Por Derek Prince

Los cristianos están involucrados en un tremendo conflicto que se extiende por todo el universo, desde el cielo hasta la tierra.

La batalla es entre Dios y las fuerzas del bien por un lado y Satanás y las fuerzas del mal por el otro. El diablo es un arcángel, que por su orgullo, llevó a sus ángeles a rebelarse contra Dios y a esta­blecer un reino rival. Las Escrituras lo describen como un dragón, una serpiente, un asesino, un mentiroso y un ladrón. Satanás se opone a Dios, a los propósitos de Dios y al pueblo de Dios. En su oposición contra nosotros tiene tres objetivos: robar, matar y destruir.

Afortunadamente, las buenas noticias del evan­gelio son que, por medio de la muerte de Jesús en la cruz, él derrotó a Satanás en favor nuestro de dos maneras primordiales. Primero, él hizo posible que obtuviéramos perdón de los pecados pasados. Segundo, hizo posible que recibiéramos la justicia de Dios por fe sin tener que observar la ley. De es­ta manera, Jesús le quitó a Satanás su arma más importante que usaba contra nosotros, la culpa.

Armas Espirituales

Jesús ha puesto también en nuestras manos ar­mas espirituales con las que podemos administrar su victoria sobre Satanás. En 2 Corintios 10 :4-5 leemos: «Pues las armas de nuestra lucha no son de la carne (no son físicas ni materiales), sino divi­namente poderosas para la destrucción de fortale­zas.» Nuestras armas espirituales suplidas por Dios son divinamente poderosas -traducido literalmen­te poderosas significa «poderosas a través de Dios.» Si operamos estas armas que Dios nos ha dado, en fe y dependencia en él, el mismo poder de Dios está disponible para nosotros»

No debemos estar a la defensiva en nuestra ba­talla contra el enemigo, preguntándonos dónde atacará Satanás después, sino que debemos llevar el ataque de ofensiva contra sus fortalezas para destruirlas con nuestras armas espirituales. No de­bemos quedarnos pasivos. Nuestra tendencia es decir: «Soy tan débil; son tan indigno; ¿cómo puedo pelear?» Pero es el diablo quien pone estas palabras en nuestras mentes. En cierto sentido todos somos débiles. No obstante, ponga atención a estas palabras de Pablo en 1 Corintios 1:27-28:

Pero Dios ha escogido lo necio del mundo pa­ra avergonzar a los sabios, y Dios ha escogido lo débil del mundo para avergonzar a lo que es fuerte, y lo vil. y despreciado del mundo ha es­cogido Dios, lo que no es, para anular lo que es.

En su infinita sabiduría Dios ha escogido a per­sonas débiles e indignas como nosotros para des­truir las cosas que son: Satanás y su reino. Nues­tra confianza no está en nosotros mismos, sino en nuestras armas.

¿Cuáles son nuestras armas espirituales? Un pa­saje que las menciona es Apocalipsis 12: 1 0-11 y sigue inmediatamente después de la descripción de Satanás como el dragón y la serpiente:

Y oí una gran voz en el cielo, que decía: «Aho­ra ha venido la salvación, y el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo, porque el acusador de nuestros hermanos ha sido arrojado, el cual los acusa delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le vencieron por me­dio de la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de ellos, y no amaron sus vidas llegando hasta sufrir la muerte.

La declaración crucial aquí es esta: «Ellos le vencieron.» Note el conflicto directo, de persona a persona entre los creyentes y el enemigo. Las armas que usaron en la lucha fueron la sangre del Cordero y la palabra de su testimonio: y estaban totalmente entregados a la batalla, hasta la muerte.

Yo interpreto este texto de una manera simple y práctica: Vencemos a Satanás cuando testifica­mos personalmente de lo que la Palabra de Dios dice que la sangre de Cristo hace por nosotros. Cuando usamos estas tres armas juntas, la sangre de Jesús, la Palabra de Dios y nuestro testimonio personal, las volvemos efectivas. Pero para lograrlo apropiadamente, debemos saber lo que la Pala­bra de Dios dice con respecto a la sangre de Jesús.

El Cordero de la Pascua

En 1 Pedro 1: 18-19 leemos lo siguiente:

Sabiendo que no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros pa­dres, con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, la sangre de Cristo.

Aquí Jesús es comparado con el cordero de la pascua.

Bajo el pacto antiguo, la sangre del cordero de la pascua fue aplicada a las casas de los israelitas. El padre de cada familia mató el cordero pascual, recogió la sangre en un recipiente y transfirió la sangre del recipiente a su casa con un instrumento sencillo: un ramillete de hisopo. Mojó el hisopo en la sangre y luego la roció sobre su casa. De ma­nera que el hisopo fue esencial porque la sangre en el recipiente no daba protección, pero rociada en la casa protegía a la familia.

— Nuestro «hisopo» es nuestro testimonio. Cuan­do testificamos de lo que dice la Biblia que la san­gre de Jesús hace, estamos tomando la sangre del recipiente y rociándola sobre el lugar donde se ne­cesita, el lugar donde vivimos.

Redención y Perdón

Pablo dice en Efesios 1: 7: «En él, tenemos re­dención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de su gracia.» Pablo de­clara que hay dos cosas provistas para nosotros en la sangre de Jesús: redención y perdón de nuestros pecados. Para que estas provisiones se hagan efec­tivas en nuestras vidas, sin embargo, tenemos que hacer el testimonio apropiado. Este es el mensaje del Salmo 107: 2: «Díganlo los redimidos de Jeho­vá, los que ha redimido del poder del enemigo.» Tenemos que declarar con audacia: «Soy redimi­do de las manos del enemigo,» es decir, de Satanás.

Redimir significa »volver a comprar.» Una vez fuimos pecadores, exhibidos en el mercado de es­clavos de Satanás para la venta. Pero Jesús entró en ese mercado y nos volvió a comprar con su san­gre preciosa y no somos más posesión del diablo. Esta redención está basada en el perdón de nues­tros pecados.

Para que la redención y el perdón de Cristo sean efectivos en nuestras vidas, tenemos que usar en­tonces nuestro testimonio personal diciendo: «Por medio de la sangre de Jesús todos mis pecados son perdonados. Por la sangre de Jesús he sido redimi­do y rescatado de las manos de Satanás.» Cuando decimos ese testimonio con nuestros labios, fun­ciona corno el hisopo: transfiere el poder de la sangre de Jesús del ámbito de lo potencial a nues­tra vida diaria práctica.

Limpieza del pecado

Otra provisión vital de la sangre de Jesús es la limpieza del pecado. Esta provisión está descrita en 1 Juan 1: 7: «Mas si andamos en la luz, corno él mismo está en la luz, tenemos comunión los unos con los otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos purifica de todo pecado.» Si andamos en la luz, entonces el primer resultado es comunión unos con los otros, y el segundo es que somos lim­piados por la sangre de Jesús. Los tres verbos: an­dar, tener comunión y ser purificados, están en el presente continuo. No suceden sólo una vez; tie­nen que hacerlo continuamente. Tenemos que cami­nar continuamente en la luz para continuar tenien­do comunión uno con el otro y para que la san­gre de Jesús nos continúe limpiando.

Aunque demandemos la purificación de la sangre de Jesús, si no cumplimos con estas condicio­nes, no seremos realmente limpiados. Su sangre no nos limpia en las tinieblas; sólo cuando anda­mos en la luz. La primera prueba de que andamos en la luz es sí tenemos comunión unos con los otros. Si no estamos disfrutando del compañeris­mo con nuestros hermanos y con el Señor, enton­ces no andamos en la luz y si no andamos en la luz, la sangre de Jesús no nos limpia.

La siguiente pregunta entonces es cómo andar en la luz. La primera condición es que debemos caminar en obediencia a la Palabra de Dios. El Salmo 119: 105 dice: «Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino.» El segundo re­quisito de tener comunión unos con los otros, está resumido por Pablo en Efesios 4: 15 que dice: «Si­no que hablando la verdad en amor debemos cre­cer en todos los aspectos en Aquel que es la cabe­za, es decir Cristo.» En este pasaje, caminar en la luz se define como relacionarnos con nuestros hermanos en verdad y en amor. Tenemos que es­tar dispuestos a actuar con la verdad en nuestras relaciones, pero tenemos que hacerlo en amor.

Caminar en la luz consiste de dos cosas juntas: caminar en obediencia a la Palabra de Dios, y en verdad y amor con nuestros hermanos. Cuando llenamos estas condiciones, entonces podemos de­cir con toda seguridad, que la sangre de Jesús nos está limpiando de todo pecado.

En nuestros días estamos muy conscientes de la contaminación de la atmósfera que nos rodea. También la atmósfera espiritual alrededor está contaminada por el pecado, la corrupción y la impiedad. Para mantener nuestra limpieza, necesi­tamos ser limpiados continuamente por la sangre de Jesús.

Cuando nos hayamos asegurado de haber cum­plido con las condiciones para nuestra limpieza, estaremos en posición de hacer la confesión co­rrecta. Nuestro testimonio debe ser este: «Al ca­minar en la luz, la sangre de Jesús me está lim­piando de todo pecado ahora y continuamente. Si lo creemos, comenzaremos a darle gracias a Dios y en ese acto nos sentiremos puros y limpios.

Justificación

Otra provisión aun, de la sangre de Jesús, es la justificación. Romanos 5 :8-9 lo dice bien claro:

Pero Dios demuestra su amor para con noso­tros, en que, siendo aún pecadores, Cristo mu­rió por nosotros. Entonces mucho más, ya habiendo sido justificados por su sangre, seremos salvos de la ira de Dios por medio de él.

La frase clave es «justificados por su sangre.» Justificar significa hacer recto, absolver de pecado, declarar sin culpa. La mejor definición que he oído es esta: Por la sangre de Jesús soy justificado: «jus­to-y-sin pecado.» ¿Cómo podemos decirlo? Porque cuando somos justificados por medio de la sangre de Jesús, no recibimos nuestra propia rectitud, si­no la de Jesucristo, y Jesucristo nunca pecó.

En 2 Corintios 5 :21 Pablo dice: «Al que no co­noció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en El.» Note el intercambio. En la cruz Jesús se hizo pecado con nuestra pecaminosidad, asumió la pena y el juicio de nuestro pecado y pagó el precio comple­to de la redención con el derramamiento de su propia sangre. En él nos volvemos justicia de Dios; no la nuestra, ni ninguna otra clase de justicia hu­mana, sino la misma justicia de Dios. Dios nunca ha pecado; nunca ha sido contaminado con el pe­cado. Esa es la rectitud que recibirnos por medio de la fe en la sangre de Jesús. Por medio de la sangre de Jesús, soy justificado, declarado recto con la rectitud de Dios. Es como si nunca hubiera pecado.

Esta es entonces la respuesta a las acusaciones de Satanás contra nosotros. ¿Por qué nos acusa? Porque quiere probar nuestra culpabilidad. Por lo tanto, el testimonio primordial que vence las acu­saciones de Satanás es este: «Por la sangre de Je­sús soy justificado, hecho recto, como si nunca hubiera pecado.» Por esta razón puedo presentar­me delante de Dios sin vergüenza o temor y pue­do responder a Satanás osadamente: «Satanás, en vano me acusas, porque no te enfrento con mi propia justicia. Vengo contra ti en la justicia de Dios que es pura, sin pecado y sin mancha.»

Santificación

La siguiente provisión de la sangre de Jesús es la santificación. Santificar significa separar algo o al­guien para Dios. Una persona santa es aquél que se aparta para Dios. Hebreos 13: 12 dice: «Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta.» Es decir, él fue crucificado fuera de la ciudad para santificar al pueblo mediante su propia sangre.

El uso de la sangre para santificar está estableci­do en la pascua. La sangre del cordero pascual se­paró a Israel para Dios en una forma muy especí­fica. En Éxodo 11 :4-7 se revela la intención de Dios de separar a Israel:

Dijo, pues, Moisés: Jehová ha dicho así: A la medianoche yo saldré por en medio de Egipto, y morirá todo primogénito en tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón, hasta el primo­génito de la sierva que está tras el molino, y to­do primogénito de las bestias. Y habrá gran cla­mor por toda la tierra de Egipto, cual nunca hubo, ni jamás habrá. Pero contra todos los hi­jos de Israel, desde el hombre hasta la bestia, ni un perro moverá su lengua, para que sepáis que Jehová hace diferencia entre los egipcios y los israelitas.

El Señor hizo una diferencia entre los que eran su pueblo y los demás. La ira y el juicio vinieron sobre los que no eran del pueblo de Dios, pero pa­ra los suyos hubo tal protección que ni siquiera un perro se atrevió a ladrar contra ellos. La base para esta diferencia, esta separación, fue la sangre del cordero de la pascua. Todas las casas que te­nían su sangre por fuera fueron santificadas, o apartadas para Dios. Ningún poder maléfico podía invadir ese hogar porque el Señor había hecho una diferencia entre su pueblo y los demás. La distinción se hizo con la aplicación de la sangre del cordero.

De igual manera que hemos aplicado las otras provisiones de la sangre de Jesús con el testimonio apropiado, podemos recibir la provisión de la san­tificación con estas palabras: «Por medio de la sangre de Jesús, soy santificado, hecho santo, apar­tado para Dios. El diablo no tiene nada en mí, no tiene poder sobre mí, ningún reclamo contra mí que no haya sido saldado. Todo ha sido pagado por la sangre de Jesús.»

Un ruego continuo

Hay otra provisión preciosa que tenemos por la sangre de Jesús y que muchos cristianos no saben. Hebreos 12 :22-24 dice: «Os habéis acercado al monte Sion, y a la ciudad del Dios vivo, la Jerusa­lén celestial, y a millares de ángeles, y a la asamblea general e iglesia de los primogénitos que están ins­critos en los cielos, y a Dios, el Juez de todos, y a los espíritus de los justos hechos perfectos.» En el monte Sion celestial la sangre de Jesús fue rociada en el santísimo, delante de la misma presencia de Dios, en favor nuestro. Entró allí como un precur­sor, habiendo obtenido la redención eterna por medio de su sacrificio y roció la evidencia de esa redención en la misma presencia del Dios Todopo­deroso, el Padre.

Debemos de notar un contraste importante aquí. Caín había matado a su hermano Abel y quiso evadir la responsabilidad, pero el Señor retó a Caín y dijo: «No hay modo en que puedas esconder tu culpa, porque la sangre de tu hermano que tú de­rramaste en la tierra clama por venganza.» En contraste, la sangre de Jesús rociada en los cielos clama, no por venganza sino por misericordia. La sangre es un ruego continuo por misericordia en la presencia misma de Dios.

Una vez que hayamos testificado personalmen­te del poder de la sangre de Jesús, no tenemos que repetir esas palabras continuamente, porque su sangre está rogando por nosotros todo el tiempo en la presencia de Dios. Cada vez que estemos perturbados, tentados, temerosos o ansiosos debe­mos recordar: «La sangre de Jesús está hablando en la presencia de Dios en favor nuestro ahora.»

En nuestra pelea contra Satanás, debemos mo­vernos activamente para atacar. Jesús nos ha su­plido con las armas de su sangre. La Palabra y nuestro testimonio son la llave para usar las otras dos armas.

La sangre de Jesús nos ha provisto con perdón, redención, purificación, justificación e intercesión en favor nuestro. Si testificamos personalmente lo que dice la Palabra de Dios con respecto a la san­gre de Jesús, podremos aplicar estas provisiones en nuestras vidas. De esta manera Satanás es des­provisto de su arma principal contra nosotros, la culpa, y somos capacitados para vivir en la victoria que Cristo ganó hace mucho tiempo en la cruz.

Derek Prince es graduado de las Universidades Británicas de Eton y King’s College en Griego y Latín. Su programa de radio en Estados Unidos “Today Whit Derek Prince” es escuchado ampliamente. Derek y su esposa Ruth pasan gran parte de su tiempo en Israel y el resto en Fort Lauderdale, Florida.

Tomado de New Wine Magazine, abril 1982

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4. nº -12 -abril 1983