Tomado del libro «Los bienes de Dios» publicado por Editorial CLIE, Moragas y Barret, 113, Tarrasa (Barcelo­na), España.

Por Francisco Pillado

Supongamos que nuestro trabajo nos permite disponer de una cierta suma de dinero. Segura­mente haremos una lista de prioridades, es decir, estableceremos qué es lo más importante para nuestra vida, para nuestro hogar, para nuestra co­munidad. Justamente este es el momento más im­portante en la administración de los bienes. Esta­blecer el orden de nuestras necesidades. Segura­mente que el «yo» ocupa el primer lugar. Y en función del «yo» observamos algunas cosas que no podemos hacer con el dinero.

  1. No podemos comprar a Dios (Hechos 8:20)

Cualquier bien que se posea será insuficiente para lograr paz en mi «yo». Podemos hacer todos los presupuestos que deseemos, pero no podemos co­locar en nuestra lista de inversiones el dar una cantidad determinada de dinero para que Dios esté contento con nosotros, o para que Dios olvi­de nuestras transgresiones, o para que Dios nos dé algún beneficio o ventaja especial. Justamente, en la administración de los bienes es fundamental comprender que si tenemos ese bien es precisa­mente por un acto permisivo de Dios, y mal po­dríamos «comprar» a Quien todo lo da, pidiendo solamente que se le reconozca como Señor y Dueño.

  1. No podemos cubrir la injusticia (Amós 2:6).

Es inútil que tratemos de cubrir nuestras iniquida­des mediante el dinero. Este pasaje de la Biblia nos habla de quienes creyeron que no serían juzgados, por tratarse del pueblo escogido de Dios, y sin embargo, Dios los castigó. El vender al justo, que es una injusticia, no nos debe hacer pensar que podemos cubrir con bienes nuestras malda­des. Justamente, hombres que se rodean de poder y riqueza serán juzgados, no por las riquezas o el poder que detentan, sino por lo que hayan hecho con esos elementos. Es inicuo a los ojos de Dios el que pensemos que, a un hombre rico, por serlo, le serán perdonados sus pecados. O que un malvado, por el hecho de dar limosnas u ofrendas, será justificado.

  1. No sirve para adivinar el futuro (Mi. 3: 11- 12).

Desde los más remotos tiempos el hombre ha querido conocer el futuro, estimando que, de saber el mismo, podrá variar su desarrollo si le es adverso. La consulta a los adivinos siempre fue privilegio de los que podían pagar, aunque la Pa­labra de Dios condenó claramente este afán del hombre por conocer lo que vendrá (Lev. 19: 16, 31). Nuestra natural curiosidad -¿»natural» o atávica curiosidad?- nos lleva a desobedecer. Muchos miles de hombres y mujeres gastan in­gentes cantidades de dinero en consultar adivi­nos, cartas estelares, horóscopos, etc.

Nunca co­mo ahora el culto de la adivinación y el ocultismo ha recibido mayores cantidades de dinero. En otra parte de este libro hablamos de los cultos satáni­cos, pero sin darnos cuenta de que esos cultos no siempre significan ceremonias rituales. Muchas ve­ces, cuando un hombre o una mujer se guían por un horóscopo o una adivinación para programar su jornada de vida, están aceptando automática­mente la posibilidad de que una fuerza, que no es la de Dios, pueda acompañar a sus actos, ayudán­dolos en un sentido u otro. Cada año, millones de hombres y mujeres gastan parte de sus salarios en esos cultos. Pero la Biblia dice, por boca de Jesu­cristo, que no está dado a nosotros saber lo que ocurrirá (Hechos 1: 7).

Y ahora observemos algunas cosas que sí po­demos hacer con el dinero.

1.Devolver a Dios lo que le pertenece.

Si todo es de Dios, ¿debo dar todo a Dios? Esto sería una incoherencia, porque de tal manera no podríamos vivir en el sentido material, es decir, comprar ali­mentos, vestidos y aquellos elementos necesarios para la vida. Reconociendo que es de Dios la ple­nitud de las cosas, en el reconocimiento de ello hay agrado por parte de Dios. Sin embargo, hay algo más.

Este reconocimiento de la soberanía de Dios debe ir acompañado de una entrega de aquello que tenemos como fruto justamente del uso de nuestras posibilidades (inteligencia, tiempo, talen­to).

Cuando Malaquías expresa la posibilidad de que el hombre robe a Dios (Mal. 3:10), no está ha­blando de una actitud propia de la ley, es decir, una obligación que surge de la ley, sino de una ac­titud común en el hombre, que, una vez que pros­pera, soberbiamente hace impiedades, aparentan­do que ello es posible sin caer bajo el juicio de Dios.

El hombre debe poner a los pies de su Dueño todo aquello que es fruto de su trabajo, en la se­guridad de que el Señor abrirá las ventanas de los cielos y derramará bendiciones hasta que sobrea­bunde (Mal. 3: 10). Es claro que cuando hacemos nuestro balance mensual nunca queda dinero para Dios. Nos preguntamos a nosotros mismos: ¿No es justo que haga reparar el coche? Es un bien de Dios y debo cuidarlo. ¿No es justo que compre una nevera nueva? Y mis vestidos, ¿no son viejos? ¿No es justo que mi hijo pueda ir al club a jugar con otros amigos? ¿No tengo derecho a tomar va­caciones? ¿Es razonable que yo no tenga un buen aparato de televisión? Así podríamos llegar hasta el infinito con preguntas parecidas.

Nosotros hemos conocido al principio de nues­tra vida de creyentes estas disyuntivas. Pero en nuestro hogar esto fue claro. No solo el diezmo, que no es nada, sino el diezmo dado con corazón alegre, como dice 1 Corintios 9:7. No el diezmo porque sea norma de la ley, sino porque el 10 por ciento de nuestras entradas es una miseria para que devolvamos a Dios todo lo que nos da, lo que, por otra parte, es imposible.

  1. Utilizar los, bienes dentro del concepto de Proverbios 30:8,9.

Este pasaje bíblico nos habla de la necesidad, expresada en oración, de no tener más allá de lo que se necesita para vivir. La pobre­za puede producir problemas de conducta en dos sentidos diferentes y opuestos. El versículo 9 ha­bla del que hurta por no tener los elementos sufi­cientes para sobrevivir. Sin duda que no será el caso de un creyente, porque el Señor, en su Ser­món del Monte, manifestó que siempre el Padre Celestial provee para sus criaturas (Mat. 6:25-34).

Pero también la pobreza puede producir en el hombre un orgullo de su estado y mirará despreciativamente a los que tienen bienes.

El razonamiento de que «Dios me ama, por eso soy pobre; en cambio, llena de riquezas a los que se perderán», es una falacia. Pensar que por ser pobre se es mejor que los demás, es tener una fal­sa modestia que tiene una gran dosis de orgullo.

Por otra parte, el acumular riquezas no encuen­tra ningún aliciente en la Biblia. En repetidas oca­siones se pone el ejemplo de un hombre que amontona bienes sin preocuparse de su vida espi­ritual (Lucas 12: 16-21). Pero un creyente cristiano puede tener más dinero del que necesita para vi­vir, y en ese caso se reduce el problema a tomar solamente lo que realmente es necesario para una vida digna y el resto de las rentas utilizarlas para ayudar a los necesitados, promover la educación, colaborar con la predicación del evangelio, etc., etc.

El problema del creyente con riquezas es que muchas veces es juzgado y criticado por causa de ellas, porque en la simplicidad de un razonamien­to la riqueza no es justa, y, por lo tanto, un verda­dero creyente no debe tenerla.

Lo que es criticable es el hecho de que un cris­tiano con riquezas sea insensible a las necesidades del mundo que le rodea, pero no lo es el hecho de que tenga más bienes de los que necesita (Lucas 12:47-48).

Todo hombre tiene la posibilidad de tener sus necesidades cubiertas. Dios no miente. Cuando ello no ocurre es porque alguien o algún sistema permite que ese individuo sea despojado de su mí­nimo para acrecentar el máximo de otro individuo o sistema.

Es por ello que en un sistema cristiano todo in­dividuo puede ganar lo que su capacidad le permi­ta, y los excesos de bienes que una persona tiene sobre sus reales necesidades son aplicados al mejo­ramiento del mundo que le rodea, y esto no por decreto, sino por convicciones espirituales.

  1. Aplicación de los bienes después de cubiertas las necesidades.

Pero ¿cuál es la medida de las ne­cesidades? Porque seguramente las necesidades de un hombre importante de negocios son diferentes a las de un pastor evangélico o a las de un carpin­tero.

Un hombre que ocupa una posición importante en cualquier campo de actividades debe hacer frente a una serie de compromisos sociales, cultu­rales, etcétera, que le llevan a una necesidad bási­ca mayor de dinero que a aquel que solo realiza una labor en relación de dependencia. Esto es ra­zonable.

De todas formas, es tan inútil el dinero que se gasta en grandes fiestas como el poco dinero que se gasta en una lotería.

En el mundo se juegan cantidades astronómicas en loterías, carreras de caballos y toda clase de azar imaginable. Se nos dirá que muchos de estos fondos van a sociedades de beneficencia y tienen altos fines educacionales. Pero el que juega no lo hace pensando en la beneficencia, sino en el lucro que se puede obtener aparte.

El juego de azar es, sin duda, una de las mejores pruebas de la insatisfacción actual del individuo. El hombre ansía bienes y más bienes. Ansía más allá de lo que necesita. Y ¿qué sentido tiene que un hombre rico juegue a la lotería? Aumentar sus riquezas. Si se tratara de hacer beneficencia, con dar parte de su fortuna ya estaría su inquietud resuelta.

Un billete de lotería o una jugada de azar es la expresión de ansiedad de un individuo para re­solver alguna crisis existencial. Pero ¿qué es vivir mejor? Tener el último modelo de coche, o los mejores vestidos, o las más lujosas casas. ¿Es esto vivir mejor? ¿Vivir, quizás, como en Suecia, pa­raíso del confort, de la droga y del conflicto se­xual? Después de cubiertas nuestras necesidades básicas, que admitimos pueden ocupar una escala relativamente amplia, ¿qué hacemos con nuestros sobrantes?

Quizás no hay sobrantes. En ese caso no hay problema. Separamos la parte de Dios y vivimos con el resto.

Si hay sobrante puede un cristiano hacer cari­dad, puede un cristiano colaborar en obras de bien público. En misiones cristianas que tienen por objeto predicar el evangelio en lugares donde la Palabra de Dios no se conoce. Puede un cristiano apoyar la obra de edición de literatura cristia­na. Ayudar a los colegios y demás centros educa­cionales. La gama de posibilidades para utilizar el remanente de dinero de nuestras necesidades linda casi con el infinito.

Lo que sí entristece es ver cuántas veces los cristianos viven con un gran despilfarro de dinero, sin tener en cuenta la precariedad de los bienes humanos y el origen de los mismos.

RECOMENDACIONES FINALES

  1. Actitudes positivas con respecto a los bienes que tenemos
  2. a) Debemos de preocuparnos de que todos aquellos objetos que poseemos, cualquiera que sea su naturaleza, se mantengan en nuestro poder en las mejores condiciones. No es un justificativo el haberlos adquirido, para no preocupamos por su conservación.
  3. b) Debemos reemplazar un objeto que tenemos solamente cuando el mismo ha dejado de prestar su finalidad correctamente. Un cristiano no debe entrar en la variante tan común de desechar cosas que sirven, solamente para adecuarse a una moda o a un movimiento competitivo de consumo.
  4. e) Debemos pensar que todo objeto que posee­mos puede ser de utilidad a otro, y, por ello, el objeto tiene el valor de satisfacer la necesidad de alguien que quizás no puede adquirirlo.
  5. d) Debemos utilizar los objetos sin olvidar que son cosas inanimadas, por lo que no debemos tener más apego que el necesario con una cosa útil. Manifestar que un objeto no se arregla, pero no se da o no se utiliza, así como tampoco se comparte con otro por razones emotivas, es simplemente poner un sentimiento de amor en al­go material, por sobre la satisfacción que puede producir a otro ser humano.
  6. Actitudes con el dinero
  7. a) Pensar que las monedas sumadas de los retor­nos, en un mes, pueden sumar una cantidad que permita, por razones de cambio, ayudar al sostén de una misión en muchos países del mundo. Na­die debe pensar que por el hecho de tener un sala­rio pequeño no puede aportar un grano de arena a esa obra.
  8. b) Pensar que hacer economías avariciosas en algunos gastos (por ejemplo, comida), pero inver­tir un gran capital en un coche, es una forma in­correcta de actuar. El uso del dinero debe ser equilibrado y, dentro de un presupuesto familiar,

 

sacrificar cosas esenciales para satisfacer ambicio­nes de figuración es dar curso a la vanidad y nada más.

  1. c) No olvidar que hacer economías avariciosas es no tener en cuenta el mandato de Éxodo 18: 21, donde al buscar hombres prudentes, ellos no debían ser avariciosos. Un cristiano que por ava­ricia hace pasar necesidades a su familia, aunque luego dé ofrendas, no podrá escapar de la repri­menda del Señor (Lucas 12: 15).

El recorrer otros países, conocer otras modali­dades, nos ha servido para comprobar en cuántas ocasiones el nombre de cristiano se lleva más co­mo una tradición que como una forma de vida.

Si se me preguntara qué es un cristiano en su aspecto práctico, le contestaría que es un estilo de vida.

Durante muchos siglos se ha hablado del estilo de vida de un inglés, de un francés, y así, sucesivamente, cada país ha tenido y tiene una forma de vida que le caracteriza.

Pero si se nos pregunta cuál es el estilo de vida de un cristiano nos costará mucho llegar a una definición.

Para los que no viven realmente el cristianismo, un cristiano es un fanático que no fuma, no bebe, no va al cine, no ve televisión, no baila, no …, etcé­tera, etc. Pero ¿es esto un cristiano? Hay muchos que no beben, no fuman, y, como los menciona Barth, se llaman Hitler. ¿Es un cristiano un hom­bre que está solamente en las actitudes negativas, un hombre que se distingue de los demás por las cosas que no hace?

Lamentablemente muchos hermanos están en esa posición, y, personalmente, en parte comparto esta idea de que el cristiano no debe hacer muchas cosas que hace el hombre de mundo. Pero las co­sas que dejamos de hacer no son las líneas funda­mentales que dibujan la figura de un cristiano.

El cristiano es, por razones de su nacimiento es­piritual, un ser lleno de alegría y seguridades. Un cristiano no es un hombre taciturno, agriado por los problemas que le rodean y que él odia. El mundo rodea a los cristianos, formamos parte de la sociedad, pero no del pecado que domina al mundo. Debemos impulsarnos a expresar a otros la alegría que significa haber escapado de las garras del vicio y la corrupción.

Pero la alegría no es orgullo. Un cristiano no es un ser superior que mira por sobre el hombro al borracho o a la prostituta. No es el ser humano que, lleno de vanidad por su supuesta condición espiritual excelsa, mira con desprecio a los que no han llegado a ese punto. El estilo de vida de un cristiano con respecto a su prójimo es de tierna comprensión del problema actual.

Un cristiano es un hombre o mujer que marcha con seguridad por la tierra. No es alguien que no tiene seguridad de qué será su futuro o qué ocu­rrirá cuando deba dejar este mundo.

Un cristiano es un estilo de vida. Una forma abierta a los demás, capaz de amar a los que no le aman, de perdonar con olvido, que es lo impor­tante. Capaz de compartir el lodo por el que transitan muchas vidas, sin mancharse, con tal de dar una palabra de esperanza.

Pero ¡qué lejos estamos los cristianos de mos­trar nuestro estilo de vida! ¡Cómo tratamos, de inmediato, que otros vean nuestra superioridad espiritual! ¡Cómo deseamos demostrar nuestros conocimientos de la Biblia, nuestra conducta in­tachable, nuestra falta de vicios! ¡Cómo, muchas veces, exageramos los pecados de nuestra vida an­terior, antes de conocer al Señor, para dar mayor valor a nuestra conversión!

¿Es éste nuestro estilo de vida? ¿Mucho hablar y poco hacer? ¿Es nuestro estilo de vida fijarnos en los cristianos de otras comunidades para tra­tarlos de perdidos, o herejes, hipócritas, falsos profetas, etc.?

¿Es nuestro estilo de vida estar llenos de limita­ciones de conducta, pero no limitaciones que el Señor mencionó como útiles para una vida espiri­tual sana; sino limitaciones que nosotros mismos creamos? ¿Es nuestro estilo de vida hacerle decir al Señor lo que El no dijo, juzgar como El no juzgó?

Los cristianos debemos volver al siglo apostóli­co, regresar a las fuentes prístinas del Evangelio. El reloj de Dios no da marcha atrás y el tiempo fi­nal se acerca. Tratemos de que, cuando debamos rendir cuenta de la forma que administramos to­das las oportunidades que El puso en nuestro camino, no seamos hallados inútiles como el siervo infiel.

Todos hemos realizado alguna vez un camino a Damasco y, como Pablo, hemos encontrado allí la Luz. Todos tenemos que agradecer al Dador de la Vida, porque nos buscó hasta encontrarnos.

¡Qué bueno es que todos agradezcamos el ha­bernos dado por igual posibilidades de servir, de servir a los que nos rodean, de servir a nuestra fa­milia y de utilizar con la mayor honradez y claridad posibles los bienes que nos dio! Que así sea.

Tomado del libro «Los bienes de Dios» publicado por Editorial CLIE, Moragas y Barret, 113, Tarrasa (Barcelo­na), España.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol 3 nº 11 febrero 1981