Por Jim Moore

«Vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor … » (1 Tes. 1 :6).

El Espíritu nos está enseñando a caminar como hombres de Dios. Una de sus maneras para lograrlo es por medio de hombres piadosos que nos guíen en el camino. Yo doy gracias a Dios porque estamos en un día en el que podemos decir abiertamente: «Yo soy un seguidor de ese hombre en el Señor». Fui pastor de una congregación donde un hermano solía orar de esta manera: «Señor, esconde al pastor detrás de la cruz, para que no podamos ver a nadie más que a tí». Y así era en realidad, jamás me vieron a mí y no estoy tan seguro que vieran al Señor tampoco. Ambos estábamos escondidos. No me seguían a mí ni a El tampoco.

Debo de admitir que yo había contribuído con el problema. Cuando alguien me buscaba queriendo dirección o me miraba corno ejemplo para seguir, yo le decía: «No me siga a mí. ¡Siga al Señor!» Aunque mi razonamiento era bíblico, basado en Efesios 5: 1 que dice: «Sed, pues, imitadores de Dios … «, estoy seguro que mis instrucciones de «seguir solamente al Señor» frustraba y confundía a muchas personas que estaban buscando el liderazgo espiritual palpable que yo debí haberles provisto como su pastor.

Este es un dilema que confronta a todos los cristianos – ¿hasta adónde seguimos el liderazgo de los hombres y en qué lugar comenzamos a seguir a Dios? Porque aunque muchos cristianos llenos del Espíritu tienen temor de admitir que siguen a hombres y prefieren decir: «Yo no sigo a nadie más que al Señor», la verdad es que, con mayor o menor intensidad, todos seguimos a hombres que nos guían en los caminos de Dios.

En este artículo, quiero enfocar dos declaraciones de Pablo que aparentemente se contradicen:

«Sed imitadores de mí» (1 Cor 11:1) y «Sed, pues, imitadores de Dios» (Ef. 5: 1). El caso que quiero probar es que Pablo no se estaba contradiciendo. Si las entendemos bien, estas dos declaraciones dicen la misma cosa y producen finalmente resultados idénticos. Pablo las resume en 1 Tesalonicenses 1: 6 cuando dice: «Vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor». Seguir al hombre que Dios envía es seguir a Dios. Seguir a Dios es seguir al hombre de Dios. No hay diferencia porque los resultados serán iguales.

La necesidiad de tener un ejemplo 

Bien podríamos hacer una paráfrasis de la declaración de Pablo en 1 Cor. 11: 1 donde dice «Sed imitadores de mí, como también yo lo soy de Cristo» de la siguiente manera: «Sígueme. Si no sabes como comportarte de la manera en que el Señor quiere que lo hagas, entonces observáme y aprenderás a hacerlo». Eso nos suena al principio como si estuviéramos jactándonos de nosotros mismos. La verdad es, que la mayoría de nosotros que estamos en una capacidad de líder no deseamos decir eso. Dios tiene que poner cierta clase de presión en nosotros hasta que tomemos la posición de que con la ayuda de Dios, trataremos de ser un ejemplo para aquellos que buscan nuestro liderazgo.

En 1 Cor. 4: 16 Pablo vuelve a decir: «Por tanto, os exhorto: Sed imitadores de mi. » Hay ocasiones en las que no podemos seguir al Señor porque no conocemos sus caminos lo suficientemente bien como para hacerlo.

Una de las desventajas en mi propia vida fue la de no haber tenido pastor por muchos años. A los 17 años sentí el llamado de Dios al ministerio. En diez años de universidad, seminario y pastorado, no tuve ninguna supervisión sobre mi vida por un hombre de Dios más maduro. Si bien la enseñanza escolástica fue buena, no era ningún sustituto para la relación que existía, por ejemplo, entre Pablo y Timoteo y que yo necesitaba. Mis experiencias de pastor joven fueron difíciles – aprender solo las tareas pastorales de dirigir la adoración, las bodas, los funerales y aconsejar. Más difícil aún, si no imposible sin la supervisión personal y un ejemplo para seguir, fue el desarrollo del carácter interno de un hombre de Dios.

Después de diez años de lucha, Dios por su gracia me bautizó en el Espíritu Santo y me envió a un hombre para que lo observara y aprendiera de él. Este hermano llegó a ser como un padre en el Señor para mí. El deseo de este hombre era que yo madurara. Me enseñaba la Biblia mientras nos sentábamos alrededor de la mesa en mi cocina y me llevaba con él a los lugares donde ministraba. Yo observaba y le escuchaba predicar. Después estudiaba sus enseñanzas y predicaba su mismo mensaje. Yo no sabía orar por los enfermos o echar fuera demonios, pero estaba observando a éste hombre. El se interesó por tenerme cerca para que viese y aprendiese y a menudo me decía:

«Jimmy, ven acá y oremos por este hermano». Y él oraba por la persona. Después de un tiempo comenzó a pedirme a mí que orara: «Primeramente, úngelo con aceite, y después ora por él». Así aprendí; imitando a este hombre.

Es bueno comenzar a ver que no hay nada malo en que un líder de Dios diga: «Sígueme. Haz lo que yo hago». Ninguno de nosotros sabe seguir a Dios cuando no hemos caminado con El, por eso necesitamos a alguien que nos enseñe la manera de caminar.

Avanzando hacia la madurez   

La palabra que Pablo dió a los efesios es diferente a la que dió a los corintios. A estos dijo que lo imitaran a él y aquellos que imitaran a Dios. La diferencia no es casual. Entiendo que la razón es que los efesios habían avanzado más que los corintios en su jornada hacia la madurez.

Esta jornada espiritual es digna de comentarse. Requiere mucho tiempo y experiencia. Recuerdo una lección en particular en mi propia jornada donde Dios me enseñó la importancia de aprender antes de ejecutar. Primero me dió una serie de oportunidades para aprender de otros hombres de Dios. Desafortunadamente yo no quería sólo observar y aprender – quería también hacer. Tenía » comezón» de predicar. La palabra de Dios me quemaba adentro y siempre buscaba la manera de abrir las puertas de mi propio ministerio.

Jamás olvidaré la primera reunión casera donde finalmente tendría la oportunidad de hacerlo. Después de tres meses de haber dejado mi posición pastoral y con grandes deseos de predicar, apenas podía esperar; pero un ministro a quién había conocido no hacía mucho, nos visitó esa noche inesperadamente. Como un gesto de cortesía le pedí que compartiera una palabra con nosotros. Cuando le hice el ofrecimiento, lo que tenía en mente era algo corto y no todo un mensaje.

Bueno, este predicador se levantó y compartió por hora y media. Cuando hubo terminado yo me sentía demasiado intimidado para decir algo. El había hablado de cosas de las que jamás yo había oído. En muy raras ocasiones había escuchado palabras de tanta sabiduría y visto unción semejante. Yo había comenzado la reunión pensando que esta sería una verdadera oportunidad para que este ministro aprendiera algunas cosas de mí pero Dios, riéndose de mi orgullo, me dijo claramente:

«No, Jim, esta es una verdadera oportunidad para que aprendas algunas cosas de él». Esa noche no pude predicar, sólo escuchar.

Días más tarde me invitaron a otra ciudad para ministrar a un grupo de hermanos que se reunía en un hogar. Yo estaba listo. Había estado esperando esta oportunidad durante tres meses. Pero otro hermano que acababa de recibir el bautismo en el Espíritu Santo también estaba allí y le habían pedido que diera su testimonio. Después de dos horas de testimonio, la noche estaba demasiado avanzada y todos querían regresar a sus hogares. De nuevo tuve que escuchar.

Pocas semanas después estaba en otra ciudad asistiendo a una conferencia bíblica y uno de los dirigentes se me acercó y me pidió que ministrara esa tarde. Oré y me preparé para la reunión, pero Dios se movió de otra manera y no llegué a ministrar.

En otra ocasión, estaba de visita en una iglesia y el pastor me pidió que predicara esa tarde. Fui al hotel donde me hospedaba para mudarme de ropa. Por fin tendría mi oportunidad. Pero Dios se manifestó soberanamente esa tarde sanando, liberando, y haciendo cosas extraordinarias y de nuevo no logré predicar.

Entonces vino el proverbial golpe de gracia. Dos personas más y yo íbamos a compartir las responsabilidades del ministerio en una conferencia para jóvenes. A mí me correspondía ministrar dos veces. En la primera oportunidad, un hermano que acababa de regresar del Africa llegó a la reunión en el preciso momento que me correspondía a mí. Sólo podía quedarse unas horas así que me preguntaron si podía cederle mi lugar.

Yo titubié por un momento pero accedí a darle oportunidad.

En mi segundo día, un pastor de una ciudad vecina vino a la conferencia. Iba de regreso a su congregación después de haber estado ministrando en otro lugar y estaba muy animado. Es apropiado que un hombre de su estatura comparta si está allí, pero sucede que era mi turno para predicar. Así que, de nuevo no pude decir nada.

De regreso a mi casa en mi automóvil y con mucho tiempo para pensar, Dios comenzó a tratar conmigo. Yo estaba tan enojado que lloraba. Estaba enojado con Dios y con todas aquellas personas que habían impedido que yo hablara. Pero en medio de mi frustración Dios me dijo estas palabras: «Si te quedas callado lo suficiente para aprender, yo te daré la oportunidad de hablar». Esas palabras sanaron mi «comezón» de predicar.

También me enseñó una lección importante que me ayudaría en mi jornada hacia la madurez: aprender antes de ejecutar. Después me dí cuenta de lo que me había perdido. Había estado tan ofuscado con la ambición de hablar, que no había tenido cuidado de observar la conducta de aquellos hombres que sabían cómo seguir a Dios. Comprendí con mayor claridad en esta jornada hacia la madurez (que está muy lejos de haberse terminado), que para ser un imitador de Dios es necesario ser primero un imitador del hombre que El haya enviado.

Se requiere una relación más que casual para ser un imitador. Se deben de conocer las actitudes internas así como las formas externas de la persona a quien se imita. Pablo dijo a Timoteo: «Pero tú, Timoteo, haz conocido íntimamente tanto lo que he enseñado como la manera en que he vivido. Mi propósito y mi fe no son secretos para tí. Haz visto mi perseverar, mi amor y paciencia en las dificultades y persecuciones que he tenido que afrontar. .. y sabes que el Señor siempre me ha librado» (2 Tim. 3: 10, 11 J .B. Phillips).

Tenemos por necesidad que caminar muy de cerca y por un largo tiempo con un hombre para poder imitar sus propósitos. Esto no lo aprendemos en el sermón de los domingos, escuchando una cinta, o leyendo un libro. Viene por medio de una relación de compromiso. En el caminar juntos a través de muchas situaciones, aprendemos a imitar la conducta, la fe y el amor del hombre de Dios.

«Después de diez años de lucha … Dios me envió a un hombre para que lo observara y aprendiera de él».

El objetivo en la imitación de nuestros líderes es el crecimiento y la madurez suficientes para que podamos seguir a Dios. Dios quiere que cuando la gente nos vea a nosotros, le conozcan a El. Que cuando nos oigan, sepan que estamos hablando por El.

El problema de los corintios   

¿Habrá algún peligro en seguir a los hombres? Sí, y muchos. Pero el problema de los corintios no vino de seguir a los hombres, si no en no saber cómo hacerlo.

Aunque los corintios decían ser seguidores de Pablo, Pedro, Apolo, y aún de Cristo (I Coro 1: 12), la verdad es que no lo eran. Ellos no habían recibido sus actitudes de división y espíritu sectarista de ninguno de estos hombres o de Cristo. Su conducta reflejaba lo que habían sido, y no al nuevo hombre en lo que se estaban convirtiendo (I Cor. 3 :3). Si los corintios hubiesen imitado a Pablo, sus enseñanzas y acciones, como Pablo imitó a Cristo (1 Cor. 11: 1), ellos se hubiesen visto libres de sus actitudes sectaristas.

¿Cómo podemos darnos cuenta si estamos siendo afligidos por la misma debilidad espiritual que tenían los corintios? Los siguientes tres síntomas identifican la comprensión infantil que causó el problema de Corinto:

(1) Los corintios vieron sus relaciones con los hombres a quienes seguían como algo que les dividía, en vez de algo que les unía al cuerpo de Cristo. Era una forma sutil de individualismo malsano. «Yo soy de Pablo; yo de Apolo; yo de Cefas; y yo de Cristo». (l Cor. 1: 12). Seguir a Pedro no separa de Pablo. Le une con él. Pablo y Pedro no están en desacuerdo y Cristo no está dividido. De manera que si se sigue a uno se está reconociendo al otro. La mano no está separada del pie. Para que la mano esté unida al pie tiene que formar parte del cuerpo.

Seguir a Pablo, un maestro dinámico, no debe ser causa para despreciar a Pedro, un predicador rústico. Las relaciones son las que unen al cuerpo de Cristo. La iglesia se convierte en un cuerpo que crece y funciona según estemos unidos por las relaciones.

(2) Los corintios tomaban sus relaciones de una manera egocéntrica. Esto refleja en su manera de hablar y de actuar. Eran arrogantes (1 Cor. 4:6; 18). Decían: «Yo soy de Pablo», en vez de, «Pablo es el hombre que Dios ha usado para bendecirme».

Aprovecharse de un nombre está prohibido en el reino de Dios. Debemos de tener cuidado de no sacar partido de nuestras relaciones para ganar alguna posición. Las relaciones con los hombres son para darnos vida y no posición o influencia.

Cuando Pablo quedó ciego en el camino a Da­ masco, Jesús lo envió a un discípulo desconocido llamado Ananías. Más tarde anduvo muy de cerca con Bernabé. Ninguno de estos hombres le dió posición o influencia. Le trajeron vida. Si buscas vida en el reino de Dios y no posición, encontrarás a muchos hombres de Dios poco conocidos que te ayudarán. Si buscas posición, no encontrarás a nadie.

(3) Los corintios no tenían visión del propósito mayor de Dios. No habían logrado ver que la prioridad de Dios es construir un templo, no un montón de piedras individuales. El templo es la compañía estructurada del pueblo de Dios en su edificación colectiva. Cada persona es una piedra viva incorporada en esa estructura. «¿No sabéis que sois (plural) templo de Dios?» (1 Cor 3 : 16). El significado no es que cada uno sea individualmente un templo. Lo que Pablo dice es lo siguiente: «¿No sabéis que Dios está haciendo un templo poderoso, su Iglesia – y si vosotros lo dividieseis en pequeños fragmentos, habrías causado un daño terrible?»

El templo de Dios puede ser destruído de dos maneras: rehusando ser ubicados en el lugar que Dios tiene para nosotros y permaneciendo como piedras individuales. Una vez ubicados, si usamos esa relación para separarnos y no funcionar con las otras piedras, también destruimos el templo. «Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él». (1 Coro 3: 17).

La relación nuestra con otros hombres de Dios debe de fortalecer y sustentar a las otras piedras vivas. La actitud egoísta que entró en los discípulos de Jesús vino por falta de visión de que Dios está edificando un templo integrado. «Mira, nosotros hemos dejado nuestras casas y te hemos seguido» (Luc. 18:28). Claramente implicado Pedro pregunta al Señor los beneficios que obtendría por haberle seguido. Jacobo y Juan también querían sentarse a la izquierda y a la derecha del trono de Jesús (Mat. 20:21). Y Jesús tuvo que reprender a sus discípulos cuando querían mandar fuego sobre toda una ciudad (Luc. 9: 54). Estaban preocupados con las ventajas que obtendrían al seguir a Jesús y la posición que ocuparían en su reino. Si nuestras relaciones con los hombres de Dios son motivadas por un deseo de obtener, en vez de dar, estaremos destruyendo el templo de Dios.

La solución del problema 

El problema que por muchas generaciones ha plagado a los cristianos es el de usar las relaciones que Dios da para propagar división, edificar reinos propios y alcanzar ambiciones egoístas. A esto podríamos llamar el «síndrome corintio» y sus síntomas son bien conocidos. Permítame ofrecerle tres pasos obtenidos de Las Escrituras y de mi propia experiencia para ayudarnos a imitar al hombre de Dios de una manera que Dios sea glorificado.

(1) Para imitar al hombre de Dios, necesitamos reconocer, aceptar y someternos a uno cuya autoridad en nuestras vidas sea como la de un padre. «Porque aunque tuvierais innumerables maestros en Cristo, sin embargo no tendríais muchos padres; pues en Cristo Jesús yo llegué a ser vuestro padre por medio del evangelio. Por tanto, os exhorto: Sed imitadores de mí». (1 Cor 4 : 15-16). Todos tenemos necesidad de esta autoridad de padre en nuestras vidas sea nuestra visión una nación, una familia o la iglesia.

Mi hijo puede tener muchos maestros, pero yo soy su padre. Eso me da autoridad y responsabilidad mucho más grande que la de sus maestros. Pablo podía hablar a los corintios como ningún maestro lo podía hacer. Su autoridad estaba basada en un principio espiritual. Con este fundamento, Pablo podía corregir, disciplinar, exhortar y amar de una manera que produjera un cambio profundo en las vidas de los corintios.

Este reconocimiento de autoridad de padre en nuestras vidas nos permitirá aprender los caminos de Cristo que están en él. Pablo dice: «Os he enviado a Timoteo, que es mi hijo amado y fiel en el Señor, y él os recordará mis caminos, que son en Cristo, tal como enseño en todas partes y en todas las iglesia». (1 Cor 4: 17). Pablo sabía que si los corintios aprendían sus caminos conocerían también los caminos de Dios.

(2) Para poder imitar al hombre de Dios, necesitamos desarrollar una relación personal creciente con Dios. Algunas personas piensan que si imitamos a los hombres eso debilitará nuestra relación con Dios. La verdad es lo contrario. La devoción y el amor de los efesios a Pablo es evidente en el conmovedor suceso descrito en Hechos 20 donde todos lloraron por su partida. Ellos amaban y honraban a Pablo. Esto no les estorbó, más bien intensificó su relación con Dios.

Por otra parte los corintios con todo ese clamor respecto a sus líderes, parecen haberse quedado cortos en su relación con Dios. Su mente no estaba puesta en Dios. Por eso Pablo tiene que recordarles en sus cartas que Dios es fiel, que El es el que da el crecimiento, que somos colaboradores con Dios, que somos su edificio, su campo, que ellos no se pertenecen a sí mismos si no a Dios.

La única cosa que nos mantendrá ulteriormente dentro del pacto que hemos hecho es conocer y buscar a Dios. Es su reino el que edificamos. Su iglesia su nombre, y su honor son los que están de por medio.

De nuestro compromiso con Dios sale seguir e imitar a los hombres que El manda. Un excelente ejemplo de esto lo encontramos en el rey David. Al comienzo muchos llegaron a él por necesidad. Estaban afligidos, endeudados y descontentos (1 Sam. 22:2). Pero después llegaron porque tenían visión. Habían visto a Dios y Las Escrituras dicen:

«Porque entonces todos los días venía ayuda a David, hasta hacerse un gran ejército, como ejército de Dios … entendidos en los tiempos, y que sabían lo que Israel debía hacer» (1 Cron. 12: 22, 32). «Entonces todo Israel se juntó a David en Hebrón diciendo: He aquí nosotros somos tu hueso y tu carne … Jehová tu Dios te ha dicho: Tú apacentarás a mi pueblo Israel, y tú serás príncipe sobre Israel. mi pueblo». (1 Cron. 11: 1-2). Su compromiso de seguir a David había nacido de una relación muy profunda con Dios. No debemos permitir, cuando imitamos al hombre de Dios, que nuestra vida de oración y nuestra experiencia devocional se debilite. Debemos de crecer en nuestra relación con Dios.

(3) Para imitar al hombre de Dios, necesitamos ensanchar nuestra visión del propósito total de Dios. Una traducción de Proverbios 29: 18 dice que sin una visión progresiva el pueblo vive descuidadamente. Es difícil tener la actitud de los corintios de egoísmo y de ganancia personal si vemos la plenitud del plan de Dios.

Tenemos que ver más allá de mi ministerio, mis necesidades, y mis deseos. Nosotros, de la misma manera que lo hicieron los hombres que se comprometieron con David por la visión que tenían, necesitamos desarrollar nuestras relaciones con un conocimiento más amplio de la visión y del propósito de Dios. La exhortación de Pablo en 1 Corintios 3:9 es un deseo de ampliar su visión de lo que es el propósito de Dios: «Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois campo de Dios, edificio de Dios».

Jesús ya había dicho: «La mies es mucha (Mat. 9:37). «No te pido sólo por estos, sino también por los que van a creer en mí por la palabra de ellos … para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17: 17-21).

En resumen, aquellas personas que tienen una autoridad de padre en sus vidas, que mantienen un profundo compromiso con Dios, y que buscan su lugar en la totalidad del propósito de Dios pueden ser exhortados para que sean imitadores de Dios, pero si un hombre de Dios les dice, «Sed imitadores de mí», los resultados serán los mismos.

Los cristianos que maduran honrarán al hombre de Dios. Su esfuerzo será la edificación de todo el templo. Se ocuparán de estar unidos con sus hermanos de una manera que no divida, sino que fortalezca al cuerpo de Cristo. De ellos se puede decir: «Vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor (1 Tes. 1 :6).