Causas del sufrimiento

Dios no creó al ser humano para que en él se cebasen la enfermedad, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Lo creó para que disfrutase de perfecta felicidad y vida eterna. ¿Cuál es entonces la causa del sufrimiento? Hay una causa primaria, y muchas secundarias. Un antiguo filósofo oriental dijo que «es el hombre quien engendra la desventura». El sufrimiento tiene su causa en el desajuste del orden social y en la violación o quebrantamiento de las leyes establecidas por el Creador a manera de barreras protectoras de la salud, la armonía, el bienestar, la seguridad, la felicidad y la vida. El sentido común nos dice que no debemos meter las manos en el fuego porque si lo hacemos se nos van a quemar. De igual modo, si nos tomamos un veneno mortífero, éste nos matará.

Todos los hechos que motivan el dolor y el sufrimiento tienen una causa. Hay causas que pertenecen al orden natural físico, como los terremotos, huracanes, inundaciones y epidemias. Hay causas que pertenecen al orden social, como las revoluciones, guerras, motines y reyertas. Hay causas que son producidas por la actitud del ser humano hacia las leyes del Creador. Por ejemplo: Dios ha establecido que el hombre descanse un día de cada siete; que dedique seis días a las cosas materiales y un día a los asuntos espirituales que atañen al alma.

El Creador ha dispuesto que el día es para el trabajo y la noche para el descanso, para el sueño. Oí decir a un médico que deberíamos aprender de las gallinas: acostarnos al entrar la noche y levantarnos al rayar el alba. La humanidad está violando abiertamente la ley del descanso: trabaja todos los días de la semana. Vive en perenne agitación, preocupación, temor y ansiedad. Ni siquiera puede comer con tranquilidad.

Como resultado de tal modo de vivir, una gran parte de la humanidad padece de fatiga e hipertensión.; y la tensión excesiva es causa de varias enfermedades de las vías digestivas y el corazón. El quebrantamiento de la ley del descanso suele traer como resultado el quebrantamiento de la salud; y esto conduce al sufrimiento y a la muerte.

El fumar produce cáncer. Este es un hecho probado científicamente y reconocido por los más destacados cancerólogos del mundo. La Organización Mundial de la Salud, con sede en Ginebra, declaró en septiembre de 1965 que es alarmante el aumento de las muertes por cáncer del pulmón entre los que tienen el hábito de fumar. En octubre del mismo año, una comisión integrada por destacados cancerólogos elevó al gobierno del Uruguay un detallado informe en el que advierte que la mortalidad por cáncer del pulmón ha aumentado entre los fumadores hasta un dos mil por ciento, y que «los cigarrillos son perniciosos para la salud». En el mismo año se reunió en Bogotá, Colombia, un Congreso Latinoame­ ricano de Cancerología. El doctor Ernest L. Wynder declaró en aquel congreso que «la relación muy estrecha entre el hábito de fumar y el cáncer del pulmón es ya una tremenda realidad».

El primero de diciembre de 1966, la Sociedad Norteamericana contra el Cáncer lanzó una alarmante advertencia pidiendo a los norteamericanos que renuncien al hábito de fumar cigarrillos «para protegerse contra el cáncer, el enfisema y las enfermedades cardiacas». De acuerdo con esta apelación, el hábito de fumar es causa del enfisema pulmonar, de la bronquitis crónica, de la arteriosclerosis del corazón, de la cirrosis hepática, y de las úlceras estomacales en personas de edad avanzada. Esto ya no es un secreto. Los fumadores saben que el fumar cigarrillos es causa de muchas enfermedades mortales. Pero siguen fumando; y al fumar se exponen a enfermarse y morir prematuramente. El fumar causa la muerte a muchos miles cada año, quizá a varios millones. y esto es causa de sufrimiento para la sociedad. Esto que hemos dicho con respecto al tabaco puede aplicarse al vicio de las bebidas alcohólicas, y a todo lo que perjudique la salud.

La Ley de Dios determina que «cada hombre tenga su propia mujer, y que cada mujer tenga su propio marido». La observancia de esta ley ha sido siempre fuente de bienestar familiar. Pero su quebrantamiento ha sido causa de mucho sufrimiento, dolor y llanto. Cuántos hogares destruidos! ¡Cuánto daño se infiere a esos tiernos niños que en lugar de encontrar un hogar en el que reinen la armonía, el amor y la paz, tienen que ser testigos de una pelea diaria entre el padre y la madre; y acabar por enfrentarse a la amarga realidad de que los celos y la infidelidad conyugal han separado a sus progenitores! Cuando uno de los cónyuges o ambos rompen la ley de Dios, automáticamente rompen la armonía y la dicha del hogar y la familia, y abren las puertas al dolor y al sufrimiento.

La ley de Dios establece que los cónyuges deben ir al matrimonio sin mancha ni contaminación. La violación de este precepto ha sido, es y será causa de mucho sufrimiento y dolor. La culpa de que muchos niños vengan a la vida arrastrando la pesada cadena de defectos o anormalidades incurables la tienen, por lo general, los padres irresponsables. Es sabido que la sífilis puede contaminar el organismo humano y pasar de padres a hijos hasta la tercera generación. El padre o la madre contaminado por el terrible microbio de la sífilis debiera imponerse el sacrificio de renunciar al matrimonio y a los hijos pues, de lo contrario, se expone a ser causa de muchos sufrimientos y a tener que sufrir.

La ley de Dios nos enseña que para la buena marcha del hogar es necesario que haya orden en él. El esposo, como cabeza de familia, debe estar sujeto a Dios. La esposa debe ocupar el lugar que le corresponde. Y los hijos deben obedecer a los padres, sujetándose al orden y disciplina del hogar. Cuando los hijos desobedecen a la madre y la esposa no toma su lugar, y el esposo no hace la voluntad de Dios, no puede haber armonía ni bendición en el seno de la familia. Es que no podemos romper las leyes del Creador y quedar indemnes. Cuando no se respetan las leyes de Dios, se abren las puertas a la anarquía y al sufrimiento.

Dijimos que Dios no creó al hombre para el temor, la esclavitud, la guerra, la enfermedad y la muerte. Lo creó para que viviese eternamente en un mundo feliz. Pero la dicha y la felicidad con que Dios rodeó al hombre cuando lo puso en el jardín del Edén estaban condicionadas a la obediencia. Dios advirtió bien claramente al hombre y a la mujer que la desobediencia implicaba el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Adán y Eva, en el uso del libre albedrío de que les dotó el Creador, quebrantaron el mandamiento divino e inmediatamente perdieron la paz y la armonía con el Creador. El remordimiento y el temor surgieron en sus mentes y conciencias. Dios se presentó ante ellos, y ejecutó el primer juicio que tuvo lugar sobre esta tierra, al decir al hombre:

 «Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu culpa. Con trabajo sacarás de ella tu alimento todo el tiempo de tu vida. Ella te producirá espinas y cardos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado, ya que polvo eres y en polvo te has de convertir.» Y a la mujer dijo: «Multiplicaré los dolores de tus preñeces; con dolor darás a luz a los hijos.» Y, seguidamente, los echó fuera del paraíso.

En este pasaje del capítulo tres del libro del Génesis hallamos la causa primaria de la entrada del dolor, el temor y el sufrimiento. Nuestros primeros padres, al quebrantar la ley divina, quebrantaron también su felicidad e inmortalidad. La maldición que vino como resultado de la desobediencia afectó al mundo entero: al reino físico, al reino animal, y al género humano. Desde aquel día la creación gime bajo el peso de la maldición que cayó sobre ella. Los hombres pueden creer o no en la existencia de Dios; pueden aceptar o no la veracidad de la historia que narra la entrada del sufrimiento en el mundo; pero no pueden negar que la vida del hombre sobre este planeta está en perfecta armonía con la sentencia del Creador. Adán y Eva quebrantaron la ley de la felicidad; pero ni ellos ni sus descendientes, hasta hoy, han podido romper la ley de las consecuencias. Ante tanta tragedia, unamos nuestra plegaria a la del poeta Agustín Ruiz, cuando dice:

Ten piedad oh Señor, del que padece por causa del pecar,

tantos dolores, padeciendo indecibles sinsabores,

el veneno al tomar que el mundoofrece.

Mi espíritu se inquieta y se estremece al mirar

tanto cardo y tanta espina en la senda del hombre

que camina a ciegas porque el vicio lo embrutece.

Tú no quieres la pena ni el quebranto,

tú no eres el autor de la amargura,

porque tú eres amor, y en tu dulzuna,

no quieres ver ni lágrimas ni llanto;

transforma, pues, Señor, en dulce canto la triste nota,

y en fulgor de aurora la noche oscura,

noche aterradora de muerte,

que produce horror y espanto.

Cambia, oh Dios, las espinas en rosales,

los guijarros en flor; en paz la pena,

y en santa libertad la cruel cadena

con que el diablo esclaviza a los mortales.

Haz que dulces palabras eternales de consuelo

oír pueda el que padece, y sepa que tu dulce amor

le ofrece en tu gloria mansiones celestiales!

Suba a ti mi oración como un perfume,

como el suave perfume de la tarde,

y sea ante tu altar mi pecho que arde,

un incienso de amor que se consume.

Sufrimiento y rebelión

Hemos dicho que las causas del sufrimiento están en las violaciones de las leyes naturales, sociales y divinas. Hay hechos que son producidos por fuerzas naturales. Otros, por fuerzas sociales. y otros, que son causados por la actitud individual de los seres humanos. ¿Tiene poder el Creador para controlar e impedir los hechos que motivan el sufrimiento de la humanidad? El poder del Creador es infinito. En la consecución de sus deseos y propósitos no tiene más obstáculos que los que él mismo se ha impuesto: la voluntad del hombre creado a su semejanza.

En relación con los fenómenos producidos por fuerzas naturales, como los terremotos, huracanes, inundaciones y epidemias, Dios podría extender su mano y detenerlos. En cuanto a los hechos ejecutados o desencadenados por la mano del hombre, el asunto es algo distinto porque el Creador dotó a los seres humanos de libre albedrío El hombre es responsable de sus actos porque los ejecuta libremente, por su propia voluntad. Dios respeta el libre albedrío del hombre hasta un límite y hasta un día; y cuando la maldad humana rebasa ese límite o se cumple el tiempo premeditado, el Señor interviene, como hizo en los días de Noé.

Ahora bien, si Dios tiene poder para controlar los fenómenos naturales y para detener la mano del hombre, ¿por qué no lo hace? ¿Por qué permite que haya hambre, y que regiones enteras sean devastadas por terremotos, inundaciones y huracanes? ¿Por qué permite el nacimiento de tantos niños tarados por herencia? ¿Por qué permanece al parecer en actitud contemplativa ante tanta tiranía, crimen, opresión, injusticia, y tanto motivo de sufrimiento para la humanidad? Aceptemos en términos generales que Dios permanece en estos momentos en actitud contemplativa, pero no indiferente. Sus ojos están atentos a todo cuanto sucede en el mundo, lo mismo a los grandes acontecimientos que a los pequeños detalles. Sus oídos están siempre abiertos a todo clamor y a toda expresión de soberbia. El lo ve todo, lo oye todo, lo entiende todo, y toma buena nota de todo; lo mismo de la actitud altanera y cruel de los soberbios que del llanto del pobre huerfanito.

¿Por qué permanece el Creador en actitud al parecer contemplativa ante los hechos que afligen a la humanidad? ¿Por qué la inmensa mayoría del género humano vive en actitud de rebeldía contra la voluntad de Dios? La inmoralidad, la depravación, la corrupción, la idolatría, la superstición, el engaño, el vicio, la injusticia, la soberbia y el crimen imperan por todas partes a ciencia y paciencia del Creador. El nombre de Dios es blasfemado y su palabra despreciada. Dios está hablando a la humanidad; pero ésta permanece sorda e indiferente; no quiere oír al Creador, no quiere hacer la voluntad del Creador. ¿Debe marchar el Creador tras una generación incrédula, endurecida, libertina, corrompida, altanera y rebelde; o debe la humanidad reconocer la soberanía de Dios, escuchar su voz, tomar en serio sus enseñanzas y seguir la senda del bien, la justicia y la santidad? Amigo lector, si tu corazón no se ha endurecido contra Dios, y si aún conservas una chispa de fe y reverencia, estarás de acuerdo con nosotros en que es el hombre quien debe seguir al Creador, y no el Creador al hombre.

Si la humanidad tomase en serio la Palabra de Dios, si la guiase un sentimiento de obediencia al Altísimo, si en verdad buscase agradar al Creador y se encomendara a su omnipotente cuidado, Dios extendería la mano sobre este mundo y lo libraría de terremotos, huracanes, inundaciones, guerras, epidemias, tiranías, hambres, anarquías. Pero mientras la humanidad marche de espaldas a Dios, no puede esperar que Dios le brinde protección y bendición. Dios no debe tender un manto de milagros sobre las tiendas de los impíos; si lo hiciera, la cosa sería todavía peor de lo que es. Los soberbios, los incrédulos, los viciosos, los libertinos, y los idólatras deben saber que la impiedad aleja de Dios y conduce al sufrimiento. El mundo está como está porque ha dejado a Dios.

La conocida parábola del hijo pródigo nos ayudará a entender el aspecto que estamos considerando. Dijo Jesús de Nazaret:

«Un hombre tenía dos hijos. Y el menor de ellos dijo a su padre: Dame la parte que me corresponderá de la herencia. y el padre se la dio. A los pocos días, el hijo menor, reuniendo todo lo que había recibido del padre, se marchó a una tierra lejana, y allí disipó toda su fortuna viviendo perdidamente. Después de haberlo malgastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca, y comenzó a padecer necesidad. Entonces se puso al servicio de un hombre de aquella tierra, quien le mandó a sus campos a apacentar puercos. Y el joven deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los puercos, pero no le era permitido. y reflexionando en su triste condición, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose fue a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Díjole el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre le dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido y ha sido hallado. Y comenzaron a regocijarse.»

Este hijo que no quiere permanecer al abrigo protector del padre; que confunde el libertinaje con la libertad; que quiere vivir sin Dios y sin ley; que se aleja de la casa del padre y malgasta en vicios y pasiones todo lo que ha recibido como herencia de su progenitor, y que acaba por verse hundido en la miseria, representa a la humanidad. En la casa del padre hay protección, bendición y abundancia de todo. Lejos de la casa del padre hay disipación, hambre, desnudez, amargura, decepción y sufrimiento. El padre ama al hijo y está dispuesto a socorrerle, pero no en los caminos de la rebeldía, el vicio y el libertinaje. El padre espera que el hijo vuelva al hogar, que confiese su pecado y que reconozca la realidad. Dios está dispuesto a extender su mano de bendición y protección sobre todo ser que acude a él reconociéndole como Creador y Padre. La bendición del cielo está en la esfera donde rigen las leyes del Creador, y no donde impera la rebeldía de Satán. Los que se alejan de Dios sólo pueden esperar azotes y sufrimientos; porque el hombre tiene que cosechar lo que siembra.

¿Por qué sufren los justos?

La expresión hijos de Dios requiere una aclaración. Algunos piensan que todos los seres humanos son hijos de Dios. Podría decirse que es así en cuanto al origen de la raza. Somos descendientes de Adán por creación directa. Pero la entrada del pecado en el ser humano rompió las relaciones espirituales del Creador. A consecuencia de esta ruptura, el hombre necesita llegar a ser hijo de Dios por elección y regeneración. Necesita buscar a Dios y nacer de nuevo espiritualmente. Un destacado hombre público, llamado Nicodemo, fue a entrevistarse con Jesús para que éste le instruyese en los aspectos fundamentales de la religión. Y Jesús le dijo: «El que no naciere de nuevo, no puede entrar en el reino de Dios.» Y el apóstol Juan, en la introducción al evangelio que lleva su nombre, nos dice que Jesús «vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron les dio potestad de ser hechos hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre». Por lo tanto, los que no reciben a Cristo en el corazón no son hijos de Dios. Las puertas están abiertas para el que quiera la relación filial de hijo de Dios. Y el camino para tan alta bendición es Cristo.

Los que se han arrepentido de sus pecados y han puesto su fe en Jesucristo, y han experimentado un cambio o transformación de vida, son hijos de Dios. A estos las Sagradas Escrituras les dan el calificativo de justos. No es que sean justos por naturaleza, sino que han alcanzado la justificación por la fe en el sacrificio redentor de Jesucristo, cuya sangre vertida en la cruz los limpia de todo pecado. Pues bien, ¿por qué sufren los justos? Esta interrogación ha sido formulada millones de veces en el transcurso de los siglos.

Los justos pueden sufrir para que su fe, piedad y sinceridad se sometan a prueba. El libro de Job se escribió para revelarnos o enseñarnos este aspecto de la cuestión. Job fue un patriarca que vivió en el tiempo que media entre Abraham y Moisés. Su tierra fue Uz, que estaba probablemente en la frontera de Arabia con Palestina. Era rico y piadoso. Dios mismo da testimonio de que era «varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal». Pues bien, Job fue sometido a una de las pruebas más grandes a que haya sido sometido jamás un ser humano. Perdió en un día todos sus hijos y sus cuantiosos bienes. Y poco después se vio atacado de pies a cabeza por una maligna enfermedad de la piel que ha sido descrita como una especie de lepra maligna llamada elefantiasis, que roe como un cáncer, y es una de las enfermedades más asquerosas y dolorosas de que se tiene conocimiento. Era tan grande el dolor de Job que se rascaba con un pedazo de teja.

Cuando unos amigos de Job, que vivían en la misma región, se enteraron del sufrimiento que estaba padeciendo, fueron a consolarlo. Y entre Job y sus amigos se entabló un diálogo sobre las causas del sufrimiento. Los amigos de Job veían en la tragedia de éste la intervención de una mano sobrenatural. Y atribuían su tribulación a los pecados del patriarca. Job se defendía diciendo que él no había cometido pecados como para merecer los sufrimientos a que estaba sometido.

Al fin Dios reveló a Job la causa por la que había sido sometido a tan espantosa prueba. Satanás se había presentado un día delante de Dios diciendo que Job era un hipócrita, que simulaba una piedad que no sentía en el corazón, que alababa al Altísimo por conveniencia. Y, seguidamente, lanzó el siguiente reto: Quítale todo lo que tiene y verás si no blasfema contra ti en Tu misma presencia. Dios aceptó el reto y permitió que el maligno sometiese a prueba la fe y sinceridad de Job. El pobre Job ignoraba el debate que se libraba en relación con su fe. Pero salió victorioso, y dio a la humanidad la más grande lección de paciencia y resignación que conocen los anales de la historia del género humano. Y nos dice Saulo de Tarso que aquellas cosas se escribieron para nuestra enseñanza. Cristiano que lees estas líneas, si como Job eres recto, temeroso de Dios y apartado del mal y, sin embargo, te ves sometido a pruebas, pregúntate si tu fe y tu sinceridad no estarán siendo probadas.

El cristiano puede ser sometido a pruebas y sufrimientos como me­ dida disciplinaria. El apóstol Pablo nos enseña que «el Señor disciplina al que ama, y azota a cualquiera que recibe por hijo». y el apóstol Pedro nos dice que «es tiempo de que el juicio comience por la fa­ milia de Dios; y si primero comien­ za por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen el evan­ gelio de Dios?»

¿Cuántas veces un padre y una madre tienen que aplicar a sus hijos un castigo disciplinario por causa de sus hechos, actitudes y gestos? Pues lo mismo le sucede al Creador. Dicen algunos en son de queja que en el presente los que profesan ser cristianos activos tienen que afrontar más pruebas y aflicciones que los que no le hacen caso a Dios. Esto, hasta cierto punto, puede ser verdad; y la razón es la siguiente:

Para los hijos de Dios no habrá castigo más allá de esta vida. Para los que no son hijos de Dios, el castigo comenzará realmente desde la hora de la muerte. Así que no nos preocupemos mucho si vemos que los malos prosperan y los jus­ tos sufren. Esto será por muy poco tiempo, pues ya viene el día cuando los justos disfrutarán de la gloria, y los impíos recibirán el pago que merecen.

Conocí a una joven que me dijo lo siguiente:

-Soy convertida y miembro de una iglesia, pero no asisto a las reuniones.

-¿Por qué no asiste? -le pregunté.

-Porque no estoy viviendo de acuerdo con el evangelio. La conciencia me acusa; y si fuese a la iglesia la cosa sería peor, mientras no cambie de vida.

Una vez me sentí guiado a decir a un hombre: Si usted es hijo de Dios debe arrepentirse del uso que está haciendo del día del Señor, o esperar que Dios le azote para que su testimonio no sirva de piedra de tropiezo a otros. Dice el apóstol Pablo que el Señor conoce a los que son suyos; y que, por lo tanto, debe apartarse de iniquidad todo aquel que invoque el nombre del Señor.

Dios puede someter a prueba a sus hijos para conducirles a un mayor enriquecimiento espiritual. Por regla general, los soldados y atletas son sometidos a dura disciplina antes de ir a la competencia o a la batalla. No veo cómo un cristiano pueda tener una fe firme y robusta sin haber sido sometido a pruebas. El apóstol Pablo, desde el día de su conversión hasta su muerte, anduvo siempre por la angosta senda de las pruebas. y en relacion con este aspecto, nos dice lo siguiente:

«Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia produce una virtud probada, y la virtud probada produce esperanza.»

Una señora cristiana dijo una vez al ministro de su iglesia:

-No me explico por qué Dios no escucha mis plegarias. Le pido que me dé paciencia, y no he salido de una tribulación cuando ya viene otra.

Su ministro le respondió: -Dios está contestando su petición. La tribulación es el molino que produce la paciencia.

Hay una isla en el Caribe donde la fe de los cristianos está en el crisol de la prueba. Esto está contribuyendo a apartarles de las cosas del mundo y a acercarles más a Dios. Como contraste, diremos que existe un país en la América del Sur que se vanagloría de las libertades que disfruta. La apatía religiosa es mayor en ese país que en ningún otro del continente. Y el testimonio cristiano es alarmantemente bajo y pobre.

Hablé hace poco con un predicador que ejerce su ministerio en un país donde el verdadero cristianismo lleva 30 años padeciendo duras pruebas. Actualmente parece que va a salir para los cristianos del mencionado país el sol de cierto grado de libertad religiosa. Y en relación con esto me decía el predicador:

-Queremos libertad, pero no demasiada. Hemos crecido mucho bajo la opresión, y tememos que nuestro crecimiento se estanque si se acaban las dificultades.

Delfín Salgado expone este aspecto cuando dijo:

¡Purifícame, Señor!,

en el crisol de la prueba, pero no dejes, oh Dios que me consuma en ella.

Destruye en todo mi ser cada residuo de escoria

hasta ser diáfano y puro como la luz de la aurora.

y cuando mi transparencia semeje al fino cristal

tu Santo Espíritu entonces Me guíe cual Capitán

por los mares de la vida hasta que llegue a tu hogar.

Jesús dijo a sus discípulos: «En el mundo tendréis aflicción.» Y la tenemos, a causa del medio en que vivimos, de los hechos que tienen lugar a nuestro rededor, y porque nuestra naturaleza física está sujeta a la enfermedad y a la muerte.

Uno de los aspectos que resulta más enigmático para los hijos de Dios es la muerte de algunos cristianos fieles cuando se encuentran en plena actividad en la viña del Señor, o cuando su presencia en el seno de la familia parece más necesaria. ¿No podría el Creador extender su mano y detener el accidente o la acción de la enfermedad?

Dios sí puede hacerlo, y creemos que lo hace en muchos casos. De una cosa podemos estar absolutamente seguros: cuando se trata de un cristiano fiel, Dios procede con amor. Y si nos fuese dado leer la mente amorosa y compasiva de nuestro Padre celestial encontraríamos una explicación satisfactoria a nuestra interrogación. Job no sabía la causa de su gran aflicción; pero había una causa. Dios permitió que Job fuese probado para dar a la humanidad una gran lección de fidelidad, resignación y paciencia.

En el capítulo cinco del libro de los Hechos se nos cuenta que las autoridades de Jerusalén encarcelaron a los apóstoles Pedro y Juan, y el Señor envió su ángel y los sacó de la cárcel milagrosamente. En el capítulo siguiente del mismo libro entra en escena un joven cristiano llamado Esteban, de espíritu fervoroso y lleno de la gracia y el poder de Dios. Los enemigos del cristianismo le echaron mano y lo llevaron ante el supremo tribunal de la nación. Los jueces vieron que el rostro de Esteban era como el de un ángel; pero le condenaron a morir apedreado, y ejecutaron la sentencia inmediatamente. ¿Por qué el Dios que envió su ángel a sacar de la cárcel a Pedro y a Juan permitió que un joven como Esteban, lleno de gracia y de poder, muriese apedreado cuando estaba comenzando su vida como predicador? Nosotros no tenemos una respuesta definitiva a esta pregunta. Pero estamos seguros de que Dios sí la tiene. Conformémonos con las cosas que nos han sido reveladas y sigamos adelante hasta que nos encontremos con Esteban y con su Señor.

Se cuenta de una madre a quien se le enfermó un hijo y, cuando entendió que el médico se mostraba preocupado, llamó al ministro de su iglesia para que orase por el niño. El pastor terminó la oración intercesora pidiendo que se hiciese la voluntad de Dios. Pero la madre le replicó: -No estoy de acuerdo con lo que usted acaba de decir; yo quiero que mi hijo sane de esta enfermedad.

Y sanó. Pero al correr del tiempo, aquel niño se convirtió en un criminal; y la madre asistió al juicio donde lo sentenciaron a la pena de muerte. ¿No hubiera sido mejor que el niño muriera antes de ser responsable de sus actos? Dios sabe más que nosotros. El no hace siempre las cosas como nosotros queremos, pero las hace de la mejor manera posible, teniendo en cuenta la libertad humana y las actuales circunstancias que nos rodean. Puede que el ministerio de Esteban haya tenido un impacto más grande sobre su generación y las venideras muriendo que viviendo.

La hora del sufrimiento

Hemos dicho que en este mundo todos tenemos que pasar por pruebas, tribulaciones y sufrimientos. Pero cuando esa hora llega hay una diferencia muy grande entre el alma convertida a Jesucristo que tiene fe y que es partícipe de la gracia divina, y la inconversa que carece de una fe viva y no disfruta la paz que imparte el Señor a los que le han dado entrada en sus corazones.

Allá por el año 1898 vivía en El Callao, Perú, un misionero llamado Penzotti, a quien enviaron a la cárcel por predicar el evangelio. Al entrar en el calabozo que le asignaron notó que había en él un camastro de tablas duras, una manta vieja y sucia, un cántaro de agua, mucha humedad, y unas cuantas ratas que se paseaban en el calabozo como Pedro por su casa. A la luz tenue que se filtraba por una pequeña y elevada reja, pudo ver que en una de las paredes habían escrito la siguiente cuarteta, que expresa la dolorosa amargura de un alma sin Cristo:

¡Calabozo de mis penas, Sepultura de hombres vivos, Más temible que la muerte, Más odioso que los grillos!

Frente a esta nota de amarga queja consignó Penzotti su estado de ánimo con las dos estrofas siguientes:

¿Qué me importan del inundo las penas,

y doblada, tener la cerviz?

¿Qué me importa que esté entre cadenas,  

si me espera una patria feliz?

Resignado, tranquilo, dichoso,

De la aurora me encuentra la luz,

Porque sé que Iesús bondadoso

Por Su pueblo ha expirado en la Cruz.

En los días de la segunda guerra mundial, un joven telegrafista belga fue detenido por los alemanes acusado de espía, y lo encerraron en una celda solitaria. En la celda contigua se hallaba un predicador que conocía también el alfabeto morse, y a quien los alemanes acusaban de traición. Ambos presos descubrieron que podían «conversar» a través de la pared por medio de golpecitos, usando el código Morse. El joven belga, sintiéndose desanimado y solo, dijo a su compañero:

-Para mí, el verme solo entre estas cuatro paredes constituye un verdadero infierno.

-Pues yo -dijo el ministro­ no me siento solo: Dios está conmigo.

Y esta es la gran diferencia. El convertido nunca se siente realmente desamparado y solo. El Señor está con él para confortarlo y animarle.

Estando el apóstol Pablo y su compañero Silas en la ciudad de Filipos, fueron detenidos, azotados y enviados a la cárcel. El carcelero los llevó al último calabozo y les metió los pies en el cepo. En tan aflictivas condiciones, Pablo y Silas cantaron himnos de alabanza a Dios. Sus espaldas estaban rasgadas por los azotes y sus pies en el cepo. Pero la gracia de Dios inundaba sus corazones y sus almas impartiéndoles gozo y paz. Por la gracia divina, Pablo y Silas transformaron la aflicción en alabanza. Esto, a las almas inconversas parecé imposible; para los convertidos es una bendita realidad.

En el capítulo 12 de su segunda epístola a los Corintios, Pablo narra una interesante experiencia de su vida. Nos dice que en cierta ocasión había sido arrebatado al cielo, «donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar». y agrega: «Para que la sublimidad de tal experiencia no me haga enorgullecerme, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera. Acerca de esto rogué tres veces al Señor que lo quitase de mí, pero el Señor me dijo: BASTATE MI GRACIA, pues mi poder triunfa en la flaqueza.»

Y concluye el apóstol diciendo: «Con gusto, pues, me gloriaré en mis debilidades para que habite en mí el poder de Cristo.» Notemos las palabras GRACIA y PODER. La gracia de Dios se manifiesta en las vidas de sus hijos imparriéndoles poder para sobrellevar las espinas que los afligen en esta vida.

¡Alma afligida que lees estas líneas, si en verdad eres fiel al Señor, él oirá tus oraciones y te impartirá consuelo. Si no apartara de ti la cruz del sufrimiento, te dará la gracia suficiente para sobrellevarla. Y al fin habrás glorificado a Dios, y él te glorificará a ti. «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.»

Algunos, cuando se enfrentan con las pruebas y el dolor, maldicen su suerte y se rebelan contra Dios. Una vez me pidió un joven que fuera a su hogar a tratar de impartir algún consuelo a la autora de sus días, que estaba a punto de morir de un cáncer. Cuando intenté hablarle del amor de Dios manifestado en la obra redentora de Cristo, me replicó airada que no quería ni siquiera oír el nombre de Dios.

-Si Dios existe -decía ella-, ¿por qué me veo postrada en esta cama padeciendo terribles dolores?

Tenía el corazón endurecido y lleno de amargura. En su desesperación, fumaba un cigarrillo tras otro, con lo que no hacía otra cosa que agravar las causas de su dolor. ¡Qué triste debe ser enfrentarse a la muerte sin fe y sin esperanza, y renegando contra Dios!

Más o menos por la misma fecha encontré un hombre que me dijo:

-Tengo una hija con cáncer, y quisiera que usted la visitase. Ella es convertida, como usted.

-¿ y cómo sabe usted que es convertida? -le pregunté. -Porque siempre está cantando himnos y alabando al Señor.

Al llegar a su casa, cinco horas más tarde, me dijeron que estaba dormida y no querían despertarla. Esperé como media hora, e insistí en verla, aunque fuese dormida.

Efectivamente, su cuerpo estaba sumido en el sueño de la muerte.

Pero su alma había volado a la presencia del Señor en el cielo sin exhalar una queja, sin que los familiares se diesen cuenta de su partida.

Tal como está el mundo ahora, el sufrimiento no se puede evitar del todo. Pero podemos echar mano de un antídoto, del bálsamo consolador de la gracia de Dios que nos imparte consuelo, paz, fortaleza, paciencia, resignación y esperanza. El salmista David decía que el ‘Señor era su consuelo en la aflicción. El libro de Job termina diciendo «que quitó el Señor la aflicción de Job». y el profeta Jeremías dice que Dios es nuestro refugio en tiempo de aflicción. Jesucristo es la fuente o canal que hace llegar a nuestras almas la gracia divina. y el Señor nos invita a ir a él, diciendo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar.» Poco antes de subir al cielo dijo a sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy.» Acorde con esta promesa, Pablo escribió desde una prisión a los cristianos de Filipos:

«Orad en todo tiempo, presentando vuestras peticiones acompañadas de acción de gracias. y la paz de Dios que sobrepasa a todo entendimiento guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.»

Algunos, cuando llega la hora amarga del fracaso, la decepción, la ruina, la enfermedad y el dolor, apelan a la puerta falsa del suicidio. Se quitan la vida pensando que así acaban con el sufrimiento. Se equivocan, el suicidio, lejos de acabar con el sufrimiento, conduce a otro mal mayor, el sufrimiento eterno. ¡Alma que estás pasando por pruebas!, haz tuya la experiencia del poeta, que dijo:

Yo sufrí mil pesares del mundo Yo la dicha del alma perdí;

Era acíbar mi llanto profundo, Era inmenso el dolor que sufrí.

Pero luego en Jesús la mirada, Con amor entrañable fijé,

Así el alma quedó consolada, Porque en él mi ventura hallé.

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Reproducido de la revista Vino Nuevo Vol. 2, nº 10- 1978