que para ser elegidos tienen que pro­meter estas cosas. La política ya no es un asunto de ideales, porque los hombres y las mujeres ya no son movidos por los valores de la libertad y la verdad. Se ha convertido en una máquina que su­pla a sus electores con el lustre de la paz personal y la opulencia. Los políticos saben que no habrá protestas mientras la gente tenga estas cosas, o al menos la ilusión de ellas.

Edward Gibbon señala en su libro La Declina­ción y la Caída del Imperio Romano, que las si­guientes cinco características marcaban a Roma en su fin: primero, un apego creciente a la osten­tación y al lujo (esto es opulencia); segundo, una distanciación cada vez más grande entre los muy ricos y los muy pobres (esto podía darse entre países de la misma familia de naciones como den­tro de una misma nación); tercero, una obsesión por el sexo; cuarto, monstruosismo en las artes, tras la máscara de originalidad y entusiasmos pre­tendiendo ser creatividad; quinto, un deseo super­lativo de vivir del estado. Todo esto lo estamos viviendo ahora. Hemos viajado por un camino muy largo y estamos de vuelta en Roma.

LAS ALTERNATIVAS

En tales circunstancias, parece que solo hay dos alternativas en la corriente natural de los aconte­cimientos: primero, un orden impositivo o, segun­do, que nuestra sociedad afirme de nuevo esa base que dio libertad sin caos en primer lugar – la reve­lación de Dios en la Biblia y a través de Jesucristo. Ya hemos visto muchas de las implicaciones de un orden impuesto. Pero en vez de darnos por venci­dos con las manos en alto, deberíamos de tomar en serio la segunda alternativa.

Sin embargo, los valores cristianos no pueden ser aceptados como un utilitarismo superior, solo como un medio para alcanzar un fin. El mensaje bíblico es la verdad y demanda un compromiso con la verdad. Significa que nada es el resultado de lo impersonal más el tiempo, más la suerte, que hay un Dios infinito y personal, Creador del universo, el continuum del espacio y del tiempo. No olvidemos que sobre esto fue que edificaron los fundadores de la ciencia moderna. Significa la aceptación de Cristo como Señor y Salvador, y vivir bajo la revelación de Dios.

Aquí residen la moral, los valores y el significado, inclusive el significado para las personas que no son el mero resultado de un average estadístico. Esto no es ni utilitarismo, ni un salto fuera de la razón; es la verdad que da unidad a todo el conocimiento y a la vida. Esta segunda alternativa significa que los individuos deberán venir a un lugar donde tengan este fundamento para influenciar al consenso. Es­tos cristianos no tienen que ser la mayoría para influenciar a la sociedad.

Alrededor del año 60 D. C., un judío cristiano que conocía el pensamiento griego y el romano de sus días escribió una carta a los que vivían en Roma. Les dijo que los puntos de integración de la perspectiva mundial de los griegos y de los ro­manos no eran suficientes para responder a las interrogantes propuestas por la existencia del universo y su forma o por la unicidad del hombre. Y, sin embargo, rechazaron y suprimieron aquello que era la respuesta.

«Porque la ira de Dios se re­vela desde el cielo contra toda impiedad e injus­ticia de los hombres, que con injusticia suprimen la verdad, porque lo que se conoce acerca de Dios es evidente dentro de ellos (es decir, la uni­cidad del hombre en contraste con el no-hombre), pues Dios se lo hizo evidente. Porque desde la creación del mundo, sus atributos invisibles, su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, entendiéndose por medio de lo creado (es decir, la existencia del universo y su forma), de manera que no tienen excusa».

Aquí dice que el universo y su configuración y la forma del hombre hablan de la misma verdad que la Biblia ofrece con grandes detalles. La base del retorno a un cristianismo más plenamente bíblico en los días de los reformadores fue el co­nocimiento de que Dios existe y no ha estado ca­llado, sino que ha hablado a las personas en la Bi­blia y por medio de Cristo. Era un mensaje de la posibilidad que tenían las personas de regresar a Dios en los méritos de la muerte de Cristo sola­mente.

Pero con esto vinieron muchas otras reali­dades, incluyendo la forma y la libertad que tie­nen la cultura y la sociedad edificadas en ese cris­tianismo más bíblico. La libertad que esto produ­jo fue colosal y, sin embargo, con las formas ofre­cidas por las Escrituras, no condujeron al caos. Y es esto lo que nos puede dar esperanza para el fu­turo. 

Adaptado de ¿Cómo pues, viviremos? por Francis A. Schaeffer. Derechos reservados en español por Logoi, Inc. Usado con permiso.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol. 3 nº 12 abril 1981