Por Bob Mumford

«Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la gra­na, como la nieve serán emblanquecidos; si fue­ren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.

«Si quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis rebeldes, se­réis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho» (Is. 1: 18-20).

Este es un pasaje que se usa con frecuencia para llevar a otros al conocimiento de Cristo. Yo mis­mo pensaba que el Señor decía con respecto a la salvación de un hombre: «Aunque eres un peca­dor infectado, cubierto con pecado carmesí, yo te lavaré y serás tan puro y tan blanco como la nieve».

Qué sorpresa me llevé, cuando mi profesor de hebreo en el seminario me enseñó que esta escri­tura no tiene nada que ver con la salvación. Es una lección sobre la naturaleza del pecado sin fre­nar. Los versículos no son una promesa de limpie­za, tanto como una advertencia.

Aquí el pecado es comparado con la lepra. En sus etapas iniciales, la lepra se presenta como una inflamación al rojo vivo. Si no se controla el desa­rrollo de la enfermedad, la piel se vuelve blanca como la nieve. El cambio del rojo vivo a blanco indica que la carne está muriendo y eventualmen­te se desintegrará y caerá.

La lepra como un tipo del pecado es muy gráfica. La mayoría de los pecados comienzan como una inflamación. Nada muy serio, sólo algo irri­tante, incómodo y tal vez feo. No obstante, si no se trata, progresará y madurará. Cuando el pe­cado madura completamente, igual que la lepra, destruye todo lo que infecta, extendiéndose has­ta que todo el hombre es consumido.

De manera que el verdadero énfasis de este pa­saje está en el Señor que busca razonar con su pueblo. El desea ayudarles a entender que, si bien su pecado pareciera ser algo pequeño al principio, si no es curado, los destruirá con el tiempo.

El pecado de la crítica es un buen ejemplo. Hay personas que han hecho de la crítica un arte muy fino. ¿Ha visto usted a alguien en quien el espíritu crítico se ha desarrollado? Tal vez comenzó tem­prano en su vida, como una inflamación. Pero continuó sin ser detenido hasta que consumió todo su ser.

Una vez se me pidió que ministrara a un hom­bre así que estaba en el hospital muriéndose de cáncer. Era una de las personas más miserables que jamás haya visto. Criticaba a todo el mundo y a todas las cosas, todo el tiempo y en todo lugar. Me encontré sentado junto a su cama, sin ninguna palabra, absolutamente, para él. Como la lepra, una vez que el pecado ha llegado a su madurez to­tal, hay poco por hacer para detener el proceso degenerativo que se desarrolla en un ser humano. Al ver a este hombre en su condición, una súplica se elevó en mi corazón: «Señor, no quiero llegar al final de mi vida con problemas que no hayan sido confrontados». En ese mismo instante pude ver que los problemitas, los que podía catalogar como «fallas de carácter» podrían crecer hasta llegar a destruirme.

Consentir y Obedecer

La frase clave en este pasaje de Isaías se puede traducir literalmente de esta manera: «Si consin­tiereis y obedeciereis … » (v. 19). No hay nada que se pueda hacer por una persona que primero no consienta. Cuando comenzaba mi carrera en el ministerio tuve la oportunidad de enseñar a un grupo de delincuentes juveniles. Su actitud era de­safiante, fanfarrona e indispuesta para aprender. Exasperado, llegué a la conclusión de que nadie les podría enseñar nada. ¿Por qué? Porque no lo consentían.

En sentido yuxtapuesto, el Señor dice: «Si no quisiereis y fuereis rebeldes … » Rehusarse a oír siempre viene antes de la rebelión contra la ley de Dios. Rehusar dar consentimiento al proceso de sanidad del Señor mientras que el pecado está aún en su etapa de inflamación, es abrirse a la ley del pecado y de la muerte para que siga su acción des­controladora.

Con mucha frecuencia rehusamos reconocer es­tas inflamaciones cuando aparecen por primera vez, por lo general en la forma de problemas con­tinuos y conflictos con nosotros mismos y con otras personas. Estas áreas de conflicto están arraigadas comúnmente en todo aquello que toda­vía no hemos presentado a Dios para que lo mida de acuerdo con su palabra. El Señor quiere lim­piar todas esas áreas si sólo lo consintiéramos. Los conflictos y las luchas son las formas que Dios usa para llamarnos la atención a un problema más profundo.

Igual que una pequeña inflamación que pudiese pasar desapercibida por un tiempo, los pecados que destruyen la vida no son siempre aquellos que nos confunden de repente sin ninguna adverten­cia. Son por lo general, pequeños problemas que se han descuidado año tras año. En el Cantar de los Cantares 2: 15 se nos dice que «las zorras pe­queñas echan a perder las viñas. Es muy difícil que una zorra de ciento cincuenta libras se cuele en un viñedo. Son las pequeñas que pueden hacer huecos debajo del muro y escabullirse silenciosa­mente sin que el vigía se dé cuenta del daño que están haciendo. De la misma manera, el pecado es más a menudo una gotera lenta y constante que un torrente de agua.

Las Pequeñas Zorras

He encontrado algunas «inflamaciones meno­res» de tipo crónico que tienen el hábito de con­vertirse en algo serio si no se confrontan. He aquí algunas de ellas:

Postergación. La mayoría de las esposas le di­rán que sus maridos tienen la enfermedad del ma­ñana. Eso significa que todo lo dejan para maña­na. Como el que pintó un rótulo que decía: » ¡Há­galo ahora!» pero nunca llegó a colgarlo. La de­mora en hacer las cosas afecta y disipa todo lo de­más en la vida del individuo. El trabajo, el matri­monio, los planes y las aspiraciones, todo comien­za a derrumbarse cuando la postergación se con­vierte en un hábito y se permite que desarrolle su efecto completo.

Incapacidad de aceptar responsabilidad. Algunas personas rehúsan aceptar cualquier tipo de responsabilidad. Siempre le echan a otro el «mo­chuela». Pídales que se encarguen de recoger fon­dos para la escuela y su respuesta será: «No soy muy bueno para ese tipo de cosas … mi trabajo me quita mucho tiempo». Muy rara vez llevan la carga.

Otros rehúsan aceptar la responsabilidad de sus acciones. «Toda mi familia es criticona; por eso yo soy así». «Llegué tarde porque se me descom­puso el reloj». Estos son ejemplos leves pero que reflejan una incapacidad de aceptar la responsabi­lidad personal de su propia vida y sus acciones. Esta aceptación personal es el primer paso que lleva al arrepentimiento para recibir la gracia de Dios y ser cambiado. Si la rechazamos continuaremos prisioneros de lo que sea que estemos tratando de escapar.

Incapacidad para comunicar. Muchos no pue­den abrirse con sinceridad y claridad para decir lo que les sucede adentro. La mayoría tenemos que aprender el arte de la comunicación. ‘Rara vez vie­ne como una característica natural. Algunos, sin embargo, no quieren tomarse el tiempo ni la mo­lestia de aprender. El resultado es la frustración, el mal entendido y, en muchos casos, trae daños o pérdidas en el matrimonio, en las relaciones y en su efectividad dentro del reino de Dios.

Temor, ira, codicia, impaciencia, perfeccionis­mo, son otras pequeñas inflamaciones que nos son conocidas. Tenemos que reconocer que cualquiera de estos problemas puede estar presente en nues­tras vidas, no como una fuerza «aplastante e incapacitadora, sino como una inflamación.

Sin embargo, el Señor ha dicho: «Si consintie­reis y obedeciereis, comeréis el bien de la tierra; si rehusareis y fuereis rebeldes, seréis consumidos … » Está dentro del propósito de Dios que apren­damos a vencer en cada una de estas áreas; pero eso requiere que primero consintamos a su trato en nuestras vidas. El temor de encarar la verdad, o nuestra decidida pereza en no querer cambiar, son generalmente las razones principales por las que rechazamos someternos al proceso de sanidad del Señor cuando él nos confronta con nuestras debi­lidades.

Si bien Dios quiere que dominemos estas cosas, no creamos por eso que él nos proveerá con una fórmula mágica que elimine totalmente todas las luchas difíciles, los sentimientos indeseados y las tentaciones de hacer lo que sabemos es malo. La Biblia dice que tenemos que vencer; no eliminar.

La victoria para el cristiano consiste en aprender a tratar con esos problemas con el poder del Espí­ritu Santo, aunque eso implique que la lucha y el conflicto sean continuos.

David Edwards, vicepresidente del Instituto Bí­blico Elim, dijo una vez en su predicación que «Pedro seguiría siendo siempre Pedro». Es decir, seguiría siendo impetuoso, de fuerte carácter y vacilante a la vez. Ningún milagro lo cambió instantáneamente en un dechado de virtudes; a tra­vés de la pena de su fracaso aprendió la profundi­dad del amor de Cristo, el poder del Espíritu San­to. Aprendió a dominarse y a vivir en victoria a pesar de los problemas de carácter inherentes en su personali­dad. Los que buscan fórmulas mágicas se desilu­sionarán tarde o temprano y permanecerán sin cambiar. Los que acepten el diseño de Dios y se dispongan a cambiar encontrarán la victoria en sus vidas.

La Jornada de Regreso

Un querido pastor y amigo estaba sentado con­migo en un restaurante hace unos años. Del otro lado de la mesa vino esta pregunta: «Bob, ¿cuán bajo cayó el hombre?»

Era más que una pregunta teológica. Su interro­gante salía de las profundidades de su propia ex­periencia como pastor acostumbrado a tratar con la naturaleza humana. El Señor me ayu­dó a comprender lo que pasaba en ese momento y respondí: «Se sabe cuando se comienza la jornada de regreso».

La mayoría de nosotros dejó en el comienzo los pecados más escandalosos y los hábitos más obvios que habíamos acumulado durante nuestros años en el mundo. El adulterio, las borracheras, las maledicencias, el fraude, etc., no es problema para la mayoría en el pueblo de Dios. Abandona­mos tales cosas cuando llegamos al Señor.

Los verdaderos conflictos se presentan ahora en los hábitos cotidianos y patrones de vida que for­man una parte tan íntegra de nosotros, que no los podemos discernir sin ayuda externa. Y cuando los vemos, no escandalizan ni alarman a nadie ni se cuestiona nuestra fibra moral. Sin embargo, al cabo del tiempo, porque son conflictos de todos los días, pueden dejarnos sin energías y derrotar­nos tanto como las grandes tentaciones. La victo­ria en las cosas pequeñas es a la postre la que de­fine si seremos usados verdaderamente en el reino de Dios o si tendremos que contentarnos con ver que lo hagan otros.

Los siguientes principios le ayudarán a definir­se por un curso más aceptable.

1)Examine el fundamento de su vida. La pri­mera piedra del fundamento es su salvación. Eso incluye su comunión y su compromiso con el Señor Jesús. ¿Es su comunión libre, fluyente y alegre? ¿Está usted sólidamente comprometido con su reino y con su voluntad para que se cum­pla en su vida, no importa lo que le cueste per­sonalmente? Si no puede responder estos aspec­tos, entonces se encontrará con algunos obstácu­los básicos.

Segundo, ¿ha sido su bautismo en agua una experiencia clara y significativa? Nuestra identi­ficación con la sepultura y resurrección de Cristo en el bautismo en agua es más que simbólica. Las Escrituras lo declaran como un punto de identi­dad de nuestra nueva vida en Cristo y una partida de nuestra vida vieja y patrones habituales.

La tercera piedra de nuestro fundamento es un bautismo en el Espíritu Santo que fluya con liber­tad. Debemos de disfrutar en una corriente de adoración y de alabanza al Señor como parte de nuestro ministerio sacerdotal de todos los días hacia él. Orar en lenguas debe ser parte activa y vital de nuestra comunión diaria con el Señor. Es­tas tres experiencias básicas de salvación, bautis­mo en agua y en el Espíritu Santo, componen nuestro fundamento con el Señor. Si hay rajadu­ras o puntos débiles en cualquiera de estas pie­dras, producirá inestabilidad en todo lo que se edifique sobre ellas.

2) Investigue la posibilidad de involucramiento con el ocultismo. Este tipo de involucramiento pudiese ser la fuente de actividad de demonios o lo que los sicólogos llaman «comportamiento compulsivo», que pudiera manifestarse en gloto­nería, apetitos sexuales anormales, ira o cualquie­ra de las muchas opresiones o estorbos en la co­munión con el Señor. El ocultismo tiene que ver con el contacto o el interés en fenómenos síqui­cos, guijas, horóscopos, lectura de las palmas, de la baraja, etc. He descubierto que muchas veces la raíz del problema en individuos con profundas ataduras, se debe a su involucramiento con el ocultismo. Pudiese ser una cosa tan inocente co­mo que su madre lo   llevara para que le adivinaran el futuro cuando tenía nueve años. Tal vez no en­tendamos completamente algunos principios espirituales, pero cualquier contacto por inocente que sea, con el ocultismo, puede producir efectos du­raderos y dañinos.

La seriedad de estas actividades se fundamenta en el mandamiento del Señor en su palabra que relaciona las prácticas ocultistas con el adulterio espiritual o la infidelidad al Señor. Quien busque la ayuda de los poderes de las tinieblas se convier­te en su esclavo. Cualquier contacto con el ocul­tismo, por más leve que haya sido o por más tiem­po que haya pasado, debe ser renunciado como pecado. Luego se debe buscar el perdón divino por querer del enemigo lo que debidamente tiene que venir de Dios.

3) Asegúrese de que todas sus relaciones estén en orden. Primero, si usted sabe que no se ha comportado bien con otra persona, sea ésta su pa­dre, su madre, sus hijos, su marido, su esposa, su amigó o su patrón, tiene que pedirle perdón. Cualquiera que sea la situación, si su conciencia le molesta delante de Dios, entonces vaya y pida perdón.

Segundo, si usted ha alimentado sentimientos de resentimiento, enojo u odio contra cualquiera, entonces necesita recibir el perdón de esa persona por su actitud contra él. (Tenga cuidado de no usar la ocasión como una oportunidad para recla­marle todo lo malo que usted recibió de esa per­sona. Usted debe solicitar el perdón por su pecado hacia ella y no al revés.)

4) Reconozca el problema. Esto significa que debe aprestarse para entrar en «el conflicto de la fe». Significa que está dispuesto a permitir al Se­ñor que comience a hacer ciertos cambios en us­ted. Muy raras veces se reconocerán las otras co­sas que Dios quiere hacer en nuestras vidas, si se asume que la vida cristiana consiste sólo en ir al cielo, hablar en lenguas y reprender al diablo. Una vez que acepte que hay problemas reales en usted con los que Dios quiere tratar, le quedan sólo dos alternativas: «consentir y obedecer», o «rechazar y rebelarse».

También significa llamar a las cosas por su nombre. Algunas escuelas mandan a las casas re­portes del alumno diciendo: «Esfuerzo insuficien­te». Lo que realmente quieren decir es que el alumno es perezoso. Nuestra sociedad ha desarro­llado una manera de acolchar la verdad para que no sea demasiado dura. Jamás nos ocuparemos del problema si decirnos que tenemos sobrepeso porque corre en la familia. Tendremos que decir:

«Estoy demasiado gordo. Tengo que dejar de co­mer tanto». Yo he oído decir a algunos: «Yo soy muy sincero. Siempre digo lo que siento», cuando la verdad es que es un criticón de primera. Cualquiera que sea el problema, sepa llamarlo por su verdadero nombre: enojo, postergación, miedo, egoísmo y acepte usted mismo su responsabilidad.

5) Acepte la vergüenza y la humillación sin hacer excusas. Que alguien acepte sin excusarse su responsabilidad en la situación es algo casi nunca visto en nuestra sociedad moderna. Esta es una de las razones por las cuales mucha gente no recibe ayuda verdadera. La Biblia dice que «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes». Si estamos dispuestos a humillarnos y a admitir ho­nestamente las consecuencias de nuestros proble­mas, el Espíritu de Dios dará su gracia, su fuerza sobrenatural y determinación para la lucha. Es di­fícil admitir que en realidad somos débiles e indisciplinados. Es más fácil pasar la culpa a la fa­milia, al vecino, a nuestros temperamentos y per­sonalidades. El orgullo provoca la resistencia de Dios.

6) Busque ayuda y dirección. Es importante tener un verdadero pastor que se interese por us­ted y esté a su lado mientras lucha con el proble­ma. Hay dos razones por lo menos: primero, ne­cesitamos a alguien que sea objetivo y que nos ayude a vencer nuestro subjetivismo. Si la lucha es por perder peso, habrá voces urgiendo un ayuno de cuarenta días, pero alguien que nos co­nozca bien pudiera darnos un consejo sano como ayunar un día a la semana y olvidarnos de los dulces y los chocolates.

Segundo, necesitamos de alguien que nos escu­che, que ore por nosotros y que nos anime cuan­do estemos en medio de la batalla y que nos man­tenga en el curso correcto. Es muy fácil desalen­tarse cuando no se ve mucho progreso y necesita­mos que alguien nos ayude.

7) Determine sufrir con tal de cambiar. Es ine­vitable el sufrimiento cuando se ha determinado cambiar en cualquier aspecto. Cuando viene el es­fuerzo se desearía no haberse comprometido a hacerlo. Las dudas vienen con respecto a si se quiere en realidad cambiar. Aquí entra en juego la determinación, lo que la Biblia llama «perseveran­cia». ¿Cuánta determinación se necesita para cambiar el hábito de un hombre que todos los días de su vida, cuando vuelve a su casa del trabajo, se ais­la frente al televisor hasta que es hora de acostar­se? Los grandes atletas hablan de la «barrera del dolor». Los ganadores son aquellos que tienen la capacidad de ir más allá de este punto. No tiene nada de divertido, de agradable, de fascinante o de emocionante; es difícil, pero nosotros como discípulos de Jesús, estamos llamados a desarro­llar esta cualidad de perseverancia.

8) Mantenga la visión de la recompensa. Pídale a Dios que le dé una visión del éxito que él quiere que tenga en esas áreas de problema. Muchos, dentro del pueblo de Dios, sufren de culpa y con­denación porque no han alcanzado la meta que Dios les ha puesto. Tenemos que poner los ojos en la meta, sabiendo que si Dios la dio es porque se puede alcanzar y que él nos dará la suficiente gra­cia para lograrlo.

9) Cuídese de las recaídas. Es un engaño pensar cuando se ha logrado una victoria en cualquiera de las facetas de la vida, que de ese punto en ade­lante se vivirá para siempre sin luchas ni tentacio­nes en ese aspecto.

El Señor me quitó el hábito del cigarrillo muy temprano en mi vida cristiana. Tres años más tar­de, me encontraba en una parada de autobús y cerca de mí estaba un hombre fumando. De re­pente, el olor del cigarrillo me incitó de tal mane­ra que por poco se lo arrebato de las manos. Me sorprendió saber lo cerca que había estado en dar el salto fatal. Por la gracia de Dios logré vencer la tentación y mantener mi libertad.

Una recaída puede venir en cualquier punto de la lucha o aún después de quedar libre del hábito o la dificultad. Es preciso saber que en esas áreas se es vulnerable. No baje la guardia. Si llegase a ocurrir, busque la restauración y el perdón inmediatamente en vez de permitir que lo enrede aún más. Su pastor le ayudará a sobreponerse a la con­denación y al fracaso y a enfrentarse de nuevo al reto.

El Señor ha prometido que, si consentimos y obedecemos, «comeremos el bien de la tierra». La provisión de Dios es una tierra que fluye leche y miel; esa es nuestra visión. Antes de llegar, sin em­bargo; tenemos que aprender a ordeñar las vacas ya no dejarnos picar por las abejas. 

Bob Mumford recibió su licenciatura en divi­nidad del Seminario Episcopal Reformado en Filadelfia, E. U. A. Ha servido como pastor, evangelista, maestro, decano y profesor del Ins­tituto Bíblico de Elim en Nueva York. Tam­bién es autor de varios libros.

Tomado de New Wine Magazine, Mayo de 1980

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 -nº 3, octubre 1981