Por Erick Schenkel

Jamás olvidaré la emoción que experimenté cuando nuestro hijo mayor fue puesto en mis bra­zos por primera vez. Yo había ayudado a mi espo­sa en su entrenamiento para dar a luz en parto na­tural y se me había permitido permanecer junto a ella en la sala de alumbramientos donde fui tes­tigo del milagro del nacimiento. El bebé no tenía ni cinco minutos de nacido cuando la enfermera me lo entregó. Con un gran sentido de gratitud lo le­vanté delante del Señor haciendo esta sincera ora­ción de lo que yo creí era un gesto muy noble de sacrificio: «Señor», dije, «doy mi hijo a ti y a tus propósitos.» Tan pronto hube dicho estas pala­bras mi entendimiento se abrió y él me habló de la siguiente manera: «Tú no me lo puedes dar. Yo te lo doy a ti. El ya es mío y te lo confío a ti y a tu esposa con un propósito específico. Quiero que le enseñes, le entrenes y le encamines hacia la ma­durez para que sea un hombre de Dios. Recuerda que él no es tuyo; es mío.»

Por días, seguí oyendo estas palabras como un eco en mi espíritu: «No es tuyo; es mío. Tú eres mi administrador con un propósito específi­co». Esto se ha convertido a través de los años en el fundamento de nuestra manera de operar como familia. Como resultado, mi esposa y yo hemos experimentado un amor para nuestros hijos que va más allá de nuestra propia emoción. La eviden­cia diaria es muy palpable en una y otra situación práctica. En ocasiones, mi paciencia, mi consis­tencia en la disciplina y mi fidelidad en la oración se han visto en peligro. Es entonces que el temor de maltratar a uno de los pequeñitos de Dios me hace descansar en su amor y gracia para la situa­ción. Puesto que no son míos, no puedo hacer con ellos lo que yo quiera; debo hacer lo que él quiere.

Esta realización ha permitido que mi esposa y yo disfrutemos libremente de nuestros hijos sin desarrollar relaciones ilícitas. Dios no dio a los hi­jos para satisfacer nuestras necesidades emociona­les. En el centro de ese profundo amor que tene­mos para ellos, hay un lugar de constante entrega de ellos al plan y al trato de Dios en sus vidas.

Estamos aprendiendo a tenerlos con una mano abierta y a no sofocarlos con un tipo ilegal de afecto paterno o materno. Entendemos que nues­tro encargo sobre ellos es por un período de tiem­po limitado y que durante ese lapso nuestra meta es criarlos hasta que lleguen a ocupar su lugar de adultos juntamente con nosotros delante de Dios. Los problemas que los padres tienen con sus hijos adolescentes se deben en la mayoría de los casos a que los primeros no han entendido con claridad que su meta es la de llevar a sus hijos a la madu­rez en el Señor. Sus reacciones han sido de temor ante el prospecto dé «perder a su pequeño». La raíz del problema ha sido su falta de compren­sión de que él o ella no es suyo en primer lugar.

Responsabilidad para entrenar

Otra consecuencia de saber que mis hijos son dc Dios y no míos, es un profundo sentido de responsabilidad como quien dará cuenta de ellos an­te Dios. He buscado en las Escrituras el propósito por el cual Dios me ha dado hijos y he encon­trado claramente los fundamentos de mi tarea. Efesios 6:4 ordena a los padres a criar a los hijos «en la disciplina e instrucción del Señor.» Esta disciplina consiste en entrenar a un niño para que obedezca los principios de Dios haciéndole ver la realidad de las consecuencias de un mal compor­tamiento. Proverbios 22: 15 dice: «La necedad está ligada en el corazón del muchacho; más la vara de la corrección la alejará de él.» Hay muchos o­tros proverbios que, como este, prescriben una disciplina amorosa y consistente con la vara como el instrumento de Dios para llevar a nuestros hi­jos a la madurez que él quiera para ellos.

La instrucción de la que habla Efesios 6 inclu­ye el ejemplo y la enseñanza verbal; tiene que emanar del estilo de vida de los padres. Los padres tendrán éxito para enseñar a sus hijos sólo en lo que ellos estén haciendo. Deuteronomio 6: 6,7 dice: «Y estas palabras que yo te mando hoy, es­tarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levan­tes.» Mientras esperábamos en una larga línea en una tienda deportiva mi hijo mayor aprendió este precepto: «Paciencia significa que tenemos que esperar.» Tenía dos años y medio entonces y nun­ca se le ha olvidado. En esos días aprendió otro precepto mientras caminábamos de la biblioteca a nuestra casa en un día muy frío: «Perseverar sig­nifica que tienes que seguir caminando aunque estés cansado.» 1 Corintios 7:14 dice que los hijos de aquellos con quienes Dios ha hecho pacto son santos. Si bien no hay promesa de que todos los hijos nacidos de padres cristianos lleguen a ser hombres y mujeres de Dios, la Escritura sí dice en 2 Timoteo 3: 15 que es posible enseñarles «desde la niñez las Sagradas Escrituras, las cuales te pue­den dar la sabiduría que lleva a la salvación me­diante la fe que es en Cristo Jesús.» Proverbios 22: 16 dice: «instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará de él.»

Estos versículos se pueden resumir de la si­guiente manera: Un niño que se ha familiarizado adecuadamente con la realidad desde su nacimien­to, rechazará lo falso cuando se le presente en sus años maduros. Si enseñamos a nuestros hijos con el ejemplo, con la palabra y con la disciplina bíbli­ca las verdades de la realidad de Dios y sus cami­nos en el universo, más adelante, cuando sean confrontados con otros sistemas de pensamiento, los reconocerán por lo que son: extraños, vacíos e inoperables.

Dos influencias

A ninguna otra persona dio Dios la responsa­bilidad de entrenar a nuestros hijos. Tampoco se ha dado otra filosofía o estilo de vida como pa­trón para criarlos. Como consecuencia, me he vis­to obligado a examinar detenidamente la manera en que los niños son criados en nuestra cultura.

Las dos influencias más prominentes en el en­trenamiento de los niños son la televisión y las escuelas públicas. Cuando un niño alcance la edad de 17 años habrá visto un promedio de 20 horas de televisión por semana. Este mismo niño proba­blemente habrá asistido a la escuela pública 6 ho­ras al día, 185 días al año, durante 12 de los años más impresionables de su vida. ¿En qué manos es­tá el entrenamiento de sus hijos?

Mi reto como padre es involucrarme activa­mente en la vida de mis hijos. Cada niño tiene debilidades particulares que necesitan fortalecimien­to y dones característicos que deben ser estimulados para que él o ella entre en el propósito de Dios para su vida. Si yo delego alguna porción de mi responsabilidad a la televisión o al maestro de escuela, yo quiero saber de qué manera esa expe­riencia de aprendizaje contribuirá a la preparación de mi hijo.

Los padres tendrán éxito para enseñar a sus hijos sólo en lo que ellos estén haciendo. La televisión se ha convertido en el dios doméstico…

La religión que prevalece en nuestra cultura es el humanismo secular. La televisión es un re­flejo a todo color de una cultura formada a la imagen del humanismo secular. La televisión se ha convertido en el «dios doméstico» de esta reli­gión, dando sus pronunciamientos aproximada­mente seis horas al día. El aspecto más destruc­tivo de la televisión que alimenta a los niños no es que lo peor que presenta blasfeme abiertamente contra Dios, sino que sus mejores programas pre­sentan por lo general un punto de vista del mundo en el que Dios sencillamente no existe. El huma­nismo secular dice que el hombre es la respuesta a todas las interrogantes de la vida; que él es el cen­tro del universo.

Esta filosofía ha invadido también el sistema de educación pública. La parte más peligrosa de esta experiencia no es que se prohíba orar en el aula, sino que todas las asignaturas -la historia, la filosofía, la sociología, la psicología, las ciencias naturales- se enseñan como si el Señor del universo no existiera. Los principios de la vida se enseñan sin el Señor de la vida. Los niños cristianos crecen a menudo con esta falsa dicotomía en sus mentes: «Dios es para los domingos. El huma­nismo es para el resto de la vida.» El Señor quiere que los padres se den cuenta de estos peligros y usen todos sus recursos para contrarrestarlos.

Hay muchas iglesias que ya están fundando escuelas cristianas con maestros y material de enseñanza dignos de la confianza de los padres. La Biblia enseña claramente que es el derecho, más bien la responsabilidad de los padres, el decidir quiénes enseñarán a sus hijos y bajo qué conjunto de principios. Este derecho de llevar a cabo li­bremente la responsabilidad que Dios ha dado a los padres es protegido por la ley del país. Es posi­ble que la influencia del humanismo en nuestra sociedad rete este derecho, pero nuestra respon­sabilidad no cambiará jamás. Para siempre permanece en los cielos. Todo padre comparecerá ante el tribunal de Dios para responder a esta pregunta esencial: «¿Entrenaste a los hijos que te di para que fueran ciudadanos de mi Reino?»

Nunca ceso de maravillarme del privilegio de ser un colaborador con Dios en la formación de una vida humana. ¡Qué responsabilidad tan impo­nente! Ninguna otra requiere más devoción, in­tegridad, creatividad o valor. Ninguna produce más alegría, satisfacción o incentivo a la justicia personal. Ninguna nos hace depender tan desespe­radamente o tan profundamente de la gracia de Dios para nuestras propias vidas que ser el admi­nistrador de uno de sus pequeñitos. 

Erick Schenkel reside en Campbell, California con su esposa Betsy y sus hijos David y Daniel. Erick es graduado de Harvard College y fue pastor de una comunidad en Belmont, Massachussetts.

El uso de la autoridad de los padres corta, en muchas maneras, contra la corriente de la cultura moderna. Más y más, los expertos en la crianza de los hijos y los grupos pro-dere­chos de los niños, abogan para que los padres desistan de sus esfuerzos de entrenar e ins­truir a sus hijos. Se advierte a los padres que dejen a sus hijos en completa libertad para que ellos formen sus propias creencias y valo­res morales.

Ningún padre permitiría que un pequeño corriera por las calles sin cuidarse de los au­tos. Ningún padre dejaría que su hijo creciera pensando que dos y dos son cinco. Los padres enseñan a sus hijos la diferencia entre arriba y abajo; les enseñan a no jugar con cuchillos fi­losos y nadie sugiere por eso que los padres estén imponiendo sus propios conceptos o in­doctrinando a sus hijos en sus creencias perso­nales.

Pues, el pecado es tan real como que dos y dos suman cuatro. La desobediencia a la ley de Dios acarrea consecuencias tan, serias como jugar en el tráfico. Los niños necesitan cono­cer los caminos de Dios tanto y más que la aritmética y la lectura. Francamente, el cono­cimiento de la ley de Dios es de mayor impor­tancia para la paz y felicidad futura de los hi­jos que cualquiera otra cosa que pudieran aprender.

Ralph Martin

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Volumen 3-Nº 7 junio 1980