Existe un aspecto del ministerio cristiano al cual el joven predicador se enfrenta con notable desventaja; se trata del pastoreo de los deudos de un difunto. El misterio de la muerte desafía cualquier respuesta estereotipada, y el joven ministro, por inmadurez y total inexperiencia, se encuentra evidentemente incapacitado.

La pequeña iglesia de Burkburnett donde yo me desempeñé como pastor estudiante, tuvo su participación en la experiencia de la muerte, y muy pronto yo adquirí bastante práctica para dirigir el culto fúnebre mismo sin ninguna dificultad. Pero dar verdadero consuelo y alivio a la familia afligida por la pena era una cosa muy distinta. Al tratar de asegurarles a los deudos del amor de Dios y de su preocupación por ellos, yo mismo me daba cuenta de que mi propia vida había estado libre de tragedia personal y de pena.

Recuerdo muy bien la suave pero humillante reprensión que recibí de parte de una menudita viuda, encorvada por la pena ante la pérdida de su marido. En respuesta a mis livianas palabras de consuelo, ella se reclinó hacia mí y me palmoteó la rodilla, y con voz quebrada por la emoción murmuró: «Yo comprendo su buena intención, reverendo, pero usted es tan joven, demasiado joven para saber cómo me siento». Allí permanecí sentado, abatido de desesperación y penosamente agitado, reconociendo en mi fuero interior que lo que ella había dicho era la verdad. Desde esa ocasión hice un determinado esfuerzo de decir menos y orar más en mis esfuerzos de ministrar en ocasiones de fallecimientos.

En cada funeral recordaba el testimonio valiente y lleno del Espíritu de Sybil Mae Archer y reconocí en lo profundo de mi ser las reservas espirituales a las cuales ella había echado mano y que estaban a disposición de cada cristiano. Sin embargo, de algún modo, tan pocos miembros de la iglesia parecían estar adecuadamente preparados para enfrentar la experiencia de la muerte. Dentro de mi ser yo me preguntaba cómo reaccionaría yo cuando llegara la ocasión y la muerte alcanzara nuestro círculo familiar inmediato. ¿ Me sostendría en la prueba el amor y el consuelo del Espíritu Santo, como yo se lo aseguré a otros que sucedería? Nadie lo sabe hasta cuando tiene que enfrentarse a tal situación, y cada uno de nosotros está exento de esta experiencia final sólo temporalmente.

En el otoño de 1958, casi dos años desde el comienzo de nuestro ministerio de Washington, D.C., Alicia quedó embarazada con nuestro cuarto niño. Aunque desde un comienzo nunca se sintió mal, este embarazo pareció ser diferente. El niño debía nacer a fines de mayo, y con la llegada de la primavera nos encontramos atreados con las. muchas actividades de semana santa yel día de la resurrección. Los días volaron y Alicia, debido a que se acercaba a su séptimo mes de embarazo, sufría de constante cansancio. Un día mientras tomábamos desayuno ella miró el calendario y dio un suspiro mientras decía:

«Sólo dos meses más … si es que puedo aguantar este bebé por tanto tiempo».

Yo me sentí alarmado y solté mi tenedor, «¿Qué es lo que quieres decir con las palabras ‘si puedes aguan,tar el bebé por tanto tiempo’? ¿Qué, no te sientes bien ?»

«Oh, sí, me siento bien, creo. Sólo que… es decir … algo parece diferente esta vez». Entonces se rio y se encogió de hombros. «Pienso que deben ser los nervios solamente».

La cadena de acontecimientos que nos llevaron a la más trágica y sin embargo más gloriosa experiencia pe nuestras vidas, comenzó el Viernes Santo. Parecía haber algo de místico y con presagios con respecto al día mismo. A mediodía yo participé en los primeros minutos de un culto devocional de tres horas en la National City Christian Church en el centro de Washington y a continuación me apuré de vuelta a mi propia iglesia para bautizar una chica adolescente que no podría estar en nuestro culto de bautismo ese domingo de resurrección. Ese agradable culto privado, con sólo la niña y sus padres presentes, terminó a las tres de la tarde, la hora cuando tradicionalmente se considera que Jesús fue crucificado.

Salimos de la iglesia, posteriormente, para descubrir que la luz del día casi había desaparecido por copleto en un cielo lleno de nubes increíblemente oscuras. Era como si los elementos mismos se hubieran confabulado para conmemorar, en una manera sobrecogedora y gráfica, esa terrible hora de tragedia. Más tarde supimos que un gran número de personas en la ciudad, temiendo que esto fuera algo más que una mera coincidencia abandonó sus trabajos y oficinas y se apresuró a volver a sus  hogares para estar con sus familias.

La extraña y opresiva atmósfera prevaleció hasta bien entrada la tarde. Aun nuestros niños parecían estar extraordinariamente callados, y todos nos acostamos temprano. Cerca de medianoche Alicia me despertó, diciendo con voz forzada: «Don, mejor que llames al médico. Me temo que el bebé viene de camino».

La voz del médico por el teléfono fue pausada y alentadora, pero sus palabras no lo fueron. «Lleve a Alicia al hospital y hágala ingresar al momento. Yo les llamaré y les diré que se preparen para recibirles, y yo mismo iré para allá tan pronto como pueda».

Llamé a una vecina para que se quedara con nuestros niños y llevé a Alicia al hospital. Mientras nos deslizábamos por las silenciosas calles, Alicia me apretó mi mano entre las suyas.

«Tesoro, yo sé que todo va a salir bien, porque tenemos al Señor con nosotros cada minuto». Aún mientras hablaba, un cierto silencio parecía invadir el automóvil.

El sábado por la tarde se habían realizado todas las pruebas de laboratorio y el médico de Alicia entró a la pieza con el fin de explicar la gravedad de la situación.

«No existe una manera fácil de decirles esto, pero yo sé que ustedes dos son fuertes para recibirlo. Alicia, no existe ninguna esperanza de que su niño nazca normalmente. Nuestras pruebas han comprobado que usted tiene una condición conocida como ‘placenta previa’ lo que significa que por alguna razón accidental la placenta se ha deslizado por debajo del niño y está bloqueando el canal de salida. El único camino que nos queda es sacar el niño ahora mismo por medio de una cesárea».

El doctor hizo una pausa, respiró profundamente y continuó diciendo: «Las posibilidades de que el niño viva son mínimas; en todo caso, será prematuro. Si naciera por el camino normal las oportunidades serían mucho mayores; pero con la operación el shock será muy violento. Todo lo que podemos hacer es esperar … y orar», añadió, después de un momento, mirándome a mí.

Después que se había ido, Alicia y yo nos miramos sin atrevernos a pronunciar ni una palabra por unos instantes. Yo me senté a la orilla de la cama y la acerqué a mí. «Todavía todo va a salir bien, querido», dijo ella, con la cabeza apoyada en mi hombro. Juntos nos dirigimos a él en oración.

La operación se realizó en corto tiempo, yo estaba admirado cuando el médico entró en la sala de espera, todavía vestido con su delantal de operación.

«Bueno Don, tienes una hija». «¿Cómo está Alicia ?»

«Excelente. Salió muy bien de la operación». «Y el bebé?»

Una tenue sombra apareció en sus ojos mientras contestaba: «Está tan bien como se puede esperar bajo las circunstancias, pero todavía es muy prematuro para decir algo definitivo. Sugiero que llame a la pediatra de Alicia inmediatamente».

Di las gracias al médico y me apresuré al teléfono para llamar a la pediatra; ésta prometió venir al hospital inmediatamente. Posteriormente me dirigí a la sala de los bebés para ver si podía conocer a mi hija. Una enfermera que llevaba una máscara de operación la sacó de su cámara de aislamiento y la trajo a la ventana. Sólo tuve unos pocos segundos para contemplar la diminuta figura que apenas se podía ver entre los brazos de la enfermera. Era una media réplica de sus hermanas y hermanos, sacada muy temprano de su molde que también les había servido a ellos, pero con un muy pequeño e incierto asidero a esta vida. Pensé en silencio: «Oh, Señor, ¿se le ha concedido la vida a esta pequeña preciosa forma para sólo quitársela enseguida?» Simplemente no podía reconciliar el pensamiento con mi fe en un amoroso Padre celestial.

Después de una breve visita a Alicia, volví a la casa pastoral y conté lo que había sucedido a los otros niños.

«Tendremos que ver si el bebé Holly permanece aquí. Ella es muy pequeña; tal vez demasiado pequeña para venir a vivir con nosotros». Los niños parecían satisfechos con mi explicación.

Muy luego llamó la pediatra y en términos cortantes y profesionales informó que había examinado al bebé muy detenidamente. El problema principal estaba, como en el caso de la mayoría de los niños prematuros, en la respiración. «Es demasiado pronto para decir si sus pulmones se desarrollarán lo suficiente como para capacitarla a sobreponerse a su dificultad respiratoria», dijo ella, y entonces con un tono perceptiblemente más suave dijo: «En estos momentos no tengo muchas esperanzas, señor Basham».

El resto del día me desempeñé con una actitud de suspenso, casi aislado de toda esperanza o cualquier otro sentir. Me preocupé de cuidar a los niños y de terminar mi sermón de resurrección. Estuve todo el tiempo recordando que éstas fueron las horas entre la muerte del Señor y su resurrección, un momento de extraño suspenso en la historia, una pausa en el encuentro Divino-humano, cuando tanto el cielo como la tierra parecían estar aguantando la respiración, como si la decisión entre la vida y la muerte estuviera en la balanza. Por una extraña combinación de circunstancias, Alicia y yo y la pequeña Holly estábamos suspendidos en ese momento.

Después de una breve pero conmovedora visita a Alicia esa misma noche, durante la cual nos pusimos de acuerdo de que no importaba lo que sucediera, mi lugar estaba en el púlpito en la mañana de resurrección, regresé a la casa pastoral y me metí en cama agotado. Todavía dormía cuando el teléfono sonó a las siete de la mañana. Era la pediatra y mi corazón desfalleció cuando ella habló:

«Acabo de examinar su bebé. Su problema respiratorio ha aumentado seriamente durante la noche y ella estaba perdiendo terreno. Me temo que es asunto de unas pocas horas solamente. Usted debiera venir al hospital tan pronto como pueda».

Mi cuidadosa explicación de nuestra decisión en el sentido de que yo dirigiría el culto de resurrección antes de ir al hospital, se enfrentó a un largo silencio de desaprobación por el teléfono. «Bien, si esto es lo que ustedes han decidido», dijo finalmente la pediatra. «Pero no espere que yo consuele a su esposa. Yo debo permanecer con el bebé», y colgó abruptamente. Era evidente que ella pensaba que debiera estar con Alicia, y en una manera ella tenía razón. Sin embargo, nuestra decisión de que predicaría había sido hecha, en parte por lo menos, debido a una total consagración de la vida de Holly en las manos de Dios. Yo estaba decidido a actuar a la luz de esa decisión.

El mundo exterior no dio evidencia alguna de nuestra lucha personal. El día parecía vibrar con la gloria de la resurrección. El edificio y los alrededores de la iglesia parecían bañados con el caliente resplandor del sol y los bosques detrás de la iglesia resonaban con los gorjeos de los pájaros. Los ciclamores estaban en profusa lozanía, salpicando su color púrpura por todos lados entre los árboles que desplegaban una veta de verde. Los cornejos o cerezos silvestres en flor y en gran profusión entre los bosques parecían dejar estelas de flores, flotando como tormentas de nieve en miniatura entre las ramas.

Al caminar desde la casa pastoral hasta la iglesia, rodeado por la belleza de esa mañana perfecta, yo respiré una ferviente oración diciendo: «Oh, Dios, que la pequeña Holly pueda vivir. ¿Cómo puede algo morir en medio de todo este brotar de vida?»

El culto de resurrección esa mañana estuvo vibrante de vida con la presencia de Dios, desde los acordes iniciales del himno «Cristo ya ha resucitado». La iglesia estaba repleta de gente, y el santuario decorado con gran belleza con lirios blancos cuyo perfume llenaba el aire. El coro cantó con voces celestiales, y cuando yo me levanté a predicar, me enfrenté a una congregación sensitiva no solamente por causa del día de la resurrección, sino también por la comprensión que en ellos se había despertado hacia nosotros por la lucha que afrontábamos.

Mi texto fue el capítulo 20 de Juan. Describí como después de la resurrección, Jesús dio a cada doliente grupo de discípulos todas las evidencias que necesitaban para creer que él había conquistado la muerte y estaba victorioso con vida. Aquellos discípulos eran como nosotros, dije yo, cada uno a un nivel diferente de fe y comprensión, y a cada uno ofreció Jesús la evidencia de su victoria. Comenzando con Juan, que creyó cuando vio la tumba vacía; siguiendo con María, quien creyó cuando oyó su nombre de los labios del Señor; hasta los discípulos escondidos, a quienes él se apareció milagrosamente aun con las puertas cerradas; finalmente al incrédulo Tomás, quien no iba a creer hasta ver las marcas de los clavos en las manos de Jesús. A cada anhelante, esperanzado discípulo Jesús se reveló gloriosamente a sí mismo, y dio radiante pruebas de su triunfo sobre la muerte.

Durante el sermón llegué a estar consciente, en una forma mística, de la presencia de la pequeña Holly, de Alicia y del Cristo viviente, y cuando el mensaje alcanzó su culminación yo me sentí sobrecogido con la certidumbre de nuestra personal inmortalidad, y de que las indiferencias de nuestra salvación en Jesús son mucho más gloriosas que lo que nos atrevemos a creer. En ese momento yo supe que todos nosotros, ¡Alicia, yo, la pequeña Holly, los otros niños, los miebros de la congregación, todos los que están unidos a Cristo, son parte de la misma vida de Dios, una Vida invencible, gloriosa y sin fin! Yo sentí con inequívoca certidumbre que la crisis había pasado y que la pequeña Holly estaba segura, de que todos estábamos seguros. Inmersos en Dios como estamos, nada podría jamás dañarnos realmente. Esos eran momentos de consumada alabanza en los cuales yo no necesitaba pedir a Dios nada y podía darle gracias por todo.

Al final del culto, yo me apresuré a volver a la casa y telefonear al hospital.

«Yo me dirigía al «teléfono cuando usted llamó, señor Basham». dijo la pediatra serenamente. «Su bebé murió diez minutos para las doce. Lo siento mucho; hicimos todo lo que pudimos».

El golpe de sus palabras me dejó abrumado. Colgué el aparato y me desplomé en una silla cercana. ¿La pequeña Holly muerta? Por un minuto no pude aceptar lo que la doctora había dicho. «Su bebé murió … lo siento». ¿Cómo podía ser? Solamente unos pocos minutos antes había estado seguro de que todo estaba bien, ¡tan seguro!

Nuestras dos hijas, Cindy y Sharon, se reunieron alrededor de mi silla mientras Glenn, nuestro hijo de dos años, se subía a mi falda con toda inocencia y con los ojos muy abiertos. Con mis brazos alrededor de los tres yo expliqué con palabras entrecortadas como la pequeña Rally había vuelto al cielo para vivir allí y que no vendría a estar con nosotros. Cindy, la mayor, dándose cuenta de mi súbita pena, puso sus brazos alrededor de mi cuello y en palabras conmovedoras semejantes a aquellas que su madre había hablado solamente unas horas antes dijo: «Todo va a salir bien, papito, Jesús nos va a cuidar a todos nosotros; tú lo vas a ver».

Después de dejar a los niños con una diaconisa muy atenta que había venido a la casa pastoral a ofrecer sus servicios, me subí al automóvil y me dirigí al hospital. Medio cegado por las lágrimas, comencé a derramar mi pena en oración a Dios. Estaba herido y confuso, y dije: «Oh, Señor, ¿cómo pudo pasar esto después de la certidumbre, la absoluta certidumbre que sentí durante el culto de la mañana?» De pronto me sentí en medio de esa región de comprensión que había entrado durante los últimos minutos de mi sermón. Una vez más le certidumbre del amor de Dios me envolvió y me sentí rodeado con un indescriptible sentido de seguridad. «Es cierto», me dije, «estamos seguros. Todos nosotros, y principalmente, la pequeña Rolly!»

Entré a la pieza de Alicia en el hospital orando para tener las palabras precisas que decir y darle las noticias, pero no tuve que decir ninguna cosa. Lágrimas llenaban sus ojos mientras me arrodillaba al lado de su cama .

«Lo siento, preciosa. Se hizo todo lo humanamente posible, pero … «. No pude seguir. Alicia extendió sus brazos y los puso alrededor de mi cuello.

«Ya lo sé, ya lo sé … aún la hora cuando sucedió».

Ella me separó de sí por un momento y me miró a los ojos. «Fue justo antes de mediodía, ¿verdad ?», yo asentí con mi cabeza.

«Yo lo supe», continuó diciendo ella. «Toda la mañana me sentí cerca de ella, y cerca de ti, y cerca de Jesús. Entonces unos pocos minutos antes de las doce vino un gran sentido de paz; el sentir de que todo estaba bien. Nadie me decía, pero yo supe que ella se había ido … no, no se había ido», Alicia hizo una pausa buscando una palabra mejor. Entonces sonriendo a través de sus lágrimas, dijo: «Se fue a casa».

Los días siguientes estuvieron llenos del constante milagro de Dios y su tierna presencia consoladora. Como cualquier pareja de padres que pierden un hijo, sufrimos profundamente, pero no había en nosotros amargura. Nuestro dolor parecía transformado en algo que estaba más allá de la pena, por medio de una Santa Presencia tan real y tranquilizante que sobrepasó nuestro sentido de pérdida. Cada vez que el frío del temor de la muerte amenazaba caer sobre nosotros, fue dispersado por el calor del amor de Dios rodeándonos y protegiéndonos, un amor tan vital y vibrante que rechazó la muerte. Fue tan real que a menudo nos descubrimos a nosotros mismos consolando a aquellos que vinieron a consolarnos a nosotros.

La recuperación de Alicia fue sorprendente, y el viernes siguiente, una semana después de ingresar al hospital, la traje de vuelta a casa. Comprendiendo su deseo de ver y de estar con los niños, yo los invité a venir conmigo en el automóvil. Nuestra tertulia fue muy tierna y de mucho significado, y los niños se setaron tan cerca de su madre como les fue posible. El día fue tan hermoso como el domingo de resurrección lo había sido, y mientras viajábamos a la luz del sol de la mañana al pasar el Potomac Tidal Basin pudimos ver los famosos cerezos japoneses en flor y luciendo todo su esplendor.

Pero la belleza exterior no era más maravillosa que el gozo y el amor que compartíamos en privado en nuestro automóvil. El Espíritu Santo parecía regocijarse de nuestra reunión, como si el amor humano y Divino se mezclaran y fluyeran juntos. Sabíamos que la visita de esa menudita vida preciosa, que había hecho una pausa tan breve en viaje a la eternidad para impartir gracia a nuestras vidas, solamente veinticuatro horas había estado con nosotros, nos había unido más el uno al otro y al Señor como nunca.

La pequeña Sharon lo expresó con la sabiduría dada a los más pequeños cuando dijo llena de gozo: «Ahora somos cuatro niños verdaderamente, ¿ verdad mamá? Sólo que uno está en el cielo con Jesús».

Alicia abrazó a Sharon y me miró a mí con ese gozo que nace del sufrimiento y que cubría todo su dulce rostro.

«El milagro mayor», dijo ella, «es que con Jesús, aun cuando tú pierdes, en realidad ganas».

Don W. Basham nació y se crió en Wichita Falls, Texas. En 1951 dejó una promisora carrera en el arte comercial que realizaba en esa ciudad con el fin de entrar al ministerio cristiano. Ostenta el grado de Bachiller en Artes y de Bachiller en Sagrada Teología concedidos por la Universidad de Phillips y el Seminario de Enid, Oklahoma.

Tomado de  la Revista Vino Nuevo Vol 2, Nº 10- 1078

Face: ¿Podemos enfrentarnos a la pérdida de un ser querido y tener, aún así, la paz de Dios? Lea este testimonio al repecto y edifíquese.   Vida cristiana, pruebas- Dolor, muerte, paz,