Por Ern Baxter.

Cuando Jesús vino al mundo, en su humillante encarnación, comenzó una ruta de conquistas que lo llevó a través de los años solitarios antes de su introduc­ción en las turbias aguas del Jordán. Cuando el osudo dedo profético de Juan el Bautista fue apuntado en su dirección aquellas significativas palabras fueron pronunciadas: «¡Ved, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!» (Jn. 1: 29). Durante treinta y tres y medio años venció y vivió una vida impecable de manera que fue dicho de él que fue «tentado en todo como nosotros, pero sin pecado» (He. 4: 15).

La vida sin fallas de Jesús fue seguida por una muerte decisiva. Fue al Calvario para padecer su­frimiento inexplicable e incomparable: apenas tenemos una insinuación de su sufrimiento, que sólo podemos ver curiosamente con un sollozo en el pecho; sufrimiento velado en el ministerio de llevar el pecado; rodeado de espinas, piedras y un sol que rehusó brillar y una tierra que se retorció en agonía.

Mientras colgaba allí solo, Dios extendió su gi­gantesco puño y recogió los pecados acumulados de los hombres y los puso sobre él. Jesús se convir­tió en el «centro del pecado» del universo, de ma­nera que más tarde fue dicho de él, «Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en él» (2 Co. 5 :21).

En la abrumadora soledad del Calvario, Cristo hizo de su alma una ofrenda para el pecado. El pecado del mundo fue puesto sobre él, y las olas de la ira de Dios fueron desatadas contra él. Cuan­do se hubo convertido en una ofrenda para el pe­cado, entregó su espíritu y descendió del misterio de sus sufrimientos habiendo terminado su obra. Lo que los hombres vieron fue a un ser humano colgando inerme -todos sus huesos fuera de sus coyunturas, una lengua inflamada sobresaliendo de labios que ardían y que clamaron: » ¡Cumplido está! «

Nadie comprendió lo que estaba sucediendo. Pero el velo de la revelación es corrido para que nosotros podamos ver, y Pablo nos dice que algo mas estaba ocurriendo en la oscuridad de esa hora sobrecogedora. Jesús estaba atando una cadena en el cuello del mundo demoníaco. Los estaba halando a través del escenario del cosmos. La Biblia dice que estaba «despojando a las autoridades y pode­res, haciendo de ellos un espectáculo público, triunfando sobre ellos por medio de la cruz» (Col. 2: 15). Se estaba ocupando del pecado. Se estaba ocupando de la vieja sociedad adámica. Estaba terminando con el viejo orden del pecado y de la muerte y cuando lo hubo hecho en el misterio de la cruz, él dijo «¡Consumado es!»

«Entrégame las llaves»

Entonces Jesús descendió para hacer su anuncio. El Credo de los Apóstoles dice: «Descendió al in­fierno» o el Hades. Personalmente creo, basado en mis estudios de las Escrituras, que por la autoridad de lo que había cumplido en la cruz, descendió para confrontar a Satanás mismo que estaba para­do en los portales del mundo del hades, y allí le dijo: «Entrégame las llaves. «

Satanás le respondió: «Te he estado esperando por más de cuatro mil años; yo estaba en el huer­to del Edén y oí mi sentencia. Se me dijo que alguien vendría y me aplastaría la cabeza. Te he estado esperando y he matado a muchos a través de toda la historia pensando que ellos eran tú. Pe­ro estás aquí. Ahora, entra y acomódate con el resto de los demás. Todos están allí.»

¿Quiénes estaban allí? Abraham, Isaac y Jacob; Isaías, Malaquías y un sinnúmero de otros. Allí estaban todos esperando en el paraíso. Un poco antes de que el Señor fuese a la cruz, dos de ellos, Moisés y Elías, subieron al Monte de la Transfigu­ración para conversar con Jesús, el Mesías. La Biblia nos dice de lo que hablaron. «Hablaron de la par­tida de Jesús, que El estaba a punto de cumplir en Jerusalén» (Lu. 9:31).

Ellos le dijeron al Señor en el Monte. «Todos están emocionados en el paraíso. Hemos sido nombrados como un comité para venir a decirte que todo está en movimiento allí. Cuando parti­mos, Isaías quería venir también. El dijo: ¡Este es el día más grande! ¡Escribí sobre esto y ahora está sucediendo!’ Abraham estaba cerca y quería venir también. Pero nosotros fuimos nombrados para decirte que estamos tan agradecidos por lo que estás por hacer. Hay miles de nosotros allí.»

Pagarés

¿Por qué tanta excitación? Porque bajo el pac­to antiguo, la sangre de toros y machos cabríos no podía quitar el pecado. Pero esos hombres en el paraíso estaban empuñando sus pagarés. Cada vez que un israelita imponía sus manos sobre un cor­dero y transmitía su pecado, ese cordero moría en su lugar. Pero lo más que este ritual podía ser era una nota de crédito para ser redimida por la más preciosa sangre de nuestro Señor Jesucristo. Los que estaban en el paraíso habían estado esperando el tiempo cuando sus notas de crédito fueran redi­midas y ahora el tiempo había llegado por fin.

Cuando Jesús descendió de la cruz y confrontó al príncipe satánico le dijo: «Tomaré las llaves.»

-«Nadie me ha hablado así nunca,» dijo Satanás.

-«Nadie ha tenido la autoridad antes,» replicó Jesús. «Pero como el Rey de Dios, como Quien ha recibido toda autoridad, como su Soberano dele­gado, ahora yo estoy a cargo. Tomaré las llaves.»

Y Satanás le dio las llaves. Entonces Jesús pasó a la sección de los impíos, abrió la puerta y miró adentro y pronunció a los que estaban allí, juzga­dos justamente por haber rechazado el consejo de Dios bajo el viejo orden. Entonces cerró la puerta y los dejó allí. Pero luego se dirigió a la puerta del paraíso, la abrió y les dijo: «Salgan, vámonos.»

El Rey de Gloria

Comenzaron a subir por las gradas de su ascen­sión y cuando hubieron llegado hasta Jerusalén, algunos de esos santos del Antiguo Testamento di­jeron: «Mesías, ¿te importa si nos detenemos por un tiempo? Nos gustaría pasar unas horas en nues­tro antiguo hogar. No lo hemos visto por siglos.»

Según la Biblia, los cuerpos de muchos de los santos fueron vistos en las calles de Jerusalén (Mt. 27:52,53). Después de su visita continuaron en su jornada. Siguieron ascendiendo hasta que llegaron frente a los muros de la Gloria. Y entonces esta gran multitud de los redimidos del Antiguo Testa­mento, que estaban mudando el paraíso a un local mejor, gritaron: «¡Alzad, oh puertas, vuestras ca­bezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, para que entre el Rey de gloria!»

La entrada no era tan fácil, sin embargo, porque los protectores angelicales lanzaron el reto por encima de los muros de la Gloria: «¿Quién es este Rey de gloria?»

Los santos respondieron: «Es el Señor fuerte y valiente – el Señor poderoso en batalla. El es quien acaba de llegar del campo de batalla del Gólgota, donde él solo ha derribado mortalmente a Satanás, sus planes y propósitos, llevó los pecados de los hombres, acabó con el viejo orden adámico, y murió una muerte decisiva, cumpliendo con las demandas de Dios y los requisitos para el hombre. El es el Señor fuerte y poderoso, el Señor poderoso en batalla. Ahora, – ¿levantaréis vuestras cabezas, oh puertas? ¡Levantadlas, vosotras puertas eternas para que entre el Rey de gloria!»

No satisfechos, los retadores respondieron: » ¿Quién es este Rey de gloria?» De nuevo la res­puesta triunfante vino: «Es el Señor de los ejér­citos:» El es el Rey de la gloria. El está a cargo de todas las huestes angelicales; pero no sólo eso, él está a cargo ahora de una multitud que nadie pue­de contar. El es el representante de la autoridad de Dios. El es quien trae a Dios el fruto de sus propósitos. El es el Rey de la gloria. ¡Abrid ahora esas puertas y dejad que el Rey de la gloria entre!»

Finalmente, las puertas fueron abiertas y él entró; subió hasta el trono del Padre y le presentó las pruebas de su redención. El Padre le dijo:

«Siéntate a mi diestra, hasta que haga de tus ene­migos un estrado para tus pies.»

«Hasta … »

Yo creo que cuando Jesús se sentó a la diestra de Dios, el Padre dijo lo que quiso decir: «Siéntate a mi diestra, hasta … » y no dejará la diestra del Padre hasta que todos sus enemigos sean subyuga­dos. El lo hará desde los cielos y cuando lo haya cumplido le entregará el Reino al Padre, pero no antes de haber cumplido con la tarea que le fue encomendada.

El Padre le dijo: «Siéntate aquí, hijo, hasta que hayas terminado el trabajo; y después dámelo ter­minado. Siéntate aquí y gobierna hasta que tus enemigos sean por estrado de tus pies.» Pablo to­ma esta declaración y la liga a la revelación del Nuevo Testamento cuando dice: «El debe reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» (1 Co. 15:25).

Cuando el Señor se levantó de los muertos hizo este pronunciamiento: «Toda autoridad me ha si­do dada en los cielos» y por años nos hemos dete­nido allí en nuestro esquema escatológico. Pero Jesús tiene toda potestad y reina con gozo, no só­lo «en el cielo» sino también «en la tierra.»

La enseñanza que dice que la autoridad de Cris­to en el presente es limitada y que el «reinado de Dios» en el «ahora» en la tierra no es posible, ha paralizado los propósitos de Dios en la tierra. Yo creo que él tiene toda autoridad en la tierra ahora. El no es sólo el Rey de los cielos; él es el Rey de la tierra. ¡El es el Rey de la Unión Soviética, de la China, de los Estados Unidos, de Canadá, de Eu­ropa, Asia y África! ¡El es el Rey de toda la tierra ahora!

Tengo que confesar que sólo recientemente he descubierto a David en el Nuevo Testamento de la misma manera que he descubierto a Adán y a Abraham allí. Con eso quiero decir que no había visto el verdadero significado histórico y escato­lógico de David en el Nuevo Testamento. Jesús era de la «simiente de David» – y sabiendo que estaba allí en la línea mesiánica, creía que eso era todo lo que significaba. Después de eso no enten­día otra conexión entre David y Jesús.

Había visto la relación típica entre Adán y Je­sús, porque Pablo dice que Adán es una «figura de Cristo, Aquel que había de venir» (Ro. 5: 15). Y podía ver la relación histórica entre Abraham y Jesús, porque era la «simiente» de Abraham que habría de bendecir a todas las naciones de la tierra.

No fue sino recientemente que me di cuenta del significante papel que David jugó en el plan de Dios y su relación con Jesús. David prefigura a Cristo como Rey delegado de Dios. Cuando Jesús vino al mundo lo hizo como el Hijo de David. Vino como Rey de los judíos. Vino como Rey de todos los redimidos, para que bajo su autoridad, la comunidad redimida pueda convertirse en el instrumento por medio del cual él pueda estable­cer el derecho soberano de Dios en su propia tie­rra redimida.

En Hechos 2:29-31, encontramos a Pedro hablando de la percepción profética de David con­cerniente al Mesías:

Hermanos, del patriarca David os puedo decir confiadamente que murió y fue sepultado, y su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. Y porque era profeta, y sabía que Dios le había jurado sentar a uno de sus descendientes en su trono, miró hacia el futuro y habló de la resu­rrección del Cristo, que ni fue abandonado en el Hades, ni su carne sufrió corrupción.

Pedro no dice que David habló de la segunda venida de Cristo. Creo que esto tiene un gran sig­nificado que hemos fallado al verlo. El resultado es que nos ha paralizado. Creo que en esta hora, Dios está enfocando un hecho que ha sido distor­sionado por muchos, muchos años: el propósito de Dios no es el de redimir a un montón de gente, para que se siente en una estación de buses a esperar que pase el bus que los ha de sacar del lío en que se encuentra el mundo. Más bien, Dios nos ha redimido, nos ha limpiado y se ha metido dentro de nosotros para enviarnos a limpiar la suciedad y ser «la sal de la tierra» y la «luz del mundo,» para que con el poder del evangelio ellos puedan vindi­car el propósito de Dios en la muerte y resurrección de su Hijo.

La segunda venida de Cristo es la esperanza del creyente, pero no tiene ninguna esperanza para el pecador. Viene para el juicio y la condenación de los pecadores. Por lo tanto, si hemos de ayudarles, sea individual o colectivamente, hay una sola ma­nera que Dios ha diseñado y es por el poder del evangelio. Porque el evangelio es el poder de Dios para la salvación.

Si Jesucristo tiene todo poder en la tierra, nun­ca tendrá más del que tiene ahora. Si lo tiene to­do, no hay más que temer. Y lo tiene ahora y está usando ese poder en el evangelio, no sólo indivi­dualmente, sino colectivamente, para que en la comunidad redimida él pueda manifestar la gloria de Dios en el mundo. Yo creo que la última forma de evangelismo en esta era de gracia va a ser la ma­nifestación del poder redimido de Dios a través de la vida total de una comunidad redimida que de­muestre lo que el evangelio es capaz de hacer en todas las áreas de la vida humana, individual y colectivamente.

Pedro continúa hablando de esta relación entre David y Jesús en el mismo sermón pentecostal en Hechos 2:31-36:

Cristo no fue abandonado en el Hades, ni su carne sufrió corrupción. A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, fue exaltado a la diestra de Dios y ha­biendo recibido del Padre la promesa del Espí­ritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís.

Porque David no ascendió a los cielos, pero él mismo dice: «Dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi mano derecha, hasta que convierta a tus enemigos en un estrado para tus pies».

Sepa pues, sin lugar a dudas toda la casa de Is­rael, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.

El derramamiento pentecostal está relacionado con David. Después de la ascensión de Jesús, lo que cayó del cielo en el día de Pentecostés fue el aceite de la coronación, que había sido derramado en la cabeza del hijo mayor de David, el nuevo Rey. «Pero vemos a Aquel… coronado de gloria y honor» (He. 2 :9). Cuando ascendió a la presencia del Padre y se sentó sobre su trono, fue ungido con el aceite santo de su reinado universal y ese aceite descendió en el día de Pentecostés y cubrió e inundó, poseyó y llenó e impresionó e impulsó a hombres y mujeres a convertirse en autoridades para Jesucristo. Llenos del Espíritu Santo, salie­ron y retaron, cautivaron y cambiaron la vida de Jerusalén, Judea, Samaria, para alcanzar las partes más apartadas de la tierra -hasta que todo el mun­do supo que algo había sucedido en ese día de Pentecostés. El Rey Jesús había compartido el aceite de su unción como autoridad final con su comunidad real.

Lo que está pasando alrededor del mundo no tiene precedentes. Esta visitación del Espíritu San­to en nuestros días no es sólo para que se nos pon­ga la carne de gallina, y nos enseñe a tocar las pan­deretas y a cantar coros nuevos. Eso es parte del paquete, pero algo más es de mayor importancia que todo eso.

Lo que es inmensamente importante es que el propósito todopoderoso de Dios está siendo revelado. Al finalizar esta era, él manifestará su gloria en la comunidad redimida. Este derrama­miento del Espíritu Santo no es sólo de bendi­ción: es un derramamiento de autoridad. Dios está estableciendo la autoridad espiritual en toda la tierra para que pueda traer en esta hora la existencia de su reino con poder, y pueda contes­tar la oración de los miles y miles que a través de los siglos han orado: » ¡Venga tu reino!»

Ern Baxter, líder por mucho tiempo en el movi­miento carismático, pastoreó por veinte años una de las iglesias evangélicas más grandes del Canadá. Desde entonces ha viajado extensamente por los Estados Unidos y ultramar en el ministerio de la Palabra. Ern y su esposa Ruth residen en Mobile, donde es uno de los miembros de la directiva de New Wine Magazine.

Tomado de New Wine Magazine, abril 1982

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4. nº -12 – abril 1983