Por Charles Simpson- Primera parte

El siguiente artículo es adaptado de una conferencia dictada el 21 de Febrero de 1981 por Charles Simpson, en el Templo Bíblico de San José, Costa Rica, a un grupo de pastores. 

Y mientras iban de camino El entró a cierta aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa.

Y ella tenía una hermana llamada María, que también estaba escuchando la palabra del Se­ñor, sentada a sus pies.

Pero Marta se preocupaba con todos los pre­parativos; y acercándose a El, le dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude.

Pero el Señor respondió y le dijo: Marta, Marta, tú estás afanada y molesta acerca de tan­tas cosas; pero sólo unas pocas son necesarias, en reali­dad sólo una, y María ha escogido la parte bue­na, la cual no le será quitada. (Luc. 10:38-41).

Esta es una historia en la que resalta la diferen­cia entre escuchar y estar distraídos; entre lo que es necesario y lo que pudiese ser deseable. María representa a la persona que, entiende lo que es realmente necesario. Jesús era un amigo cercano de esta familia y cuando se quedaba en su casa, ellos actuaban como eran en realidad; la verdadera personalidad de ellos se reflejaba.

Hay personas que cuando están alrededor de un pastor, no ac­túan normalmente, sino en forma diferente a co­mo son. María y Marta, por el contrario, hablaban lo que estaba en su corazón.

María revela el profundo deseo que tiene de co­nocer las cosas de Dios y Marta su preocupación por el cuidado de las necesidades personales de Jesús. Se enoja cuando nota que María no le ayu­da. Marta actuaba con naturalidad, lo suficiente como para enojarse delante de Jesús y así lo ma­nifiesta. La mayoría de nosotros hubiésemos pre­tendido no estar enojados.

Hay tanto a favor de Marta, pero en su actitud ella cometió dos errores. Primero, dijo: «Señor, ¿no te importa …?» Nunca le pregunte al Señor que, si no le importa, especialmente cuando esté enojado. Una vez los discípulos iban en una barca y vino una tormenta y Jesús estaba dormido. El descansaba con la paz de Dios, pero los discípulos lo despertaron y le preguntaron: «Señor, ¿no te importa …?»

Dice la Escritura que El reprendió a los vientos, a la mar y a ellos también. Nunca le diga a Dios que a El no le importa, porque a Dios le ha estado importando todo el tiempo. Dios se interesa más que nosotros. Si tuviésemos el cui­dado de escucharle, las cosas saldrían mejor.

El segundo error que Marta cometió fue que le dijo a Jesús: «Dile, pues, que me ayude». Le dijo a Dios lo que debía hacer. Ese es otro error muy grave, aunque se haga en el nombre de Je­sús. A veces nuestras oraciones consisten en ha­blarle a Dios como si no supiera o no le importa­ra y diciéndole lo que debe hacer: «Señor, haz esto; haz aquello; y no te olvides de esto otro; y asegúrate de encargarte de esta otra cosa; en el nombre de Jesús, Amén».

Jesús respondió a Marta de esta manera: «Es­tás preocupada por muchas cosas, pero hay una sola que es realmente necesaria y María lo com­prende y no le será quitada». La historia contras­ta el ocuparse con muchas cosas o con una sola.

Nuestras iglesias y nuestros países están preo­cupados por muchas cosas, pero puedo oír al Se­ñor decir: «Solo una cosa es necesaria: Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y to­das estas cosas os serán añadidas».

¿Qué es lo que necesitamos en realidad? A ve­ces descubro que he gastado mi tiempo haciendo cosas sin importancia, y el que me sobra lo entre­go a lo que es importante. Si tenernos tiempo ora­mos; si tenernos tiempo leernos la Biblia; si tene­rnos tiempo conversamos con nuestra familia; si tenernos tiempo lo pasarnos con los hijos. Las co­sas más importantes son las que se quedan sin ha­cer.

Espero que esto no sea un sermón más, sino un plan que podamos seguir para descubrir las co­sas que son realmente necesarias, no buenas o im­portantes.

Es necesario un llamamiento

La primera es ser llamados hijos de Dios. El lla­mamiento divino es necesario para tener autori­dad espiritual. El resultado óptimo de nuestro tra­bajo es garantizado cuando es Dios quien nos lla­ma para hacerlo. Cada uno debe responder a la pregunta: ¿Me ha escogido Dios para hacer lo que estoy haciendo?

Los fariseos le preguntaron a Jesús en una oca­sión: «¿Con qué autoridad haces estas cosas?» Era una buena pregunta, pero no les gustó la res­puesta. En los días cuando los pueblos eran gober­nados por reyes, la gente entendía que la autori­dad era soberana y era entregada. Ahora vivimos en un tiempo en el que se habla mucho de demo­cracia, y a menudo creernos que la autoridad vie­ne del pueblo, pero este no la puede dar.

La Escritura dice que toda potestad viene de Dios. Si us­ted es un siervo de Dios y quiere cumplir con su responsabilidad, la primera pregunta que tiene que hacerse es esta: ¿Me ha enviado Dios a hacer este trabajo? Si la respuesta es no, entonces usted no tiene ninguna autoridad para hacerlo, no im­porta lo bien que se sienta intentándolo; al final de todo no contará para nada.

Hace varios años hice un descubrimiento muy importante en Jeremías 23. Tenía que ver con lo que era un falso profeta. Descubrí que un falso profeta era aquel que corría sin ser enviado. No significaba necesariamente que estuviese hablando un mensaje falso o que viviera en pecado. Signifi­caba que no había recibido autoridad para hacer lo que hacía.

Hay un ejemplo en las Escrituras que ilustra es­ta verdad. Cuando Absalón se reveló contra Da­vid, hubo guerra y David dio instrucciones a sus soldados para que no hicieran daño a Absalón, pero de todas formas lo mataron. El capitán quiso enviar un mensajero a David para darle la noticia. El mensajero sería un etíope que estaba bien ente­rado de lo que había sucedido y sabía como dar las nuevas a David. Lo haría en una forma gentil, y no abruptamente.

Había otra persona que que­ría llevar la noticia, su nombre era Ahimaas. Este era un buen corredor, mejor que el etíope y se ofrece para llevar el mensaje. El capitán le respon­dió: «No, porque tú no tienes mensaje», y envió al etíope, quien corrrió hacia David que estaba lejos de la batalla.

Ahimaas siguió insistiendo hasta que el capitán le dijo: «Está bien. Ya el etíope se ha ido y él dice las noticias muy bien, pero tú puedes ir también». Ahimaas sabía por donde cruzar a campo traviesa, alcanzó y pasó al etíope y llegó al campamento donde estaba David.

En el campamento estaban los atalayas vigilan­do y vieron a Ahimaas que se acercaba y dijeron al rey: «Viene un mensajero y es Ahimaas». «Es un buen hombre», dijo David, «tal vez, trae noti­cias buenas para mí».

«Ahimaas, ¿cuáles son las noticias?» «Hubo una gran victoria», dijo él. «¿Pero qué  de mi hijo Absalón?»

«No lo sé. Hubo una gran confusión y no sé qué le sucedió a Absalón».

«Entonces apártate. Hazte a un lado», dijo el rey.

Era un buen corredor, pero no había sido en­viado y en realidad no tenía mensaje y fue avergonzado. Luego vino el etíope y el rey le pregun­ta:

» ¿Cuáles son las noticias? ¿Qué de mi hijo Ab­salón?»

El etíope muy reverentemente le dice:

«Que sean todos tus enemigos como él es este día».

Y eso tocó el corazón del rey y lloró por su hi­jo Absalón.

Hay muchos en la obra que saben correr, saben hablar, saben todos los métodos, pero algo les fal­ta: no han sido enviados. Dios no les encomendó ese trabajo y por lo tanto son inefectivos. Hay mucha actividad, mucho correr, mucho sudor, pe­ro cuando llegan al punto final, no tienen éxito. El resultado último de lo que hacemos, depende de nuestra autoridad inicial.

La elección es de Dios

El ministerio no es solamente una vocación, es algo que Dios mismo tiene que escoger para noso­tros. La historia bíblica está llena de ejemplos. Abraham fue llamado por Dios. Era demasiado viejo, no tenía hijos, pero Dios lo llamó y eso hizo toda la diferencia. Moisés tenía ochenta años, no sabía hablar claramente, pero fue llamado por Dios. Ser escogido por Dios no es solamente im­portante, o una buena cosa, sino es que es abso­lutamente necesario. La frase más poderosa en cualquier idioma es cuando el Señor Dios dice:

«Yo te he escogido».

Dios dice: «A Jacob amé y a Esaú aborrecí».

Yo hubiera escogido a Esaú. Su padre también lo había escogido porque era un gran cazador y Jacob era un engañador, el preferido de su ma­dre. Pero no es el hombre quien elige; es Dios.

La batalla más grande de mi vida no fue acep­tar a Jesucristo como Señor. Yo he creído en Je­sús desde que era niño. Mi madre y mi padre me enseñaron bien y yo sabía que algún día tendría que entregarle mi vida. Hubo una lucha, pero más adelante vendría una más grande aún: Cuando comencé a darme cuenta que Dios quería que fue­ra ministro.

¿Me había escogido El para el minis­terio? Si así era, le entregaría mi vida. No era lo que yo quería ser, pero después de un tiempo descubrí que eso no importaba. Podía elegir entre hacer la voluntad de Dios y ser feliz, o hacer mi propio deseo y ser miserable. Decidí hacer la vo­luntad de Dios. Dios es dueño de mi vida y de la suya si usted se ha entregado a El.

Todo hombre aspira a ser feliz, pero la felici­dad no es la cosa más importante del mundo. La cosa más importante del mundo es hacer la volun­tad de Dios. Si usted hace la voluntad de Dios, más adelante llegará a ser feliz. Al principio tal vez usted no lo vea, pero entonces tendrá que confiar en la elección del Señor y eso pudiese ser una batalla. Lo más importante es estar firme­mente convencidos, sin lugar a dudas, que esta­mos dentro de la voluntad de Dios.

2 Pedro 1: 10 dice:

Así que, hermanos, sed tanto más diligentes para aseguraros de vuestro llamado y elección de parte de Dios; porque mientras hagáis estas cosas nunca tropezaréis.

Para asegurarse es necesario luchar como una mariposa que está por salir de dentro del capullo. El esfuerzo es necesario para que la mariposa se fortalezca y pueda salir. Si su ministerio ha de ser un éxito, tiene que estar dispuesto a luchar para saber si su llamamiento es seguro, para que cuan­do entre a hacer la voluntad de Dios, pueda hablar con confianza y edifique el corazón de la gente.

Dios es quien capacita

1 Tesalonicenses 1 :4-5 dice:

Sabiendo, hermanos amados de Dios, su elección de vosotros, pues nuestro evangelio no vino a vosotros solamente en palabras, sino también en poder, en el Espíritu Santo, y con plena convicción; como sabéis qué clase de per­sonas demostramos ser entre vosotros, por amor a vosotros.

Dios escoge a los individuos y a las iglesias, y el apóstol Pablo les dice que él sabe que Dios los ha elegido. Cuando ellos preguntan cómo lo sabe, él les dice: «Porque cuando les fui a predicar el Es­píritu Santo me dio poder, y ustedes oyeron la Palabra de Dios y eso edificó fe en ustedes».

Sólo Dios puede darle la capacidad de hablar y a la gente de escuchar. Cuando yo comencé a mi­nistrar no lo entendí así. Creía que el éxito del mensaje dependía de mí. Creía que, si estudiaba bastante, si oraba, si presentaba mi mensaje en un orden muy bueno, tendría éxito; pero a través de los años he comenzado a descubrir que a veces he llegado a predicar sin mucha preparación; no me he sentido bien o el lugar ha estado demasiado caliente o frío y le he pedido a Dios que me ayu­de y el mensaje ha resultado un gran éxito.

He predicado como si supiera de antemano lo que iba a decir y la gente ha sido bendecida. Otras veces me he preparado, he orado, todo ha estado bien, he comenzado el mensaje y las palabras han salido de mi boca, pero parecía que caían al suelo, sin siquiera alcanzar a la fila de adelante. No he po­dido entender lo que pasaba.

Después que el Señor me bautizó en el Espíri­tu, algunos miembros de mi congregación comen­zaron a oponérseme. Era algo nuevo para ellos, te­nían miedo de que hubiese perdido la razón y mu­chos se fueron. Antes la iglesia se llenaba. El po­der de Dios vino sobre mí y ahora estaba casi va­cía. Era extraño. Yo creía que con el poder de Dios la iglesia estaría rebosando más que nunca, pero muchos no querían el poder de Dios. Que­rían que la iglesia fuera fría y muerta.

Preferían la oscuridad porque podían esconder sus pecados en ella. Los que se quedaban para oír el mensaje, lo contaban a los que se habían salido y aunque el edificio se llenara solo a la mitad, yo sabía que el resto también lo oiría,

Llegó el día cuando ya no quería ni predicar, porque sus rostros estaban endurecidos y no apre­ciaban lo que quería hacer. Una noche, antes de salir a predicar, estaba en la oficina, postrado en el suelo delante de Dios, Me sentía enojado, doli­do y le decía al Señor: «Ya no quiero predicar más. Jamás quise hacerlo. Quiero hacer algo dis­tinto. Esta gente no quiere oír lo que tengo que decir y ya no me importa si lo llegan a saber o no». Estaba discutiendo con el Señor, pero el Es­píritu me habló y dijo: «Si Dios está contigo, ¿quién podrá estar en contra tuya?» (Rom. 8:31).

Eso llegó hasta mi corazón. Dije amén a la pala­bra del Señor, me levanté del suelo y salí en busca del diablo. Estaba listo para pelear. Subí al púlpi­to y prediqué como si en la iglesia hubiera mil personas, y el poder de Dios cayó sobre la congre­gación.

Si Dios está con usted, si El le ha llamado, sea valiente. Recuerde que el mensaje es de Dios. Us­ted no se ha enviado solo. La gente no está tra­tando con usted. Las cuentas las rinde a El quien lo llamó y le dio su mensaje. 

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol.4-nº 2 agosto 1981.