Por Cecil Murphey

En una congregación que pastoreábamos teníamos un miembro cuyo único ministerio parecía ser el de producir paciencia en nosotros.

La señora tenía una lengua que repetía cada retazo de chisme que oía, sin verificarlo, y disfruta­ba al hacerlo.

Un diácono se refirió a ella diciendo: “Probablemente logre entrar en el cielo, pero el Señor tendrá que cortarle la lengua primero.” El diácono tenía, tal vez sin saberlo, un buen entendimiento de teología práctica. La señora probablemente entrará en el reino. Creo que tiene suficiente de Cristo en ella para lograrlo, pero no sé cuán lejos llegue después de la puerta. Su lengua se ha convertido en un arma que ella usa contra sí misma.

Ella es un ejemplo obvio. En esa congregación todos llegaban a saber de ella muy pronto. La seguían escuchando y algunos hasta pasaban a otros sus bocadillos más selectos. Pero con el transcurso del tiempo la gente ya no la tomaba en serio. Lo peor de todo es que ella nunca se consideró como una chismosa, y se enojaba cuando otros decían cosas de ella.

Muchos de nosotros conocemos lo suficiente del evangelio para saber que, si amamos a Jesucris­to con sinceridad, nuestro destino eterno está se­llado. Tenemos nuestra reservación en el cielo por adelantado. Pero, ¿qué de nuestra vida entretanto? ¿Qué de nuestra existencia de todos los días?

Estoy convencido que una de las batallas más grandes que tenemos que librar tiene que ver con la lengua. Santiago 1: 26 dice: «Si alguno se cree religioso, pero no refrena su lengua, sino que en­gaña su propio corazón, la religión del tal es vana.»

Es muy fácil excusar nuestro descuido al hablar. No estoy tan seguro que la intención de Dios sea que lo tomemos con tanta indiferencia. Lo descar­tamos con un «Ah, así es como es ella.» O «Hay que tomar las historias suyas con un grano de sal.» Sin embargo, la Biblia no trata el asunto tan levemente.

Esta actitud de indiferencia me recuerda a Ginny, una compañera de Universidad. En cierta ocasión me llenó las orejas por casi una hora. La administración la había tratado injustamente. Un profesor en particular la había discriminado como mujer. Dos de sus compañeros la habían lastimado diciendo cosas descorteses de ella. El veneno se derramó y la mayor parte de su queja se centraba alrededor del presidente de la universidad, el Dr. Meade.

Esa tarde, el Dr. Meade vio a Ginny en la bi­blioteca y comenzó a hablarle. Le explicó, me di cuenta más tarde, las razones detrás de las cosas que le estaban molestando. Al día siguiente, me encontré con Ginny y me contó una historia to­talmente diferente, expresando lo mucho que dis­frutaba la Universidad. Daba gracias a Dios por ayudarle a escoger esa en particular.

Como yo no sabía de la conversación con el presidente, le pregunté: «¿Y qué del Dr. Meade? Recuerda que lo llamaste un falso y un idiota irres­ponsable.» «¿De veras dije eso?», replicó ella.

Ciertamente. Estaba enojada, por supuesto, y angustiada, pero lo había dicho. Lo peor es que ella no recordaba el veneno en sus palabras. Se en­cogió de hombros y dijo: «Es que estaba un poco agitada, eso es todo.»

Cuando estamos enojados y frustrados todos decimos cosas que después deseamos no haber di­cho. Pero ¿será correcto excusarlas tan levemente? A veces nos parece mentira que hayamos dicho cosas tan desagradables.

Abusamos de la lengua. Todos lo hacemos con frecuencia. y yo me he preguntado por qué. Si tomamos en serio nuestro deseo de vivir una vida cristiana consistente, es natural que enfrentemos los problemas grandes primero. Pero no nos atreva­mos a detenernos allí. Tenemos que seguir adelan­te, arrancando la mala hierba en el huerto de nues­tras vidas antes que lo cubran todo y estorben el fruto.

Mucha gente piensa que es suficiente haber lo­grado entrar en el reino. Para ellos el cielo simboliza un escape del fuego del infierno. Allí estarán seguros y es todo lo que importa. Y en lo que se refiere al abuso de la lengua, pues eso es una poca cosa. «Es de humanos soltar la lengua y decir co­sas que más tarde lamentaremos,» me dijo una vez un cristiano.

No obstante, el apóstol Santiago dice: «Así también la lengua es un miembro pequeño del cuerpo, y, sin embargo, se jacta de grandes cosas. ¡Mirad, cuán grande bosque se incendia con tan pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un verda­dero mundo de iniquidad. La lengua está puesta entre nuestros miembros como aquello que contamina todo el cuerpo … « (Sant. 3:5,6.

Oí de un incidente que sucedió en Atlanta hace unos años. Una brillante y atractiva mujer divorciada vivía en uno de una larga hilera de departamen­tos. Un viejo miembro de una congregación descu­brió que todas las noches, durante dos semanas, el carro del pastor se estacionaba frente a los aparta­mentos. El pastor llegaba a veces a las diez o a la media noche y el carro permanecía allí hasta el día siguiente.

El hombre se lo contó a un diácono de la iglesia, quien se lo contó a su mejor amiga, quien lo contó a la organista, quien lo contó a un miembro del coro. Y la historia circuló por toda la congregación, levantando protestas de enojo y acusaciones con­fusas.

Dos personas escépticas no creyeron la historia sin verificarla; de modo que a la noche siguiente estacionaron su auto al otro lado de la calle frente al complejo de apartamentos. Poco después de las 10: 30 vieron llegar al pastor, estacionarse y entrar en uno de los apartamentos. Los escépticos explo­taron, llenos de furor.

La iglesia tenía un gobierno congregacional y estaba lista para convocar a una reunión general de la membresía y despedir al pastor adúltero, asegurándose que el próximo pastor fuera un hombre moral.

Casi sucede. Y probablemente hubiera pasado si no hubiese muerto un anciano de 76 años. Había vivido solo; sin ningún familiar. El pastor ofició el servicio fúnebre. Uno de los miembros de la iglesia se acordó de algo. «¿No era ese el ancia­no que vivía en aquella hilera de apartamentos? ¿En la misma sección en que vivía la trigueña?»

Entonces le hizo al pastor algunas preguntas discretas y descubrió que el ministro había estado visitando al anciano todas las noches, acompañándolo hasta que se dormía. El pastor luego se acos­taba en una cama a la par suya. Nadie pensó en esa posibilidad. La lengua de un hombre casi arruina a una hermosa iglesia. Pero todavía, casi arrui­na la reputación y la vida de un pastor con corazón.

Este caso es extremo, por supuesto, pero todos abusamos de la lengua. Y si bien no cometemos un pecado mortal, hacemos daño a otras personas. Exageramos, discutimos ociosamente por cosas insignificantes y nos quejamos. A veces nuestro si­lencio se vuelve una mentira, cuando no nos pronunciamos sobre algo que no es justo. Dudo que sea necesario escribir mucho sobre el mal uso de la lengua. Todos nosotros conocemos cuáles son nuestras debilidades en particular. Me gustaría su­gerir algunas razones del por qué tenemos una lu­cha en esta área.

Una de las razones es que nuestra tendencia na­tural es la de hablar abiertamente. En nuestra cultura occidental, admiramos a las personas francas que dicen lo que sienten. Desafortunadamente, nuestra franqueza hiere a veces a los demás. Es be­neficioso hablar lo que pensamos para que la gen­te sepa dónde estamos parados. Pero muchas ve­ces lo hacemos a expensas de los sentimientos de otros. Los que tenemos este tipo de problema de­biéramos hacer la oración que está en el Salmo 141:2, «Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios.»

Segundo, si hay algo ocurriendo en el corazón, la lengua lo descubre rápidamente. ¿Cuántas veces hablamos sin control contra una persona sin dar­nos cuenta que realmente queríamos herirle? Esto me sucedió a mi recientemente. Dos pastores y yo hablábamos tratando de ponernos de acuerdo pa­ra asistir a una conferencia. Cuando uno de ellos mencionó el nombre de uno de los oradores, yo dije algo así: «Ese hombre es un grosero pomposo.»

Yo no lo había pensado antes. Más tarde me pregunté por qué había dicho tal cosa de un hom­bre que era respetado en mi denominación. En­tonces recordé, y no fue como que tuve que escar­bar mucho tampoco. Él me había ofendido en una ocasión. No creo que él supiera que lo había he­cho y dudo que hubiese sido intencionalmente, pero en lo más escondido de mi pecaminoso cora­zón yo había guardado el menosprecio. Años des­pués, cuando la oportunidad se presentó, la len­gua expresó lo que el corazón sentía. Jesús lo pu­so de esta manera: «La boca habla de lo que llena el corazón.» (Mt. 12:34).

Una tercera razón de la dificultad que tenemos en controlar la lengua es que en realidad no hemos comprendido el segundo gran mandamiento. De acuerdo con Jesús, el primer mandamiento es amar a Dios con nuestro ser total. El segundo es amar a nuestro prójimo de la misma manera que nos ama­mos a nosotros mismos (Mt. 22:38-39). La ma­yoría de nosotros hemos cumplido (o creemos haberlo hecho) con el primero bastante bien. Sin embargo, no podemos separar el segundo del pri­mero. Si amamos a Dios en verdad, con todo nuestro ser, el corolario es que amaremos también a otras personas. «El que dice que está en la luz, pero aborrece a su hermano, hasta ahora está en tinieblas» (11n. 2:9).

Cuando hay problemas en amar a los demás es porque creemos que tenemos que sentirlo con emociones fuertes. Pero el amor (ágape en el grie­go) se refiere a la conducta y no a las emociones. Nos comportamos de una manera que exprese cuidado. Practicamos el amor de Dios por medio de nuestra bondad hacia otras personas. Podremos llegar a tener sentimientos de afecto para ellos, pero eso es secundario.

Esto lo aprendí una vez cuando un miembro de la iglesia demostró su antipatía hacia mí compor­tándose con rudeza en las reuniones públicas. Al­gunas veces argumentaba conmigo o me acusaba de tener motivos impuros. En ocasiones, me deja­ba con la palabra en la boca, dando media vuelta y retirándose.

Pasé por una angustia profunda debido a esta situación y mi deseo era desquitarme. Creo que lo hubiera hecho, pero el Señor me enseñó lo que la Biblia quiere decir con amor. Yo no sentía ningún afecto por el hombre, pero podía tratarlo con amabilidad, de la misma manera que yo quería que él me tratara a mí. Así que hice el esfuerzo. Determiné sonreírle, hablarle y actuar amigable­mente con él. Una vez en una reunión de junta le extendí mi respaldo.

El hombre nunca se disculpó, pero comenzó a cambiar. Llegó hasta sonreírme y ocasionalmente a tomar la iniciativa en saludarme. Yo sé de qué modo se expresó de mí en diversas ocasiones. También sé que lo que decía no era cierto, pero decidí no gastar mi tiempo en apagar los fueguitos que él comenzaba con su lengua. Los fuegos se apagaron y espero que permanentemente.

Me fue difícil. Hay gente que puede pensar co­sas malas de mí de las que no soy culpable, pero los que me aman saben que no son ciertas. Final­mente entregué mi caso en manos del Señor. Sabía que no podía ganar haciéndole el juego a ese hombre.

Todavía no he ganado totalmente la batalla de la lengua. ¿Lo habrá hecho alguien? Para la mayo­ría de nosotros todavía es un campo de batalla crítico, uno de los pecados pequeñitos que nos azotan y nos mantienen luchando.

El apóstol Santiago dice que quien tenga éxito en controlar su lengua será un hombre perfecto (Sant. 3:2). Eso nos recuerda que ninguno de no­sotros guarda totalmente sus labios, dominando completamente el síndrome de los labios sueltos. Tenemos que recordarlo y que Dios también nos perdona cuando fracasamos. La Biblia dice que no abusemos de la lengua y que cuando lo hagamos debemos de confesarlo a Dios y pedirle su ayuda para resistir esta tentación en el futuro.

Recuerdo de niño la propaganda del gobierno durante la Segunda Guerra Mundial. Uno de los cortos comenzaba con un cartel del Tío Sam con un dedo sobre sus labios y las siguientes palabras abajo: «Shhh, el enemigo está oyendo.» Luego advertía sobre las conversaciones descuidadas. En una parte, un trabajador de un astillero hablaba li­bremente en un bar de la vecindad, diciendo cuán­tos barcos se estaban construyendo y adónde irían después de terminados. Un parroquiano aparente­mente inocente escuchaba con cuidado y después transmitía la información a Alemania. La escena final mostraba el hundimiento de esos barcos.

En otra sección se enseñaba a una familia reci­biendo una carta de un soldado en ruta a ultramar. La carta no mencionaba la fecha de partida, pero decía algo así como «ocho días para el cumplea­ños de la tía María.» Un vecino dedujo que eran espías nazis.

Tal vez necesitamos recordar que el enemigo es­tá oyendo, que las palabras pueden herir a las per­sonas. El enemigo de nuestras almas usa nuestras palabras necias para destruir, desorganizar y estor­bar la obra de Dios.

Mientras reflexionamos sobre el uso descuidado de nuestras lenguas, necesitamos recordar que Je­sucristo nos puede liberar de este pecado cotidiano.

Señor, hazme sensible a los pequeños peca­dos de mi vida. Deja que el Espíritu Santo me traiga su convicción y me dé poder para enfren­tarlos sin tregua. Señor, hazme tu persona, cualquiera que sea el costo. Amén.

Cecil Murphey es pastor de la Iglesia Presbi­teriana de Riverdale, Georgia, E. U.A. Es autor de varios libros sobre la oración y la vida cris­tiana cotidiana. Este articulo es tomado de su libro Seven Daily Sins, publicado por Servant Publications, Ann Arbor, MI.

Tomado de New Wine Magazine, marzo, 1982.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4- nº 10 diciembre de 1982