Por Dick Leggatt

Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones (l S. 8: 4-5).

Un domingo por la tarde, mi esposa y yo nos reunimos en la sala familiar, con nuestros tres hijos y, como era nuestra costumbre, comencé a leerles un capítulo de la Biblia. Quería que mis hijos tuvieran algún conocimiento de nuestras raíces en el pueblo de Dios, así que para ese día en particular había escogido el Salmo 78 que relata el trato mi­lagroso de Dios con generación tras generación de israelitas y la vacilante respuesta de ellos en su relación con él. Mientras leía cómo Dios había intervenido poderosamente en favor de su pueblo y de la insistencia de cada generación de pecar y rebelarse contra él, noté que los dos menores ya habían agotado su capacidad de atención y estaban inquietos, moviéndose demasiado y riéndose.

Pero Christopher, que tiene ocho anos tenía una expre­sión de frustración en su rostro y meneaba la ca­beza mientras seguía la lectura en su propia Biblia. Finalmente, después de como la décima vez de oír la frase: «Pero ellos … » y la forma negativa en que «tentaron y enojaron al Dios Altísimo», Christopher no pudo aguantarse más y exclamó en voz alta: » ¡No puedo creer que sigan haciendo la misma cosa!» Entonces, al darse cuenta que ha­bía’ sorprendido a todos con su estallido de indig­nación, agachó la cabeza riéndose de sí mismo.

La expresión exasperada de mi hijo, es la mis­ma que he venido sintiendo desde hace mucho tiempo al observar el patrón perturbador de la in­fidelidad de las generaciones que describe el Anti­guo Testamento. Casi invariablemente, después de que una generación experimentaba el favor de Dios y le respondía caminando en obediencia, la siguiente vacilaba en su compromiso con Dios o se sumía en una apostasía absoluta. Un rey venía, quitaba los ídolos y establecía la ley del Señor, sólo para que el siguiente los volviera a levantar y condujera al pueblo en su desobediencia. Una y otra vez se repite el patrón casi con certeza inevitable.

Aún después de que Dios estableció milagrosa­mente a su pueblo en la tierra prometida, Jueces 2: 10-12 dice que después de que Josué y los an­cianos que habían servido con él murieron, «se levantó. . . otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel. Después los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de Jehová, y sirvieron a los baales. De­jaron a Jehová el Dios de sus padres, que los había sacado de la tierra de Egipto.»

Me preocupa ese aparentemente inevitable pa­trón de fidelidad en una generación seguida por la infidelidad de la que viene. ¿Tendrá que suceder­nos esto a nosotros? ¿Será inevitable que la gene­ración que venga después de nosotros se tambalee y caiga?

Nosotros que hemos experimentado el mover de Dios, particularmente en los últimos 15 años a través de la renovación carismática y los otros mo­vimientos evangélicos, somos parte de una gene­ración que ha recibido el favor de Dios de una for­ma sin precedentes. Ya vemos a nuestra descen­dencia emergiendo en el campo natural y espiritual. Nuestros hijos están creciendo y preparándose pa­ra tomar sus lugares en la comunidad adulta y también vemos a nuestros hijos espirituales a quie­nes hemos alimentado y guiado en los caminos de Dios, listos para tomar sus sitios en el plan de Dios. ¿Será fiel la siguiente generación y caminará en obediencia a Dios?

La respuesta a esa pregunta depende mayor­mente de nuestra propia entrega para preparar a nuestros hijos naturales y espirituales, para que anden en los caminos del Señor. Resulta irónico que Samuel, habiendo sido usado por Dios cuan­do era niño para pronunciar un juicio contra EH, el sacerdote, por no haber enseñado a sus hijos a temer a Dios, él mismo no hubiese preparado a los suyos propios. Cuando llegó el tiempo para que Samuel pasase su manto de liderazgo a sus hijos, los ancianos de Israel vinieron a él y le dijeron:

«Ya eres viejo y tus hijos no andan en tus cami­nos; por tanto, constitúyenos un rey como tienen las otras naciones.»

Si no queremos oír algún día esas escalofriantes palabras con respecto a nuestros hijos naturales y espirituales, deberemos prestar atención a las dos razones que examinaremos en este artículo del fracaso de Israel en preparar a la siguiente genera­ción y del descuido de Elí y de Samuel con sus hi­jos. Así podremos aplicar esas lecciones para ense­ñar a nuestros descendientes a andar en los cami­nos de Dios.

El primer error de Israel

El primer error de Israel con respecto a sus hijos fue el de no crearles un ambiente propicio para su obediencia. Tuvieron lástima de sus enemigos. Dios les había ordenado que destruyeran y sacaran totalmente a los habitantes de Canaán, porque él sabía que de otra manera Israel sería atraído por sus prácticas idolátricas. Sin embargo, en el primer capítulo de Jueces vemos que ellos desobedecieron al Señor.

Después de un buen comienzo en el que destruyeron algunas ciudades, Jueces 1: 19 dice que «Judá … arrojó a los de las montañas; mas no pudo arrojar a los que habitaban en los llanos … » Las otras tribus no lo hicieron mejor. Aunque de­rrotaron a los cananeos, no pudieron terminar la tarea. «Pero cuando Israel se sintió fuerte hizo al cananeo tributario, mas no lo arrojó» (Jue.1:29). La victoria de’ sus batallas y el trabajo forzado a que fueron sometidos los cananeos no eran sufi­cientes logros, porque su influencia pagana queda­ba en medio del pueblo de Israel.

Eso causó la ira de Dios. El ángel del Señor se apareció a todo Israel para recordarles el manda­miento original de no «hacer alianza con los mo­radores de la tierra» y de «derribar sus altares.» Luego vino una palabra de reprensión y de castigo por no haber atendido la voz del Señor. Israel no supo crear un ambiente para la siguiente genera­ción que les ayudara en su obediencia a Dios.

¿De qué manera se aplica todo esto a nosotros? Igual que Israel, nosotros también tenemos ídolos y enemigos que intentan destruirnos internamente. Estos enemigos se llaman intemperancia, egoísmo, rebelión, perversión: áreas de impureza en las que tal vez hemos dominado al adversario, pero que no los hemos expulsado totalmente de nuestras vi­das. Todos nosotros tenemos esta clase de enemigos internos y es obvio que Dios está requiriendo de su pueblo que los arroje a todos para que en su lugar Dios pueda edificar un carácter piadoso y justo.

Tenemos que tratar despiadadamente con estos enemigos, porque Dios no sólo los quiere captura­dos o subyugados, sino muertos. Una de las bata­llas más grandes en mi vida cristiana ocurrió cuan­do dejé de fumar. Había comenzado a hacerlo cuando estaba en la secundaria, y poco a poco el hábito se fue atrincherando en mí, aunque nunca llegué a fumar un cigarrillo tras otro. Sin embargo, yo sabía todo el tiempo que Dios no quería que lo hiciera; me sentía culpable por esconder el vi­cio de mi familia y de mis amigos hasta que la siempre presente convicción de Dios me persuadió de la necesidad de dejarlo.

Pero no quería comprometerme a dejarlo de una vez por todas, así que comencé a reducir la cantidad de cigarrillos. Gradualmente llegué hasta el punto de pasar días sin fumar. En mi manera de pensar, eso significaba que tenía el hábito bajo control. No obstante, no era capaz de rehusar las inevitables oportunidades de fumar aunque fuera un solo cigarrillo de vez en cuando. Supe entonces que la batalla no se había ganado. Tal vez el hábito había sido domado, pero Dios lo quería expulsado y muerto. Hice la decisión determinante de tratar despiadadamente con el vicio y de nunca fumar otra vez; y así fue. Dios no quería que yo dominara el vicio, lo quería totalmente muerto.

Una de las razones por las que Dios insiste en que limpiemos nuestras vidas de estas cosas, es para establecer un precedente para las generacio­nes futuras. Todos los que somos padres sabemos que nuestras faltas de carácter se amplían aún más cuando emergen en nuestros hijos. De la misma manera, las pequeñas desobediencias de nuestra generación se convertirán en violaciones mayores en la siguiente.

La libertad que tiene nuestra gene­ración, bien pudiera convertirse en algo licencioso con la que viene. Por lo tanto, necesitamos dedicarnos a una santidad personal enfrentándonos sin misericordia al enemigo interno, limpiando toda trinchera de rebelión y de falta de sobriedad en’ nuestras vidas, creando así una atmósfera que ayude a nuestros hijos naturales y espirituales a caminar en los senderos de Dios.

Además, tenemos que enseñarles a nuestros hijos, por precepto y por ejemplo, a luchar efectivamen­te contra el enemigo. Es interesante notar que en Jueces 3: 1 se refiere a la generación que vino des­pués de Josué, como a «aquellos que no habían conocido todas las guerras de Canaán», por lo tanto, no tenían ninguna experiencia en la guerra,

Es necesario que preparemos a la siguiente ge­neración con el conocimiento que hemos adquiri­do en las batallas. Debemos de comenzar con los que están bajo nuestra responsabilidad para que aprendan a no ser indulgentes consigo mismos ni con sus problemas. Mi tendencia es ser demasiado suave con mis hijos. Cuando uno de ellos no hace un buen trabajo en ordenar su cuarto porque quie­re salir pronto a jugar con sus amigos. muchas ve­ces quisiera permitírselo y decirle que lo puede terminar después.

Yo sé, sin embargo. que no les estaría haciendo ningún favor, porque les robaría la oportunidad de ser firmes consigo mismos, y de adquirir experiencia en esa clase de batalla. Sin ser legalista, que en realidad no es mejor que ser indul­gente, he estado requiriendo que mis hijos, aunque giman, se quejen y se lamenten, terminen bien sus tareas antes de hacer alguna otra cosa.

No les estamos haciendo ningún favor a nuestros hijos permitiéndoles que satisfagan los gustos de esos pequeños «enemigos» que no parecen tan pe­ligrosos. La manera de prepararnos es requiriendo de ellos que no tengan lástima de sí mismos y que enfrenten sus problemas de abandono como a enemigos mortales que se interponen entre ellos la voluntad de Dios.

El segundo error de Israel 

No sólo no había una atmósfera propicia para que prosperaran los caminos de Dios, tampoco (tu­vieron cuidado de hacerles conocer al Señor. Lee­mos en Jueces 2:10: «Y toda aquella generación también fue reunida a sus padres. Y se levanté después de ellos otra generación que no conocía y Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel.» Eso significa que no tenían una relación personal con el Señor ni una comprensión corporativa d, sus raíces. La única conclusión posible para razonar esta condición es que la generación previa no se había tomado el cuidado de enseñar a sus hijos.

Da temor comprender que toda una generación había crecido en el centro de la comunidad de Dios sin conocerle. Si les sucedió a ellos, bien pu­diera sucedemos a nosotros y esa realidad es mu­cho más atemorizante. Hemos sido bendecidos por Dios corno nunca antes; individualmente y en forma corporativa corno Cuerpo de Cristo. Nues­tros hijos han estado junto a nosotros mientras hemos adorado al Señor en nuestras congrega­ciones; han sido testigos de las respuestas milagro­sas a las oraciones y han oído profecías tremendas y la predicación inspirada de la palabra. pero ¿será eso suficiente garantía de que ellos también co­nocen al Señor? ¿Acaso hemos asumido que ellos van a recibir al Señor por ósmosis? No nos enga­ñemos en asumir nada.

De la manera misma en que nosotros hemos palpado la intervención personal de Dios en nuestras vidas, nuestros hijos necesitan su propia ex­periencia personal con el Señor para poder edifi­car sus vidas. Y es nuestra responsabilidad enseñar­les y prepararlos en formas prácticas y sensibles para que ellos tengan su propio encuentro con el Señor.

Recientemente, en una reunión de los ancianos de nuestra iglesia local, se tocó el tema de la ayuda financiera que recibían las personas con necesida­des. Joseph Garlington, uno de los ancianos, hizo un comentario muy interesante. Haciendo una re­flexión de su propia experiencia de cómo había aprendido a confiar en el Señor en tiempos de ne­cesidad, creyendo que Dios le proveería en una forma milagrosa, Joseph expresó una preocupa­ción: que en nuestro deseo de ayudar demasiado pronto a las personas con necesidad, no les estuviésemos robando de llegar a tener su propia ex­periencia de fe y de confianza personal en el Señor. La generación siguiente no debiera vivir confiada en nuestro trato con Dios y su fidelidad; necesita tener su propia vida de dependencia en él.

Hay un pasaje en Deuteronomio 11 que sinteti­za este punto. Dice así:

Y comprended hoy, porque no hablo con vuestros hijos que no han sabido ni visto el castigo de Jehová vuestro Dios, su grandeza, su mano poderosa, y su brazo extendido, y sus señales, y sus obras que hizo en medio de Egipto a Faraón rey de Egipto, y a toda su tierra; y lo que ha hecho con vosotros en el desierto, hasta que habéis llegado a este lugar;

Mas vuestros ojos han visto todas las gran­des obras que Jehová ha hecho (Dt.ll:2,3,S,7).

Las experiencias dinámicas del poder y de la gracia de Dios que hemos tenido, no son de nuestros hijos; son nuestras. Por esta misma razón, Dios ha dado a nuestra generación la responsabi­lidad de presentar a nuestros hijos con el poder providencial del Señor y de impartirles un enten­dimiento de cuál es su herencia y un sentimiento de reverencia a todo lo que Dios ha hecho por no­sotros. Como aquellos que conocieron la importan­cia del memorial de las doce piedras levantado en el punto del Jordán donde habían cruzado las doce tribus de Israel, tenemos la responsabilidad de re­cordar a nuestros descendientes todas las cosas que el Señor ha hecho por nosotros y que hará por ellos también. La generación de Josué no cumplió con esa obligación. Nosotros no debemos fallar aquí.

Eli y Samuel

Poco tiempo después de que Ana trajera a Sa­muel al templo, se hizo evidente que el muchacho sería el sucesor de Eli en el sacerdocio y no sus propios hijos que estaban ocupados en la maldad. La mayoría estamos conscientes del juicio que Dios trajo sobre su casa por su incapacidad de fre­nar a sus hijos cuando pecaron contra Dios. Tam­bién es irónico que los hijos de Samuel siguieran el mismo camino de desobediencia que los hijos de Elí.

Pero no anduvieron los hijos (de Samuel) por los caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervir­tiendo el derecho (l S. 8: 3).

Lo que no es muy aparente son las enormes consecuencias que cayeron sobre el pueblo de Israel como consecuencia del error de Elí y de Samuel al no corregir la apostasía de sus hijos. En el caso del primero, el resultado fue una generación que se caracterizó por un sacerdote que se llamó Incabod, que significa, «la gloria del Señor se ha ido.» En el caso del segundo, la apostasía de sus hijos provocó la insistencia de Israel de tener un rey como las otras naciones y por consiguiente, la ira de Dios. Esto es muy significativo, porque si el liderazgo de los ministros de Dios es deficiente y su ejemplo un fracaso, hará que el pueblo abando­ne sus caminos y busque la solución’ de sus proble­mas en el mundo. Y eso sólo es el comienzo de un largo camino de descenso.

En vista de las serias consecuencias que vienen sobre nosotros mismos y sobre el pueblo de Dios cuando no preparamos a la siguiente generación, veamos los dos errores de Elí y evitémoslos. Pri­meramente, EIí no enseñó a sus hijos a tener te­mor al Señor: la realidad de su ira y las limitacio­nes de su gracia. Sin ningún freno para detenerlos, Ofni y Finees deshonraron a Dios y menosprecia­ron sus ofrendas. Su pecado fue grosero delante de Dios sin importarles las consecuencias de sus acciones y sin temor del castigo de Dios.

Este tipo de pecado contra la gracia de Dios no es único en los hijos de Elí; lo vemos en muchos círculos cristianos de hoy, en la forma de una creen­cia en una gracia barata con una mentalidad per­misiva de que se puede seguir pecando y que Dios seguirá perdonando porque «todo está bajo la sangre de Jesús.» Pero qué difícil es explicar el juicio de Dios sobre Elí cuando se tiene tal con­cepto errado de una gracia ilimitada de Dios. En 1 Samuel 3: 14 leemos: «Por tanto, yo he jurado a la casa de Elí que la iniquidad de la casa de Elí no será expiada jamás, ni con sacrificios ni con ofren­das.» Esta palabra, «jamás,» me indica que hay limitaciones al paciente perdón de Dios.

Contrario a la negligencia de EIí, necesitamos inculcar en nuestros hijos naturales y espirituales, un saludable temor del Señor y la comprensión plena de que Dios perdonará hasta un punto, pero que cuando el pecado flagrante continúa sin im­portar las consecuencias, su gracia no continuará para siempre. La generación que nos sigue necesita saber que Dios toma el pecado en serio; tanto, que podemos llegar al punto donde Dios tenga que decirnos: » ¡Basta; ya es suficiente!» El temor de Dios es el que impide que caigamos en el engaño de violar los límites de su abundante gracia.

Otro de los fracasos de Elí con sus hijos es que no corrigió la ligereza con que tomaban el sacer­docio y las tradiciones de Dios. Ellos no se detu­vieron a pensar en las consecuencias cuando des­cartaron completamente las instrucciones meticu­losas que el Señor había dado con respecto al sa­cerdocio y a la manera adecuada de presentar las ofrendas. Hicieron lo que quisieron apartándose del mandamiento que Dios había instituido, inte­rrumpiendo así la fiel línea sacerdotal de genera­ciones pasadas.

Por estas y otras razones Dios tra­jo una retribución rápida sobre Elí y sobre sus hijos; todos murieron en el mismo día, derribados por la mano del juicio del Señor. Es necesario que impartamos a la generación futura este saludable temor por las tradiciones que Dios ha establecido y un sentido de reverencia y de humildad al lla­mamiento que Dios ha hecho en nuestras vidas y a la disposición suya de obrar a través de hombres para cumplir con sus propósitos.

La siguiente generación

Mientras estaba preparando este artículo, mi hijo mejor, Ben, entraba con frecuencia a mi estudio para darme un abrazo, preguntarme algo o quedarse cerca del escritorio observándome. Cuando pienso en él, en mis otros dos hijos mayores y en las personas que Dios me ha dado para cuidar, las lecciones de los israelitas, de Elí y de Samuel me conmueven asombrosamente. Estos son los hombres que continuarán la tarea, cualquiera que sea que les dejemos. Ellos son los que empuñarán el bastón en la próxima etapa de la carrera.

Eso no significa que nosotros dejaremos la carrera, pero las responsabilidades que ahora tenemos en el Cuerpo de Cristo algún día serán pasadas plenamente a ellos y necesitamos prepararlos para esa tarea. Las circunstancias y los enemigos que se les enfrentarán son en cierto modo desco­nocidos para nosotros ahora, pero hay una preparación básica que les equiparará para encarar cual­quier eventualidad con obediencia y fidelidad.

Las lecciones que hemos aprendido de los isra­elitas, de Elí y de Samuel deben ser conocidas por ellos: cómo combatir contra el enemigo perverso de la intemperancia y del egoísmo hasta el punto de liberar completamente sus vidas de su poder y echarlos fuera. Segundo, debemos llevarlos al co­nocimiento del Señor y de lo que él ha hecho por nosotros y permitirles que ellos experimenten en carne propia la gracia y el poder de Dios. Tercero, el temor de Dios debe ser inculcado en ellos, par­ticularmente para que no se excedan en los lími­tes de su gracia.

Finalmente, debemos enseñarles a honrar el llamamiento de Dios, las leyes y las tra­diciones que él ha establecido para su ejecución. Eso los llevará a tener una mejor apreciación de lo que significa ser un hombre o una mujer de Dios en la tradición de justicia que deben continuar; porque ellos también serán responsables de prepa­rar a la otra generación que les seguirá.

Además de todo lo que he mencionado, hay otra manera muy importante en que podemos prepararlos y es la de comenzar ahora a interceder por ellos para que sobrevivan y permanezcan vivos en la fe. El enemigo conoce bien la importancia que tiene esta nueva generación en el avance del Reino de Dios y hará lo imposible para tratar de destruirlos.

La realidad de esta verdad se hizo muy patente recientemente cuando mi esposa Cindi me llamó a la oficina para informarme que nuestro hijo me­nor, Ben, había caído de su cama mientras dormía la siesta. El área alrededor de su clavícula estaba muy inflamada amenazando una posible fractura que más tarde se confirmó con una radiografía. Cuando iba de camino a casa para llevar al niño al médico, le expresaba al Señor mi frustración por este accidente.

«Señor,» le protestaba. «oro todos los días por los muchachos pura que los protejas. ¿Qué más puedo hacer?»

No había terminado de decirlo en mi pensa­miento, cuando el Señor parecía responderme con otra pregunta: «¿De qué modo orarías por tus hi­jos si supieras que ellos fueran soldados peleando en un campo de batalla?»

Tuve que admitir que oraría con más fervor.

La respuesta de Dios fue tan clara: «Cuánto más entonces en la lucha en que se encuentran aquí y ahora.»

Que Dios nos ayude para interceder fielmente por la generación que sigue para que ellos anden en nuestros caminos y en los del Señor. 

Dick Leggatt es graduado de la Universidad de Pittsburgli como Bachiller en Literatura. Du­rante los últimos cinco años ha servido como Jefe de Redacción en New Wine Magazine. También es uno de los ancianos en la Gulf Coast Covenant Church de Mobile, Alabama. Allí viven él, su esposa Cindi y sus tres hijos.

Tomado de New Wine Magazine de Enero, 1981

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 6- abril 1982