Por Derek Prince

La santidad es un atributo único de Dios. Dios posee muchos otros atributos, tales como el amor, la sabiduría y el poder; estos los podemos enten­der en cierta medida refiriéndonos a personas o a cosas en la dimensión natural que despliegan estas cualidades. Pero la santidad no tiene ningún para­lelo en lo natural. Es singular.

Juan Wesley definió la santidad como «amor perfecto». Sin embargo, prefiero una definición que dice que la santidad es una combinación de la justicia y el amor de Dios. El amor dice: «Ven». la justicia dice: «No eres digno de venir». Hay una cierta tensión integrada en la santidad.

De la misma manera, hay un aspecto negativo y uno positivo en la santidad. La mayoría de las así llamadas iglesias o movimientos de santidad han enfatizado lo negativo: No hagas esto, no va­yan a esos lugares; no coman; no toquen. Pero en Colosenses 2 :20-23, Pablo las despide como «mandamientos y enseñanzas de los hombres» completamente inadecuadas para la vida cristiana.

Hay, sin embargo, un aspecto negativo de la santi­dad que se basa en lo positivo. Si queremos alcan­zar la santidad de Dios, que es enteramente positi­va, entonces hay ciertas cosas que son inconsisten­tes con ella, tal como la inmoralidad. Lógicamen­te, tenemos que abstenernos de estas para alcan­zar la santidad de Dios.

LA SANTIDAD – UNA CARACTERISTICA DEL PUEBLO DE DIOS

La Palabra de Dios nos dice que la santidad de­be ser una característica del pueblo de Dios.

Además, tuvimos padres terrenales para disci­plinamos, y los respetábamos, ¿con cuánta más razón no estaremos sujetos al Padre ele nuestros espíritus, y viviremos?

«Porque ellos nos disciplinaban por pocos días como mejor les parecía, pero El nos disciplina para nuestro bien, para que participemos de su santidad» (Heb. 12:9

De manera que el deseo de Dios es que partici­pemos de su santidad. El versículo 14 agrega esto:

«Buscad la paz con todos, y la santificación, sin la cual nadie verá al Señor».

Primeramente, tenemos que buscar la santidad, dedicarnos a ella y hacerla un objetivo. En segundo lugar, si querernos alcan­zarla, tendremos que buscar la paz con todos los hombres. Tenemos que hacer el intento de vivir en paz, no permitiendo disputas ni desacuerdos que estén en nuestro poder evitar. El escritor de Hebreos hace una solemne advertencia también. Dice que no veremos al Señor a menos que sea­mos partícipes de su santidad.

Un segundo pasaje que expresa el deseo de Dios es 1 Tesalonicenses 4:3: «Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación». El ver­sículo 44 continúa diciendo: «Que cada uno de vosotros sepa cómo poseer su propio vaso en santificación y honor».

El vaso es el cuerpo. Es la vasija de barro en que mora el espíritu del hombre. Hay muchos cristianos que creen que el cuerpo es algo malo; algo de lo que se avergüenzan. Pero el cuerpo es bueno. Es uno de los logros supremos del genio creativo de Dios. David dice de su propio cuerpo en el Salmo 139: 14: »’Formidables y maravillosas son tus obras».

¿Por qué debe todo cristiano mantener su cuer­po en una condición de santidad? Contestaremos combinando dos versículos: «El Altísimo no habi­ta en casas hechas por mano de hombres» (Hech. 7:48); «O, ¿no sabéis que vuestro cuerpo es tem­plo del Espíritu Santo, quien está en vosotros?» (1 Cor. 6: 19). Dios ha dispuesto morar en un templo sobre la tierra – no en un edificio hecho con las manos – sino en el cuerpo del creyente santificado. Por lo tanto, a todos nos corresponde saber cómo mantener el cuerpo como morada digna de Dios.

LOS AGENTES DE LA SANTIFICACION

Hay cinco agentes en el proceso de la santifica­ción. El primero es el Espíritu Santo. Sin él no te­nemos esperanza de llegar a ser santos.

«Porque Dios os ha escogido desde el principio para salvación mediante la santificación por el Espíritu» (2 Tes. 2: 13).

La iniciativa en la santificación, como en todo proceso redentivo, es de Dios y no del hombre. Comienza con la elección de Dios desde la eter­nidad. De allí en adelante, la secuencia de sucesos en el tiempo es como sigue: El Espíritu Santo co­mienza a ejercer su influencia en nosotros; nos se­para del camino ancho de la destrucción en el que hubiésemos seguido sin él; nos presenta cara a ca­ra con la verdad (Jesús mismo es la Verdad); nos imparte fe para creer la verdad; y creyendo esa verdad entramos en la salvación.

Pablo nos dice en Efesios 2: 8 que somos salvos por medio de la fe, y que esta fe no viene de nosotros, sino que es un don de Dios que viene por el Espíritu Santo.

En este sentido podemos definir la santifica­ción como «separados para Dios». En muchos ca­sos el proceso comienza mucho antes de que el in­dividuo venga a conocer personalmente a Dios. El apóstol Pablo decía que él había sido separado desde el vientre de su madre (Cal. 1: 15). Dios dijo a Jeremías que él lo había santificado antes de que naciese (Jer. 1 :5). Dios nos comienza a sepa­rar desde mucho antes que tengamos algún cono­cimiento de ello.

Yo puedo ver en mi propia vida, aún antes de que conociese a Dios, su intervención soberana en la que detuvo ciertos cursos de acción en mi vida y cambió ciertos patrones de conducta.

1 Pedro 1:2 presenta un cuadro similar del proceso. «Escogidos, según la presciencia de Dios el Padre (la elección de Dios, hecha en la eternidad, está basada en su previo conocimiento y nunca es arbitraria, nunca al azar) por la obra santificadora del Espíritu (el proceso por el cual el Espíritu Santo nos atrae a un lugar de confrontación con Jesucristo) para obedecer a Jesucristo y ser rocia­dos con su sangre (el Espíritu Santo nos da la gra­cia de obedecer el Evangelio y cuando hemos obe­decido, la sangre de Cristo es rociada sobre noso­tros)» .

En ambos pasajes de 1 Corintios y 1 Pedro, la iniciativa en el proceso de santificación la toma Dios, no el hombre, y el primer agente es el Es­píritu Santo.

            SEGUNDO AGENTE

El segundo agente de la santificación es la Pa­labra de Dios. «… Cristo también amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella, para santificarla, ha­biéndola purificado por el lavamiento de agua con la palabra … « (Ef. 5 :25,26).

Todo sacrificio hecho en el Antiguo Testamen­to era lavado en agua pura después de que la san­gre era derramada. En el Nuevo Testamento 1 Juan 5:6 dice que Jesús vino «mediante agua y sangre». La última es la sangre redentora de Cris­to, derramada en la cruz y la otra el agua pura de la Palabra. Cristo nos redime por su sangre; luego nos santifica y nos purifica por el lavamiento de agua por la Palabra.

Jesús ora así al Padre por sus discípulos en Juan 17: 17: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad». Una de las formas en que la Palabra de Dios nos santifica es cambiando nuestra manera de pensar. El proceso es de adentro hacia afuera; no al contrario. La manera «religiosa» de alcanzar la santificación es alargando el vestido, cortándose el pelo, no usando lápiz de labios, etc., pero Pablo dice:

«Sed transformados mediante la renovación de vuestra mente, para que verifiquéis qué es la voluntad de Dios: lo que es bueno, aceptable y perfecto» (Rom. 12:2). Efesios 4:23 dice tam­bién: «Y que seáis renovados en el espíritu de vuestra mente». El Espíritu Santo es quien hace esta renovación por medio de la verdad que es la Palabra de Dios.

A veces usamos la expresión «lavado de cere­bro» con un sentido negativo. Sin embargo, sería apropiado usarla para describir la manera en que el Espíritu Santo renueva nuestras mentes, lavándolas con el agua pura de la Palabra de Dios hasta que estén limpias.

Yo mismo he experimentado este proceso de transformación interna cuando estuve sirviendo en el ejército británico en el norte de África. En­fermé con algo que los doctores no pudieron sa­nar en ese clima. Después de casi ocho meses en hospitales, clamé a Dios con desesperación. En­tonces Dios me reveló su promesa de sanidad y de salud.

Los dos pasajes claves que Dios me dio fueron el Salmo 107: 20: «Envió su palabra y los sanó, y los libró de su ruina«, y Proverbios 4:20- 22: «Hijo mío, está atento a mis palabras; inclina tu oído a mis razones. No se aparten de tus ojos; guárdalas en medio de tu corazón; porque son vida a los que las hallan, y medicina a todo su cuerpo». Así que decidí tornar la Palabra de Dios corno mi medicina tres veces al día después de las comidas.

Surtió el efecto que Dios había prometido: me dio sanidad y salud. Hizo más que eso también. En el proceso de absorber su Palabra, ocurrió un gran cambio mental que yo no estaba esperando. Dejé de ser un filósofo convertido, pensando en generalidades vagas y abstractas. Los patrones de mi pensamiento fueron moldeados por la Palabra de Dios. Comencé a usar términos como pecado y justicia, bien y mal, Dios y el diablo. Esto cambió a su vez mi manera de vivir. De esta manera la Pa­labra de Dios me santificó cambiando mi pensa­miento.

            TERCER AGENTE

El tercer aspecto en nuestra santificación lo encontrarnos en Hechos 26: 18. Esta es la gran comisión que el Señor Jesucristo confió a Pablo cuando fue enviado a los gentiles: «Para que abras sus ojos a fin de que se vuelvan de la oscuridad a la luz, y del dominio de Satanás a Dios, para que reciban, por la fe en mí, perdón de pecados y herencia entre los que han sido santificados».

La fe es un elemento indispensable en la santi­ficación. El Espíritu de Dios y su Palabra nunca varían, pero es nuestra fe la que nos capacita pa­ra recibir lo que Dios ofrece a través de estos agentes. El proceso de la santificación será tan efectivo corno lo permita nuestra fe.

Hay, además, una conexión directa entre la Palabra de Dios y nuestra fe, porque la «fe viene del oír, y el oír por la palabra de Cristo» (Rom. 10: 17). Cuanto más escuchemos la Palabra de Dios, más se expande nuestra fe y nos ayuda a apropiamos de la provisión total que Dios ha dado para nuestra santidad.

            CUARTO AGENTE

El cuarto agente es la sangre de Jesús. Hebreos 13: 12 dice: «Por lo cual también Jesús, para san­tificar al pueblo mediante su propia sangre, pade­ció fuera de la puerta». Jesús derramó su sangre con un propósito múltiple. Uno fue para redi­mimos y el otro para santificarnos o separarnos para Dios y hacernos santos.

Es posible vivir donde el pecado y Satanás no nos puedan tocar porque estamos protegidos y santificados por la sangre de Jesús. «Si andamos en luz corno El mismo está en la luz, tenernos co­munión los unos con los otros, y la sangre de Je­sús su Hijo nos purifica de todo pecado» (1 Juan 1 :7). Este pasaje usa el tiempo presente para in­dicar una acción continua. Si caminamos conti­nuamente en la luz, continuamente tenemos co­munión y la sangre de Jesús nos mantiene conti­nuamente limpios. Permanecemos puros y sin contaminación porque vivimos en un elemento diferente a este mundo.

Esto nos lleva a otro pasaje importante. 1 Juan 5: 18 dice: «Sabernos que ninguno que es nacido de Dios, peca; pero Aquel que nació de Dios le guarda, y el maligno no le toca».

Este reto es casi atemorizante. ¿Significa que una persona que haya nacido de nuevo nunca peca de allí en adelante? Otros pasajes, junta­mente con nuestra experiencia personal hacen que esta interpretación sea inaceptable. La clave para entender este versículo es ver que Juan no está ha­blando aquí de ninguna persona o individuo, sino de una naturaleza. No es el hermano David, o la hermana María la que no pueden pecar; sino la nueva naturaleza que cada creyente recibe cuando nace de nuevo.

1 Pedro 1 :23 dice que esta naturaleza nueva na­ce «no de una simiente que se corrompe, sino de una que es incorruptible, es decir, mediante la palabra de Dios que vive y permanece». Hay un principio que nunca cambia en todas las formas de la vida. La naturaleza de la semilla determina la naturaleza de la vida que produce. Una semilla de manzana produce manzanas, no naranjas. La semilla incorruptible de la Palabra de Dios produ­ce una naturaleza que es corno la simiente: incorruptible. Esta naturaleza es el «hombre nuevo».

El es incorruptible. No peca. Esto no es cierto de cualquier individuo creyente, cuando se le consi­dera en la totalidad de su persona, pero es cierto del «nuevo hombre» dentro de cada creyente.

Esto concuerda con 1 Juan 3:9 que dice: «Nin­guno que es nacido de Dios practica el pecado porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios». El len­guaje de Juan es aquí mucho más fuerte. No sólo dice que no peca, sino que no puede pecar. La semilla incorruptible de la Palabra de Dios que mora en él, ha producido una naturaleza como ella: incorruptible. El hombre nuevo no puede ser corrompido por el pecado.

Esta interpretación es confirmada comparando tres pasajes diferentes. 1 Juan 3:9 dice: «Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado … « Juan 3:6 dice: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, es espíritu». Fi­nalmente, 1 Juan 5:4 dice: «Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo … « Juntando estas tres escrituras tenemos un ninguno, un lo y un todo. No se habla de una persona o individuo, sino de la naturaleza producida en el nuevo naci­miento de cada creyente. Esta naturaleza es inco­rruptible y no se puede derrotar; no peca ni puede pecar.

El curso que toma mi vida después que he nacido de nuevo, depende de cuál naturaleza me con­trola: el hombre nuevo o el hombre viejo. Si salgo derrotado es porque no estoy confrontando mi problema con el hombre nuevo. No se puede de­rrotar a la nueva naturaleza. Una señora que tenía una vida de victoria muy evidente contestó de la siguiente manera a la pregunta de cómo vencía las tentaciones: «Cuando el diablo toca a la puerta, dejo que Jesús le atienda». Cristo en mí es el nuevo hombre.

Satanás sólo puede tocar al hombre viejo. Dios creó a la naturaleza carnal del hombre del polvo de la tierra y cuando éste pecó Dios le dijo a la serpiente que su comida sería el polvo. La natura­leza carnal es la víctima legítima de Satanás, pero no puede tocar a la nueva naturaleza. El hombre nuevo no puede pecar, no puede ser corrompido, ni derrotado, ni tocado por Satanás.

            QUINTO AGENTE

El quinto agente de la santificación es en un sentido la clave práctica. Hablamos del lugar de la santificación: el altar.

En Mateo 23:16,17 Jesús reprende a los es­cribas por su enseñanza: «¡Ay de vosotros, guías ciegos! que decís: ‘N o es nada si alguien jura por el templo; pero el que jura por el oro del templo contrae obligación’. ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro, o el templo que san­tifica al oro?» El oro es sólo metal y por sí mismo no es santo. Pero cuando se constituye en parte del templo de Dios se vuelve santo. El templo lo santifica.

En los versículos 18 y 19 continúa diciendo: «Y: ‘no es nada si alguien jura por el altar, pero el que jura por la ofrenda que está sobre el al­tar, contrae obligación’. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda?» La ofrenda no santifica el altar. El altar sí a la ofrenda que se coloca sobre él.

Mientras el sacrificio no se colocaba sobre el altar en el Antiguo Testamento, era sólo el cuerpo de un animal; pero una vez hecho, era santo y se­parado para Dios. Esto es cierto del creyente en el Nuevo Testamento. En Romanos 12: 1 Pablo dice: «Os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestro cuerpo en sacrificio vivo y san­to, aceptable a Dios, que es vuestro culto racio­nal».

La única diferencia entre los sacrificios del Antiguo Testamento y los del Nuevo Testamento es que nuestros cuerpos permanecen con vida cuando los presentarnos en el altar. En ambos ca­sos, el principio de la santificación es el mismo. El altar santifica la ofrenda entregada en él.

Note cómo la entrega de nuestros cuerpos va juntamente con el proceso interno de la santifi­cación de nuestra mente. En el versículo 2 dice:

«No os adaptéis a este mundo, sino sed transfor­mados median te la renovación de vuestra mente, para que verifiquéis qué es la voluntad de Dios: lo que es bueno, aceptable y perfecto». El cambio interno en nuestros pensamientos y motivos no puede efectuarse hasta que no hayamos renun­ciado a todos los derechos sobre nuestros propios cuerpos y hasta que no los hayamos presentado sin reservas en el altar de Dios para que El los use como desee.

Resumamos los papeles de los cinco agentes en nuestra santificación. El Espíritu Santo nos atrae y separa para creer y obedecer el evange­lio. La Palabra de Dios, como agua pura, lava nuestras mentes y cambia nuestros pensamien­tos y actitudes y los lleva a conformarse con las normas de Dios. Nuestra fe que viene cuando oímos la Palabra de Dios, nos capacita para apropiarnos de su provisión completa. Si con­tinuarnos en obediencia, la sangre de Jesús nos guarda en un lugar de separación para Dios, donde el pecado, ni Satanás nos pueden ensuciar o derrotar. Finalmente, el altar en nuestro servicio a Dios santifica el sacrificio vivo de nuestros cuer­pos, al presentarlos sin reservas a El.

Con nuestras mentes así renovadas, percibimos y nos apropiamos de la perfecta voluntad de Dios para nosotros: que seamos un pueblo santo y a­partado para Dios. 

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Volumen 3 Nº 8 agosto 1980.