Por Les Thompson

El rebelde  

Cuando Dios quiso fundar una nación grande y poderosa eligió como padre a Abram, diciendo: «Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová … » (Génesis 18: 19. A otro padre, Elí, que fue infiel, Dios lo castigó (Samuel 2) porque (1) permitió a sus hijos hacer lo que querían, (2) honró más a sus hijos que a Dios, y (3) no les enseñó los caminos de Jehová.

Lamentablemente, el ambiente del mundo moderno está acabando con los hogares. Más y más madres, con el fin de incrementar los ingresos, están dejando sus hogares para trabajar fuera. Lo padres, por las cosas de este complicado mundo, pasan menos y menos tiempo en casa. En consecuencia, son las criadas u otros familiares quienes cuidan los hijos. La casa sirve más de hotel que de hogar. El cariño y el calor que debieran caracterizar al hogar han desaparecido, y en su lugar hay malentendidos, falta de comunicación, en suma, un pésimo ambiente. Los hijos, en lugar de sentirse amados y queridos se sienten como un estorbo a sus padres.

Muchos de estos padres, sabiendo que son fracasos en el hogar, procuran arreglar las cosas «comprando» el afecto de sus hijos. Los colman de regalos, creyendo que con cosas van a satisfacerlos. Pero el único interés de los hjos es el verse aceptados, amados, y apreciados por sus padres. Los niños saben que un hombre y una mujer viven con ellos en una casa. Pero ellos quieren que sean un padre y una madre con unos hijos viviendo en un hogar. Y, dígase además, este último es el dseño de Dios para una familia.

Ahora bien, para tener un verdadero hogar (y no meramente una casa) hay que luchar y esforzarse. Lleva tiempo y dedicación. Y el que más tiene que esforzarse es el padre.

Algunos piensan que la responsabilidad del hogar descansa en la mujer. Tal idea es pagana más bien que cristiana. La Biblia hace al hombre el responsable. Dios no regañó a la madre de los hijos de Elí (la Biblia ni siquiera nos da el nombre de ella); Dios culpó al padre. Es sobre los hombros del padre donde descansa la responsabilidad hogareña. Es el padre el que establece (1) el ambiente de amor para que los hijos sientan que el hogar es un refugio seguro en este mundo inseguro, y (2) el clima de disciplina para que sientan la seguridad que ofrece el conocer los límites de su conducta.

Recuerdo un episodio en mi hogar (que parecerá increíble pero es rigurosamente cierto) cuando nuestro tercer hijo, Gregorio, tenía dos años de edad. Llegué una tarde, luego del trabajo, a casa. Cenamos. Después mi señora y yo nos sentamos en la sala para conversar. Gregorio entró a la sala y empezó a jugar. En esto se le ocurrió tomar un fino florero de madera que nos habían regalado mis suegros y tirarlo al piso. Me levanté y lo regañé y volví el florero a la mesita de la sala. Gregorio (que salió como su padre, cabeciduro) no me hizo caso, y fue a la mesita, tomó el florero otra vez, y volvió a tirarlo.

Me levanté y le calenté los fondillos. Como si nada: volvió al florero y esta n vez lo tiró al piso. Lo tomé en brazos y esta vez sí que le di duro. Ni echó una lágrima. Cuando le solté, otra vez regresó al florero y lo volvió a tirar al suelo.

Ya esto era una declaración de guerra. La pregunta era quién iba a ganar: ¿el hijo pequeñito e inocente aunque travieso, o el padre grande y fuerte y responsable pero de corazón tierno?

Mi subconsciente me decía: Si le pasas esta travesura jamás podrás controlar a tu hijo. Mi corazón me decía: Es tan pequeñito y no sabe lo que está haciendo: déjalo que se salga con las suyas. Mi Dios me decía: «El que detiene el castigo, a su hijo aborrece» (Proverbios 13:24).

¡Era increíble la determinación del testarudo muchacho! Aunque cumplía sólo dos años, estaba empeñado en vencerme. Cada vez que le pegaba, regresaba al florero y volvía a tirarlo al suelo, y con los ojos me desafiaba. Le pegué tantas veces que mi esposa empezó a llorar; pero él ni aun había derramado tan sólo una lágrima. Fui al lado de mi esposa y le pregunté si quería que desistiera. Entre sollozos me dijo que no, que a pesar del dolor que nos causaba, teníamos que enseñar al muchacho a obedecer.

No sé cuántas veces le pegué. Sinceramente creo que fueron más de veinte veces … y duro. Yo amaba a aquel niño, y les aseguro que el dolor que yo sentía al castigarle era indescriptible. En fin, yo también me encontré llorando y en un dilema entre la convicción de la necesidad de disciplinar a mi hijo y el temor de hacerle un daño físico.

Creo que pasaron como dos horas en este conflicto con el desobediente y obstinado muchacho. El tomaba el florero y lo tiraba, y yo lo alzaba en mis brazos y le pegaba. Por fin, una vez más Gregorio dio unos pasos hacia el florero, extendió su mano como si fuera a repetir su travesura y … deteniéndose un instante, se volvió y corrió hacia mí. Tiró sus brazos alrededor de mi cuello y me abrazó, y por fin soltó un río de lágrimas. Entre sollozos me dijo: » ¡Te quiero, papa!, ¡te quiero!»

Debo añadir que desde ese episodio difícil, Gregorio ha sido el más obediente de los cuatro varones que tengo. Todavía es cabeciduro y determinado, pero obediente. Tiene ese tipo de carácter que no se deja vencer fácilmente. Y esa tenacidad, en manos de Dios, servirá para llevarle lejos. Al aprender a obedecerme a mí, creo que también ha aprendido a obedecer a Dios.

Por extraño que parezca, la disciplina es un factor que contribuye a mantener el amor.

El fundamento   

Si nuestros deberes determinan nuestras relaciones y las relaciones crean responsabilidades, entonces el hecho de ser padres nos hace seres responsables. El hogar con los hijos que Dios ha dado es el dominio del padre. De acuerdo con las normas de conducta que establezca el padre, habrá allí paz o guerra.

Se ha dicho que el 75 por ciento de los hogares del mundo constituyen un fracaso donde reinan la discordia y la infelicidad. Las buenas relaciones entre esposo y esposa son raras, y ni hablar de las relaciones entre padres e hijos. Tan común es este estado de conflicto que se acepta como lo normal. ¡Qué triste! ¡Lo que debería verse como un pedacito de cielo parece más un rincón del infierno!

Para que el hogar alcance su pleno sentido, es necesario que cada miembro de la familia conozca sus deberes y que cada uno se ajuste al patrón que le corresponda.

Para mí, los capítulos básicos de toda la Biblia para entender al hogar son Génesis uno, dos, y tres. Empecemos, pues por el principio para ver cuál fue la intención de Dios respecto a la familia al crear al hombre. La historia bíblica nos relata que primero Dios creó a Adán. Lo creó del polvo de la tierra. En un acto de divina omnipotencia, ese hombre se levantó del polvo y en el mismo momento su cuerpo quedó inundado por el aliento divino. El hombre vino a ser así cuerpo y alma viviente.

No sabemos cuánto tiempo vivió solo Adán en el paraíso de Edén. Pero sí tenemos razón para pensar que jamás tuvo el hombre sitio más grato donde vivir, clima ideal, árboles fructíferos, flores incomparables, paisajes encantadores, variedad de animales pacíficos. Como si fuera poco, diariamente venía Dios y hablaba con Adán cara a cara.

No obstante, algo le faltaba a Adán todavía.

Nos dice la Biblia que un día le pidió Dios a Adán que diera nombre a las criaturas. Tan familiarizado estaba Adán con todas ellas que le puso nombre a cada bestia de los bosques y a cada ave de los cielos y a todo ganado del campo. Los nombres que inventó Adán fueron tan perfectos que Dios quedó satisfecho. La Escritura dice:

«Y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre». Pero es aquí que añade la Escritura:

«Mas para Adán no se halló ayuda idónea para él».

Fue así que un día Dios «hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre». La mujer, pues, no fue creada del polvo sino del hombre, porque ella fue formada para unión y comunión inseparable del hombre. Fue creada así para establecer un fundamento sólido para la ordenanza moral del matrimonio. El hombre primero, y la mujer después, para así mostrar la dependencia de ella en él y establecer el orden divino de las relaciones entre uno y otra.

Pero, a fin de que el hombre no se crea superior y dueño de la mujer, establece Jehová el principio definidor:

«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Esta imagen de Dios se manifiesta en la naturaleza espiritual que tienen tanto el hombre como la mujer. El resto de la creación existe por la Palabra de Dios; el hombre, por el «soplo» divino. Este soplo es el sello y confirmación de su relación especial con el Creador. Mientras que el respiro de los animales es respiro común, la respiración natural de la naturaleza, el aliento del hombre es el aliento de Dios, distinguiéndose así como ser privilegiado y único. Varón y hembra, ambos igualmente creados a la imagen de Dios (y no a la imagen de ángeles ni de animales). El varón creado para complacer a Dios, la mujer para complacer al hombre y a Dios.

Es impresionante la reacción de Adán al ver por primera vez a la mujer. Como en éxtasis incontenible dice: » ¡Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne! Esta será llamada Varona, porque del varón fue tomada». Adán reconoció inmediatamente que ante él había por fin alguien a su nivel: hueso de sus huesos, carne de su carne. Son estas palabras expresión del gozo incontenible al ver a otra persona idónea para él. (Permitidme intercalar aquí que es por esta razón -de que Dios hizo específicamente para el hombre una creación tan perfecta­ que condena Dios tan severamente el homosexualismo. Y de la misma manera condena la fornicación, ya que en esa ilícita relación el hombre hace un juego lo que Dios quiso que fuera tan sublime).

Moisés, quien escribe estas palabras, añade el profundo sentimiento que embarga a todo hombre cuando en amor sincero escoge a una mujer: «Por lo tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne». Es decir, tan ideal es esta creación de Dios para el hombre que cuando toma a una mujer en amor como esposa todo otro lazo queda abolido. En perfecta naturalidad deja toda otra devoción (especialmente la de padre y madre) para vivir aparte con la mujer que cautivó su corazón.

¡Así fue como lo planeó Dios!

Lamentablemente, sin embargo, ocurre a veces que el soñado paraíso de los primeros tiempos de enamorados cede el paso al desajuste y al conflicto. El jardín de bellas plantas y perfumadas flores se transforma en un yermo de espinas y cizañas. ¿Por qué es esto así?

La respuesta la da el mismo Dios que dispuso primero las condiciones ideales. Se halla en el tercer capítulo del Génesis. Si esposo y esposa desean buscar una fórmula de entendimiento, deberán indagar cuidadosamente en la Palabra de Dios por las causas que frustran sus relaciones e impiden su felicidad.

No entraremos en los detalles de la tentación, ya bien conocidos. Más bien consideraremos las consecuencias, porque ellas están presentes y explican desde entonces todo cuadro de discordia.

Empecemos por el lado positivo. Mientras el hombre vivió obediente a Dios en el paraíso de Edén, disfrutó de armonía perfecta en todas sus relaciones. Esa armonía podría describirse de esta manera:

relación del ser y Dios (espiritual) – armoniosa relación del ser y el universo (científica) -fructífera relación del ser y su semejante (social)- amorosa relación del ser consigo mismo (psicológica)- normal.

Veamos ahora el lado negativo. Cuando el hombre desobedeció a Dios para seguir el camino de sus ambiciones personales, la armonía previa de que gozaba en el Edén se quebró, con la pérdida consiguiente de la felicidad y la paz, y este fue el resultado:

la relación con Dios (espiritual) produjo culpa, la relación con el universo (científica) produjo sudor y lágrimas, la relación con el semejante (social) produjo conflictos, la relación consigo mismo (psicológica) produjo vergüenza.

Tal es el significado del episodio de «la fruta prohibida». Las consecuencias de la desobediencia primitiva de Adán y Eva quedaron como una sentencia permanente sobre todo el desarrollo ulterior de la historia humana.

La desobediencia a la instrucción divina tiene un nombre: pecado, y una consecuencia inevitable: separación de Dios. Por placentero que cualquier pecado parezca ser (el atractivo de la fruta prohibida), su realización resulta automáticamente en la ruptura de la armonía con el Creador. En el orden de la vida terrenal esto equivale a «la pérdida del paraíso».

¿Cómo se aplica esto al caso particular de las relaciones entre el hombre y su mujer? Veámoslo en el libro del Génesis. Luego de consumada la desobediencia de la pareja (por haber cedido la mujer a las insinuaciones de Satanás), Dios se dirige a ella y le dice:

«Multiplicaré en gran manera los dolores de tus preñeces; con dolor parirás a tus hijos; y tu deseo será a tu marido, y él se enseñoreará de ti» (Génesis 3: 16).

En estas breves palabras hay todo un caudal de revelaciones. Que la mujer diera a luz hijos era la voluntad original de Dios. Pero que de allí en adelante la función de la maternidad estuviera acompañada del dolor fue castigo divino. Este dolor materno no se limita al acto del alumbramiento. En realidad, se extiende simbólica y literalmente a todo lo largo de la vida en la carga típica que la madre lleva siempre por los hijos. No hace falta extraordinaria agudeza mental para ver esto. Mucho más que el padre, es la madre la que vive en perpetua inquietud y preocupación por sus hijos. No es que el padre ame menos a los hijos; sencillamente que Dios puso sobre la mujer en particular el peso de esta sentencia.

Otro aspecto de la sentencia se encuentra en las palabras «tu deseo será a tu marido». El acto de tomar Eva la fruta del árbol prohibido fue como una declaración de independencia. Adán hasta ese momento había obedecido a Dios. Pero Eva, en franco desacato a esa obediencia, decidió no sólo ir en contra de Dios sino en contra también de los deseos de su propio esposo. En consecuencia, fue castigada a experimentar un «deseo» que le afectaría la voluntad con las características de un mal psicopático (la palabra hebrea que se traduce «deseo» quiere decir «anhelo ferviente por algo»).

Queda una tercera parte: «él se enseñoreará de ti». Aunque a la mujer le parezca esto como otro agravante de su castigo, es en realidad una bendición. Aquí Dios establece una norma de relación familiar y social. Originalmente, para las condiciones ideales del paraíso, Dios creó a la mujer a la par del hombre, aunque «como ayuda idónea» para él. Ahora, rota por el pecado la armonía edénica, la sabiduría de Dios, para el buen funcionamiento orgánico de la subordinación de la mujer al hombre. Este principio no implica necesariamente el despotismo del varón ni la reducción de la mujer al estado de esclavitud. Tampoco implica un privilegio de «superioridad» masculina en el sentido sociológico del término. Es simplemente una condición necesaria e indispensable para que la sociedad no degenere en la anarquía y el caos. El principio opera únicamente sobre bases de amor y de respeto mutuo.

El reverso de la medalla es la emancipación recíproca y el distanciamiento progresivo de los sexos ¿Sus consecuencias?: la sustitución del amor por la promiscuidad y de la familia por el rebaño; el tomar cada uno por su rumbo; la fragmentación total de la sociedad; la abolición de toda ley y disciplina; el descenso en picada a las formas más rudimentarias de la vida animal.

Si no alcanzamos a vislumbrar la sabiduría que hay detrás de las leyes y disposiciones que emanan de la Palabra de Dios, tampoco podremos comprender que las buenas relaciones entre el hombre y la mujer, entre esposo y esposa, dan su fruto únicamente en un clima de amor y comprensión. La mujer fue hecha para el hombre (¡qué bueno es Dios!), no como sirvienta o esclava sino para complementarlo. La idea de complemento indica ya de por sí que el hombre sin la mujer está incompleto. El hombre necesita de la «ayuda idónea» de la mujer. La voluntad de Dios es el que juntos compartan la vida, en el gozo y el placer del amor y la alegría de los hijos.

Sin embargo, ¡cómo obstaculiza el pecado la realización de este hermoso ideal! Desde los tiempos de la caída de la gracia y la expulsión del paraíso el hombre y la mujer han podido conocer la armonía y la paz sólo en la medida en que se han ajustado a las disposiciones del Creador. La agonía humana consiste en la incapacidad de cumplir a perfección lo que la ley de Dios exige luego de perdida la oportunidad del Edén.

Pero la profundidad del amor de Dios es sólo comparable a la altura de su justicia. En la misma sentencia por el pecado cometido el Padre eterno incluyó a la vez una gloriosa promesa de escape. De la propia mujer, agente inicial del pecado, vendría un día en la historia el Salvador de la humanidad. Sobre la cruz, heriría en golpe de muerte a la serpiente (Satanás) y saldaría con su sangre derramada la deuda imperdonable del pecado (Génesis 3: 15). ¡Oh paradoja bendita de los misterios de Dios! De la mujer, que no fue capaz de resistir la sutileza de la tentación, nació Jesús, el Salvador: Eva, instrumento de maldición; María, instrumento de salvación.

En ese Hijo de María y descendiente de Eva está el camino hacia las relaciones armoniosas entre el hombre y la mujer y hacia el fundamento firme de la familia. Cristo Jesús abre de nuevo la puerta que había quedado cerrada por el pecado de desobediencia. En él se hace real y visible el secreto del amor verdadero. Es él quien, por su mediación ante el Padre, dignifica y eleva la condición complementaria de la mujer como «ayuda idónea» para el hombre. Por él, y únicamente por él, podrán el hombre y la mujer reconocerse en igualdad de amor y el hogar y la familia tener una base permanente sobre la tierra.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol. 3 nº3, octubre 1979

El material usado en esta obra ha sido condensado de PARA TI, ESPOSO y PADRE,

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