Por Bob Munford

Muchas veces nos sentimos frustrados porque Dios no nos da la comprensión que deseamos en nuestro liderazgo para pasarla a aquellos que tienen hambre de su verdad y que nos siguen. Sin embargo, recientemente he estado sintiendo cierto temor de que Dios me dé más entendimiento de algunas verdades, que antes temía no entender. Estoy aprendiendo que la verdad tiene el potencial de ayudar y de dañar, según sea mi habilidad de tra­ducirla en acción adecuada.

Un triquitraque no puede hacer mucho daño, pero tampoco es de mucho uso práctico. El poder atómico, sin embargo, puede destruir a una ciudad entera o proveerla totalmente de luz. El grado del potencial de uso está en proporción directa al gra­do del potencial de peligro. De la misma manera, esas verdades espirituales que llegan a ser de ma­yor beneficio, pueden ser también las más peligro­sas si no se entienden y aplican correctamente.

En los últimos años, algunos hermanos y yo nos hemos esforzado para entrenar a personas y edificar a nuestras comunidades cristianas. En el proceso, el Señor nos ha dado una nueva compren­sión de la manera en que su autoridad funciona entre los hombres. Esta verdad concerniente a su autoridad y su gobierno, tiene el potencial de ser una fuente insondable de crecimiento para los grupos cristianos; o, como los explosivos, puede ser de gran peligro si es malentendida y mal apli­cada.

Haciendo vino nuevo

Jesús ilustra con la parábola del vino y los odres, el proceso que Dios usa para restaurar su verdad dentro de la Iglesia. Debemos entender este pro­ceso en sus diversos aspectos si deseamos hacer una mejor aplicación de su verdad.

Y nadie pone vino nuevo en odres viejos; de lo contrario el vino nuevo romperá los cueros y se derramará, y los odres se perderán.

Pero el vino nuevo debe ponerse en odres nuevos; (y lo uno y lo otro se conservarán).

Y nadie, después de beber vino añejo, desea vino nuevo; porque dice: «El añejo es mejor» (Luc. 5: 37 – 39).

La parábola del vino descubre el proceso de Dios. La producción del vino se hace en tres eta­pas: la cosecha, la fermentación y la maduración.

Durante la cosecha las uvas se ponen en grandes tinas o prensas para extraer el zumo y separarlo de la pulpa, las semillas y el hollejo. El zumo se pasa entonces a enormes cubas o recipientes para su segunda etapa.

La fermentación es la acción de la levadura que transforma el zumo de uvas en vino. La calidad de la levadura es crítica en su interacción con el zu­mo de las uvas; una buena levadura producirá un vino dulce y suave, pero si es de mala calidad, el vino será áspero, ácido o avinagrado.

El proceso de la fermentación produce dióxido de carbono que ejerce gran presión en los reci­pientes. De manera que estos deben ser lo sufi­cientemente flexibles para estirarse con la expan­sión del gas o el gas deberá ser eliminado ocasio­nalmente para que los recipientes no estallen.

Aunque el proceso para hacer vino está técnica­mente terminado cuando se cumple el tiempo de la fermentación, el vino nuevo todavía no está to­talmente listo para ser consumido. El vino nuevo tiene un aroma y un sabor fuerte y tánico debido a las impurezas residuales y tiende a subirse a la cabeza del bebedor con mayor rapidez que los vi­nos suaves.

Para que el vino sea aceptable y se pueda dis­frutar, tiene que ser madurado. Durante este pro­ceso de envejecimiento, el vino debe permanecer quieto hasta que las impurezas, llamadas «heces», se asientan en el fondo. Varias veces durante este proceso, el vino se extrae de las heces y se «trasie­ga» a otro recipiente, para que más impurezas se asienten. La remoción de las heces ayuda a suavi­zar el vino y a madurarlo y lo hace más agradable y menos fuerte.

Cosecha de la verdad

El proceso del vino nos ofrece un cuadro gráfi­co de la manera en que Dios trae a su pueblo una comprensión nueva de su verdad. A través de la historia, Dios ha enviado grandes «cosechas» de su verdad que revelan sus caminos. Durante este tiempo, la esencia de lo que Dios está diciendo es extraído de los hombres y ministerios por medio de los cuales viene su enseñanza.

Tras este derramamiento viene, por lo general, un período de fermentación o conmoción y con­troversia. La agitación en el proceso de fermenta­ción se debe a la transformación del dulce jugo de la teoría y la visión en la realidad práctica y poten­te aplicada en la vida diaria. Igual que en la prepa­ración del vino, la naturaleza de la levadura es crí­tica para el resultado final. Las Escrituras usan la figura de la levadura para indicar influencia: ya sea en el reino de Dios (Mat. 13:33) o en el del maligno (Mat. 16 :6). Cuando hay una nueva com­prensión que se aplica a la verdad bajo la influencia de hombres temerosos de Dios, con motivos jus­tos, la calidad del vino será buena. Sin embargo, cuando la verdad es aplicada con motivos errados o actitudes impropias, los resultados son amargos, avinagrados y de mal sabor.

En la fermentación, las escrituras dentro de las que se coloca el reconocimiento renovado de la verdad, pasan por un período de ensanchamiento y cambio. Si la estructura es inflexible, termina rota o destruida. Las que son flexibles y abiertas a cambios, continúan ajustándose hasta que la fer­mentación se complete.

Ajustes y maduración

Como sucede con el vino nuevo, sin embargo, la verdad nueva no está totalmente lista para ser consumida una vez que la controversia y la con­moción terminen., Muchas veces la nueva compren­sión de la verdad es todavía áspera, dogmática, vo­luntariosa y mesiánica. Igual que el vino, necesita madurar. Las impurezas requieren de tiempo para asentarse y ser eliminadas. La comprensión de la verdad puede pasar por muchas transiciones, de una vasija a otra, según sea interpretada entre un grupo y otro, por ministerios e iglesias. Según el grado de maduración, la interpretación de la verdad va perdiendo su aspereza y se vuelve más equili­brada y menos violenta.

Si entendemos el proceso de hacer vino, sabre­mos lo que Jesús da a entender cuando dijo: «Na­die desea vino nuevo después de beber vino añejo: porque dice: ‘El añejo es mejor’ «. El sabor suave y equilibrado del vino maduro quita el deseo de ingerir vino nuevo con su aspereza y acidez. El que entiende este proceso, esperará hasta que el vino esté maduro para consumirlo.

La necesidad del equilibrio

Lo que ha sucedido en años recientes entre algu­nos de nosotros con respecto a la autoridad es que la verdad está madurando y se está asentando. Gran parte de la fermentación y de la controversia ha pasado. Los odres se han estirado y hemos apren­dido mucho de cómo aplicar lo que hemos recibi­do. Sin embargo, todavía quedan algunas cosas que son ásperas y de sabor tánico.

La tarea que está por delante es cernir los resi­duos desagradables y descubrir la sabiduría prác­tica y espiritual por medio del método de tanteos. Ha habido ciertos principios que por necesidad se han llegado a dominar únicamente en su aplica­ción práctica. Para lograrlo, hemos entrado en ca­llejones de los que hemos tenido que echar atrás, hemos edificado cosas que hemos tenido que de­rribar y hemos invertido en otras que nos han cos­tado mucho. Ser un pionero es muy costoso.

Con todas estas experiencias, creo que el vino nuevo ha comenzado a madurar. Comenzamos a ver un mayor equilibrio que es saludable para nuestra aplicación de la verdad bíblica sobre la autoridad cristiana y el gobierno de la comunidad cristiana. El equilibrio que queremos lograr es el siguiente: mobilizar el grupo hacia sus metas sin arriesgar o impedir el crecimiento individual del creyente.

La orientación de la Iglesia ha sido por muchos años hacia el individuo. Pero recientemente, Dios ha comenzado a hablarnos con respecto al todo, el cuerpo, la comunidad. Como escribas que se han convertido en discípulos del reino de los cie­los, el reto es sacar de nuestra experiencia «cosas nuevas y cosas viejas» (Mat. 13:52). Esta nueva comprensión de su verdad, equilibrada con todo lo que Dios nos ha dicho anteriormente, es la que trae paz a nuestros ministerios.

La comunidad y el individuo

Nuestro mundo lucha entre dos alternativas: colectivismo desprovisto de inteligencia e indivi­dualismo grosero. El colectivismo desprecia al individuo y su bienestar; al individualista no le importa nadie aparte de sí mismo. Pero el evangelio nos ofrece una tercera opción: membresía en el Cuerpo de Cristo. Esta membresía es un concepto particularmente cristiano.

Un miembro, un órgano, por sí solo no forma parte del todo ni tampoco está completo en sí mismo. Como los órganos de nuestro cuerpo, nuestra individualidad es lo que nos hace miembros útiles del todo. Por lo tanto, la comunidad no se beneficia a la larga, cuando ésta es preferida por encima del individuo, porque el resultado será el estancamiento y la sofocación de la motivación. Por otra parte, el sobre énfasis en el bienestar del individuo produce cristianos egoístas y finalmente desintegración.

El equilibrio al que debemos apuntar es que ca­da miembro individualmente funcione en su don y dentro de su ubicación, siendo la motivación suya la edificación del cuerpo y no su ganancia personal. La paradoja es que nuestra disposición de vivir para la vida del cuerpo es lo que en últi­ma instancia nos desarrolla como individuos reali­zados en la fuerza y los dones que Dios nos ha entregado.

Vertical y horizontal

El Nuevo Testamento nos enseña que el creyen­te necesita tanto la relación vertical con el Señor, como la horizontal con los otros miembros del Cuerpo de Cristo. En el pasado hemos enfatizado tanto nuestra relación vertical con el Señor, que no nos hemos dado cuenta de la necesidad que te­nemos de mantener una relación activa y armonio­sa con otros cristianos. También está fuera de equilibrio que nos volvamos tan centrados en nues­tras relaciones con otros creyentes de la comunidad que nos olvidemos de mantener la relación perso­nal adecuada con el Señor.

Una excelente explicación del equilibrio nece­sario en estas relaciones es la que Rousas J. Rush­dooney nos da en su obra clásica The Institutes of Biblical Law (Los institutos de la ley bíblica):

Con respecto a la salvación y a la providen­cia de Dios, Cristo es el único mediador entre Dios y el hombre (las itálicas son mías). Pero la gracia de Dios no sólo pasa directamente de Dios al hombre por medio de Cristo, sino tam­bién de hombre a hombre conforme van des­cargando sus obligaciones que Dios les ha dado. El hecho que la salvación es enteramente la obra de Dios no altera la realidad de los instru­mentos de su pacto. Negarlos sería negar su condición en el orden de Dios. Los pastores, los padres, los maestros, las autoridades civiles son los instrumentos de Dios para la mediación (mis itálicas) del pacto en la ejecución fiel de sus deberes dados por Dios (compare Ef. 3: 2).

El protestantismo ha defendido justamente la exclusividad de esa mediación, pero también ha causado daño cuando niega que haya me­diación entre los hombres. Claramente, las autoridades delegadas por Dios, espirituales y civiles, que aplican fielmente la palabra y el orden de Dios, son mediadores de la justicia de Dios para con los malhechores como de su cuidado para con los suyos (Jn. 21: 15-17).

Debemos de enseñar siempre, alentar y permitir que se desarrolle el ministerio sacerdotal de cada creyente, aún en las actividades de la comunidad como en la pisa de las uvas. Si bien es propio en­señar que la comunión y la autoridad delegada de Dios son fuentes de vida espiritual, jamás debemos permitir que los creyentes pierdan de vista el origen mismo de esa fuente que es el Señor. Todas las relaciones horizontales dan vida únicamente mientras se mantenga la perspectiva de la relación verti­cal con el Señor.

Orden y espontaneidad

En el pasado hemos enseñado a los creyentes a actuar según eran guiados por el Espíritu. El re­sultado en muchos lugares era el caos. De manera que en un esfuerzo de ayudar a las personas a in­terpretar con mayor exactitud la dirección del Es­píritu Santo y para prevenir los errores en los in­maduros espirituales, pedimos que las personas verificaran su dirección con un pastor que confir­mara la palabra. El resultado en muchos casos fue un sistema burocrático que parecía sofocar la es­pontaneidad y el gozo de ver a Dios obrar.

Tenemos que confiar en nuestra gente lo sufi­ciente como para permitirles que cometan errores en su identificación de la voz del Espíritu Santo. También se puede enseñar y practicar autoridad discrecional como factor de equilibrio. Hay ciertas áreas en las que yo, como creyente, me siento se­guro de conocer la dirección del Espíritu Santo. En otras, sin embargo, pudiera necesitar confirmación o ajustes con respecto a mi interpretación, especialmente si hay otras personas que se verían afectadas significativamente por mis acciones y si aún soy un neófito. Una cosa es profetizar: «Hijo mío, el Señor te ama … «, y algo totalmente dife­rente es decir como palabra de Dios: «Es la vo­luntad de Dios que Sam se vaya para Alaska.»

La autoridad discrecional me ofrece la libertad de aprender la manera que el Espíritu nos guía en áreas donde cometer errores no es tan dañino; a la vez que provee la ayuda necesaria en las áreas donde todavía no me muevo con confianza. Dependiendo del grado en que las vidas de las personas se vean afectadas, la espontaneidad debe estar sujeta a cierto orden.

Jesús se cuidó de lo que comunicaba y a quien lo hacía. Nunca dio demasiada verdad y hasta es­condió lo que estaba haciendo de los que no lo entendían. Hasta dentro de la esfera de los doce hubo niveles de comunicación.

Equilibrio en la comunicación

No podemos decirle todo a todo el mundo todo el tiempo. Hay diferencias inevitables en la comu­nicación según sea los que están bajo nuestro cuidado, a otros cristianos y al mundo en general.

Debido a que no se ha hecho distinción en este aspecto, la comunicación con respecto al discipula­do, la autoridad y la sujeción han causado proble­mas. Algunos que en realidad no tenían corazón de pastor, tomaron estos principios para construir sus propios reinitos, dominar y abusar del pueblo de Dios. Algunos pastores han aplicado mal los conceptos de la iglesia en el hogar para fortalecer y mejorar sus programas sin entender a la iglesia como familia, la paternidad en la comunidad cris­tiana, el compromiso y el discipulado. ¿Cuántos de nosotros hemos enseñado abiertamente desde el púlpito que las «esposas se sometan a sus mari­dos», sólo para que algún marido inseguro e inma­duro de la congregación tome esta verdad y la use fuera de todo contexto bíblico y de una forma no natural?

¡No podemos producir discípulos con técnicas de comunicación masiva! Los principios pueden ser presentados abiertamente, pero la aplicación de estos debe ser hecha individualmente por el Espíritu de verdad y del concepto.

Todos pertenecemos al único Cuerpo de Cristo y el Espíritu de Dios clama para que haya unidad. Sin embargo, no podemos usar eso como una ex­cusa para comunicar indiscriminadamente lo que Dios esté haciendo en nuestras vidas cuando pu­diera estar haciendo algo totalmente diferente con los demás. Con respecto a aquellos que estén fuera de nuestros propios grupos, debemos tener cuidado en el uso de modismos, palabras altisonantes con poco significado, panaceas y verdades prácticas que no se apliquen a otros.

Equilibro en la autoridad

Sin lugar a dudas ha habido situaciones en las que algunos líderes han intentado jugar el papel del Espíritu Santo con los creyentes bajo su cui­dado, requiriendo cierto tipo de obediencia y compromiso que sólo el Señor y las Escrituras tie­nen derecho de demandar. La subordinación a la autoridad delegada por Dios, si bien es real y ne­cesaria, no es la subordinación de un esclavo, ni involucra tampoco la compulsión o el temor. Si bien la subordinación de la esposa o su marido es «en todo» no puede ser absoluta en nada.

Charles Hodges en su libro sobre Efesios trata este equilibrio con exactitud y sucintamente: «La autoridad espiritual no significa que estamos suje­tos a esa autoridad en ‘algunas cosas’ e ‘indepen­dientes’ en otras. La Biblia enseña que la extensión de la autoridad es, sobre todo, pero que está limi­tada en todo: limitada por la naturaleza de la relación y la autoridad superior de Dios y su palabra.

Mientras se preserve nuestra sumisión a Dios y nuestra obediencia al hombre como parte de nues­tra obediencia a Dios, retenemos nuestra libertad y nuestra integridad.»

Aunque el Señor nos ha hablado claramente con respecto a la sujeción y el honor hacia los que están en autoridad dentro de la Iglesia, también debemos reconocer que el liderazgo está limitado por la palabra de Dios:

Primero, el liderazgo cristiano no es arbitrario ni unilateral. El standard hacia los que un hombre apunta a los que están bajo su cuidado, no es el suyo propio sino el de la ley de Dios.

Segundo, la autoridad espiritual delegada en los hombres no es «soteriológica»* sino que es guber­namental. Un líder nunca puede tomar el lugar del Señor Jesús como salvador, pero sí es ungido por él para proveer supervisión, protección, direc­ción y corrección.

* Del griego sótéria= salvación

Tercero, la meta del liderazgo no es producir robots sin mente. El verdadero líder edifica a los creyentes para que alcancen la capacidad de tomar responsabilidad por ellos mismos, sus familias y unos con los otros. Debemos llevar a la gente que dejen de depender de nuestro liderazgo para que tomen su responsabilidad personal y entren en una relación más profunda con el Señor.

Cuarto, la autoridad bíblica nunca se toma a la fuerza, sino que es concedida. Ningún líder debe tomar más autoridad en la vida de los que están a su cuidado que la que el creyente le conceda.

Quinto, ningún líder está en libertad de pedir lo que es antibíblico, bíblicamente inmoral, ilegal o que vaya en contra de los dictados de la concien­cia del creyente individual.

Para llegar a un equilibrio entre la libertad de apelar y la obediencia a la autoridad, debemos de estar seguros que lo que se pretende producir es una actitud de obediencia, no respuestas mecánicas a órdenes. El deseo de obedecer al Señor en su co­razón, pudiera ser la motivación en un creyente que cuestiona o apela lo que se le ha dicho. Al mis­mo tiempo, nuestro gran reto es ejercitar el «mús­culo» de la obediencia de aquellos que Dios ha puesto bajo nuestro cuidado cuando hay actitudes de voluntariedad, rebelión y obstinación. Y debe­mos permitir una libertad de expresión sin forzar a los líderes a dar explicaciones continuamente, y a justificarse y hacer decisiones necesarias en una atmósfera de plaza pública.

Absolutos y variables

Derek Prince ha dicho que existe la tendencia de hacer principios absolutos de los que la Biblia permite variaciones como, por ejemplo, la estruc­tura del gobierno de la iglesia, el grado de autori­dad que cada hombre desea en su vida, ciertos asuntos de conciencia de los  que la Biblia no es específica, y ciertas aplicaciones de los dones del Espíritu. Sin embargo, debemos reconocer que hay ciertas cosas que debemos requerir si un grupo o congregación ha de mantener unidad de propó­sito y dirección; como, por ejemplo, tener las reu­niones los domingos por la tarde.

Aunque esté bien requerir ciertas cosas para el crecimiento y operación del todo, no podemos hacer un absoluto de lo que la Biblia no presente así. Jamás podremos hacer absolutos de nuestros requisitos funcionales relacionándolos con el pe­cado, la salvación o la madurez en una persona. Tampoco debemos permitir que estas variables afecten nuestra comunión con los otros miembros del Cuerpo de Cristo.

Entiendo que hay algunas cosas que la Biblia requiere para que haya comunión, por ejemplo: creer en las Escrituras como la regla absoluta de la fe y de la práctica, la divinidad de Cristo, la salvación por gracia, etc. También hay ciertos principios absolutos de moralidad que tienen que ver con la comunión y el pecado dentro del cuerpo, por ejemplo: el adulterio, la homose­xualidad, el hurto, etc.

El equilibrio en esta área parece que consiste en admitir que otros hermanos tienen suficiente madurez para caminar según los dictados de su conciencia en su relación con el Señor, sin sentir que nuestro andar es superior o que hemos oído la voz de Dios más que ellos.

Principios y personas

Nuestra meta pastoral es desarrollar a un pue­blo que viva según los principios del Nuevo Tes­tamento sin importarle sus sentimientos perso­nales. La gente se ha estado revolcando en un mar de subjetivismo y ya es tiempo de entrenar a los que quieren entrar en una relación de pacto para que sean obedientes a la palabra de Dios sin importarles si en eso hay ganancia o ventaja per­sonal. La demanda para nuestra generación es ha­cer que los creyentes estén más interesados en su compromiso que en su conveniencia, y que segui­rán las demandas del Nuevo Testamento, aunque el Espíritu Santo no les mande una invitación personal.

Para alcanzar esta meta, sin embargo, a veces unos se olvidan que el Señor se preocupa más por las personas que por los principios. Hay algo en la naturaleza nuestra que nos motiva a usar la Biblia contra las personas en vez de a favor de ellas. A los hombres que han dedicado sus vidas al servicio de la verdad y que por ello han pasado tiempos difíciles, se les hace difícil no abrumar a las per­sonas con sus principios «para su propio bien», por supuesto.

Podemos enfatizar un principio día tras día exigiendo su cumplimiento y esperando que nuestra congregación supere en seis semanas las debilidades que nosotros superamos en seis años. A veces es mejor quedarse quieto y entrar en lo que yo llamo una «virtuosa inactividad.» Tenemos que aprender a esperar hasta que sepamos que estamos siguiendo la iniciativa del Espíritu Santo antes de tocar la vida de otro hombre.

Después de la muerte de Lázaro, Jesús no demostró ninguna prisa para resucitarlo; la verdad es que esperó dos días. Quería asegurarse que todos los puntos estuviesen bien claros y fue solo cuando hubo decidido todo el asunto con su Padre (Juan 11 :41 ,42).

El líder que sigue el ejemplo de Cristo se intere­sará no sólo en que su congregación alcance la meta deseada, sino también en cómo los lleva hasta allí. Un sobre énfasis en los principios encajona ‘a las personas y las trata a todas por igual. Jesús enfrentó cada situación individualmente sin romper las reglas del libro. Cuando le trajeron a la mujer tomada en adulterio, la meta bíblica era hacer que la mujer dejara de pecar. Los fariseos querían matarla a pedradas; eso curaría el problema y se satisfaría el principio. Sin embargo, Jesús prefirió tratar con ella como per­sona y logró la misma finalidad.

Nuestro gran reto, como los que velan por las almas del pueblo de Dios, es el de mantener un standard de vida, una comunión y una conducta firme y bíblica, sin destruir en el proceso a las per­sonas que queremos salvar.

Espero. que el vino nuevo esté madurando sin transigir la calidad de la cosecha. Hay muchos sa­bios que han estado observando todo lo que está sucediendo para ver si la cosecha es buena o si se avinagra y tiene que ser desechada. La evidencia es abundante ahora, que muchos que han esperado para ver si los principios de autoridad que hemos sostenido encontrarían el equilibrio bíblico y la madurez suficiente, están aceptando y recibiendo estos principios con alegría.

Bob recibió su Bachillerato en Divinidad del Seminario Episcopal Reformado, en Filadelphia, Penn. Ha sido pastor, evangelista, maestro y decano en el Instituto Bíblico Elim de Nueva York. Además es autor de numerosos libros sobre la vida cristiana. Bob y su esposa Judy viven en Mobile, Alabama. Tienen cua­tro hijos y un nieto.

Tomado de New Wine, Marzo de 1981

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 7- junio 1982