Por Hugo Zelaya

A muchos cristianos les gustaría ignorar el tema de la mayordomía. Sin embargo, la ignorancia pre­dispuesta no es excusa para dejar de cumplir con la voluntad de Dios. Es de suma importancia y nece­sidad saber lo que la Palabra de Dios dice al respecto para responder positivamente a su instrucción.

El primer pensamiento que nos viene a la mente cuando se habla de mayordomía tiene que ver con el dinero que debemos dar al Señor. Si bien el diez­mo y las ofrendas, que examinaremos más adelante, están incluidos dentro de su significado, la mayor­domía tiene un alcance mucho más amplio, tanto como toda la creación de Dios. Su intención es que el hombre sea su administrador en la tierra. La historia del Génesis así lo declara.

Por definición, mayordomía es «encargarse de la administración de los bienes o empresa de otro». Por ejemplo, Eliezer, un criado de Abraham «era el que gobernaba en todo lo que tenía» (Gen. 24 2). También José fue hecho mayordomo de la ca­sa de Potifar, quien «entregó en su poder todo lo que tenía» (Gen. 39:4) y más tarde llegó a ser el gobernador de Egipto.

Estos dos ejemplos comienzan a darnos una idea de los principios que forman el concepto de la mayordomía y del carácter de los administradores. Primordialmente, los bienes son de otro. El mayor­domo los administra y rinde cuentas a su verdadero dueño por lo que hace con ellos. Un buen adminis­trador conoce sus alcances y sus limitaciones. Para José, «todo lo que tenía» no incluía a la mujer de su amo. Su libertad en tomar iniciativa para gastar, invertir o dar tenía que beneficiar a su amo. Su poder de decisión estaba limitado al bienestar del verdadero dueño de los bienes.

Es terrible, pero cierto, que muchas veces se nos olvida que nosotros no somos los dueños de lo que decimos tener. La mayordomía comienza con la realización que Dios es el dueño de todas las cosas. El creó la tierra y la dio al hombre para que la administrara. Adán fue un mal mayordomo, pues fracasó en su responsabilidad cambiando su privilegio por el conocimiento del bien y del mal. Pero en Jesús y su redención, volvemos a adquirir los derechos de administración (Rom. 5: 17).

Eliezer y José fueron hombres fieles y leales con sus amos, demostrando dos cualidades indis­pensables en el carácter personal de todo buen administrador. También eran disciplinados y pro­ductivos en el manejo de los bienes que se les ha­bía confiado y supieron resistir la tentación de ad­judicarse a sí mismos las cosas que no les pertene­cían.

En 2 Reyes 5 las Escrituras nos dan un con» traste. Giezi fue un siervo indisciplinado que qui­so aprovecharse de la buena fortuna de su amo y terminó leproso, con la lepra de Naamán. Aquí podemos encontrar otro principio, y es que quien establece las reglas en el manejo de los bienes es el amo y no el mayordomo. El buen administrador sigue las instrucciones del dueño. Eliseo había re­chazado el ofrecimiento de Naamán porque esta­ba en juego su reputación y la de Dios. Giezi

to­mó lo que no era suyo y deshonró a Dios y a Eli­seo. Las consecuencias fueron funestas.

Entre las cosas que Dios nos ha dado para ad­ministrar, están las que llamamos incorrectamente nuestras posesiones o recursos «personales.» Esen­cialmente representan el 90 por ciento de todo lo que nos ha dado. El otro 10 por ciento ha sido se­parado por Dios, habiéndose reservado el derecho de decidir personalmente lo que se ha de hacer con ello. A esta porción es a la que llamamos el diezmo.

El diezmo ha estado siempre ligado con el sa­cerdocio. Abram lo dio a Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo y este lo bendijo y le dio pan y vino (Gen. 14: 18-20), ele­mentos que trascienden todas las etapas de la historia de Israel y reaparecen en toda su pleni­tud y significado en la Santa Cena que fue insti­tuida por nuestro Señor Jesucristo.

Las responsabilidades del sacerdocio en el An­tiguo Testamento son básicamente dos: presentar las ofrendas y los sacrificios a Dios y, enseñar al pueblo lo que es o no es aceptable para El (Heb. 5: 1 y Lev. 10:9-11). Los sacrificios permitían el acceso del pueblo al Señor. Dios determinaba la manera en que debían presentarse. Ni el sacerdote, ni el pueblo podían decidir ni alterar ninguno de los requerimientos establecidos por Dios. Las ofrendas eran para Dios también, pero como una expresión de gratitud de los fieles. Eran una for­ma de adoración a Dios y la iniciativa de ofrecer­las quedaba con el adorador. Dios demandaba los sacrificios; las ofrendas eran ofrecidas en forma voluntaria.

El paralelo con el dinero que damos a Dios es muy obvio. El diezmo, que significa la décima parte de todas nuestras entradas (dinero o pro­ductos) está dedicado a Dios y Él es quien regula cómo, a quién y dónde darlo. Las ofrendas son las que damos a Dios, para su obra, más allá de la dé­cima parte requerida por El. Hay otro término usado en las Escrituras para describir lo que damos para satisfacer las necesidades de los hombres y es limosna (Mt. 6: 1-4).

El diezmo había sido establecido mucho tiempo antes que la ley fuese dada por Dios a través de Moisés. Melquisedec recibió los diezmos de Abram, alrededor de 400 años antes que el Sinaí y dos ge­neraciones después, Jacob hace promesas al Señor de darle sus diezmos en la medida que fuese ben­decido por El (Gen. 28:22). El diezmo era una ex­presión libre de la fe de ambos.

La ley viene mucho después a corroborar y a regular esta práctica. La Biblia es bien clara cuan­do dice que los diezmos son para el sacerdocio o ministerio: «He aquí yo he dado a los hijos de Le­ví todos los diezmos en Israel por heredad, por su ministerio … « (Núm. 18:21). Recordemos que no tenemos ningún derecho de decidir si dar o no dar el diezmo; ni tampoco de determinar a quién dar­lo. El diezmo es del Señor y El lo ha dado para el ministerio. Este es Su deseo y voluntad.

Hay otro detalle muy interesante en las instruc­ciones que Dios dio a Su pueblo (Núm. 18:26-28). Los sacerdotes mismos eran requeridos a diezmar para el sumo sacerdote, quien recibía así un diez­mo de los diezmos que no era poca cosa. Además del diezmo, el judío daba ofrendas y sacrificios (Deut. 12:5-14). Alguien ha determinado que el pueblo de Dios bajo la ley, daba alrededor del vein­ticinco por ciento de sus entradas para el minis­terio y la obra del Señor.

Hay tres principios que se desprenden de estos pasajes: 1) El creyente reconoce y honra el minis­terio con sus diezmos. 2) El diezmo va directa­mente al ministerio. 3) El creyente es bendecido por su fidelidad. Es decir, que la prosperidad del pueblo está directamente relacionada con la pros­peridad del ministerio y viceversa. Malaquías 3 es quizás el pasaje clásico sobre este tema. Los versículos 8 al 10 establecen una relación directa entre los diezmos y la bendición de Dios para su pueblo. Dice que el pueblo no prospera cuando le «roba» a Dios sus diezmos. Dios espera que su pueblo exprese su fe en Él trayendo los diezmos al alfolí.

Hay cristianos que dicen que el diezmo no se menciona como un requisito en el Nuevo Testamento y que por lo tanto no están en la obliga­ción de darlo. Veamos que dicen las Escrituras.

El Sermón del Monte ha sido llamado por al­gunos maestros insignes, «La Constitución del Reino de Dios.» Es una expresión de la actitud de Dios en relación con la ley y el nuevo orden que Jesús viene a establecer. Su declaración fundamen­tal es que él había venido para cumplir la ley y no para abolirla (Mat. 5: 17). El no vino para librar a nadie de las demandas de Dios, sino más bien pa­ra enseñarnos a cumplirla y en la forma que Dios siempre ha querido que se haga.

Los escribas y los fariseos eran los religiosos de sus días y hacían grandes esfuerzos para permanecer dentro del marco de la ley escrita. Eran tan estrictos en el cumplimiento de la ley que diezmaban hasta el eneldo, la menta y el comino. Jesús no les critica por esto. Al contrario, reconoce que dan sus diez­mos como «cosas que debían haber hecho, sin descuidar las otras» (Mat. 23:23) y nos exhorta a nosotros a ser mejor que ellos (Mat. 5: 20). Jesús los fustiga por su hipocresía de querer aparentar una piedad que no les nacía de adentro.

El dar bajo la ley es ordenado por reglas, pero en el Nuevo Testamento es condicionado por la gracia. Ciertamente que ocurre un «cambio de la ley» (Heb. 8: 12) que afecta considerablemente la manera de dar como lo evidencian los primeros cristianos que no se contentaron con dar sólo el diez por ciento, sino que «todos los que poseían tierras o casas las vendían y traían el precio de lo vendido y lo depositaban a los pies de los apósto­les» (Hec. 4:34,35). La ley había pasado de las tablas de piedra a sus mentes y corazones y la gra­cia de Dios los impulsaba a dar todo lo que tenían. Para el que no quiere dar es mejor estar bajo la ley que bajo la gracia.

Cuando Jesús vino, estableció un sacerdocio y un ministerio nuevos. El es «sacerdote para siem­pre según el orden de Melquisedec» (Heb. 5:6). Si nos consideramos «hijos de Abraham», también honraremos por fe a nuestro Gran Melquisedec, de la misma manera que lo hizo él. Dar honra es más que decir palabras bonitas, cantar u orar. Honrar es demostrar respeto y estimación y la mejor manera de hacerlo es con nuestra sustancia (Mar. 5:l7,18;Hec. 28:10).

Romanos 13: 7 dice: «Paga a todos lo que debéis; al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que temor, temor; al que honra, honra.» 1 Ti­moteo 5: 17,18 dice que debemos dar doble honor a los ancianos, porque «el obrero es digno de su salario.» La implicación en estos pasajes y otros como

1 Cor. 9: 13 es que, si bien hubo cambios de orden y formulación de leyes cuando nuestro Se­ñor Jesucristo vino, la intención de Dios nunca va­rió. El sacerdote del Antiguo Testamento vivía de los diezmos y ofrendas del pueblo y en el Nuevo Testamento, los ministros del Señor viven del evangelio; y un evangelio que no sea capaz de su­perar las provisiones de la ley, no es el verdadero Evangelio del Reino de Dios.

Examinemos ahora cinco de las objeciones más corrientes que se ofrecen cuando se quiere enseñar a los cristianos a dar y a diezmar. La primera es que sí, que «todo lo que tengo pertenece a Dios.» Es decir, que ya se lo dieron a El pero que segui­rán disfrutando de lo que no es suyo hasta que El venga personalmente a tomarlo. Y por lo tanto no dan nada o dan las miserias del menudo que les queda en el bolsillo después de haber gastado el dinero de Dios (según su propia confesión) en sí mismos.

La segunda es que el diezmo es de la ley y re­querirlo es legalismo. Pero ya vimos de qué mane­ra daban los cristianos bajo la gracia. Los que pien­san así y dan menos del diezmo hacen de la gracia de Dios algo barato y enfermizo.

Los terceros alegan que no tienen los medios para diezmar. Esa expresión demuestra una falta absoluta de fe en la Palabra de Dios que dice que hay que dar para recibir y que Dios siempre da abundantemente más de lo que nosotros le entre­gamos a El (Luc. 6:38; Mal. 3: 10-12). La verdad es que no tienen porque no dan.

La cuarta excusa pretende ser muy espiritual y está en boca de los que no dan «sin que el Espíri­tu se los indique.» Para estas personas, nada ni nadie es digno de recibir los diezmos. Tal vez la cantidad de diezmos sea considerable y les duela darlo. En realidad, el Espíritu ya les ha dicho a tra­vés de la Palabra lo que deben hacer. El Espíritu Santo y las Escrituras nunca se contradicen. Am­bos nos exhortan a dar con liberalidad.

La quinta y última objeción tiene que ver con el enriquecimiento indebido de los ministros. Ciertamente que el diezmo ha sido abusado en ocasiones, pero también es cierto que lo han sido todas las otras enseñanzas de la Palabra de Dios. Eso no le quita ningún mérito a la verdad. Siempre ha habido hombres que han jugado con las cosas de Dios, pero no por eso estamos eximidos de cumplir con lo que debemos hacer. Por lo ge­neral, los que usan esta excusa para no diezmar, reflejan una motivación muy egoísta, pues para ellos es una tortura cuando el Señor bendice al pastor materialmente, más que a ellos.

Además de los que hemos mencionado, encon­tramos a hermanos que sí están dispuestos a diez­mar y que lo hacen regularmente, pero no saben lo que Dios ha estipulado por principio en ambos Testamentos. Lo usan para suplir las necesidades de otros hermanos o lo reparten en distintos mi­nisterios o instituciones. Es decir, usan los diezmos como si fueran ofrendas. El diezmo es para el sos­tenimiento del ministerio. Lo damos a aquellos que nos ministran las cosas espirituales y velan por nuestras almas. Lo damos con gusto a nuestro pastor y en el lugar donde Dios nos tenga ubica­dos. Cualquier otro dinero que demos a otras per­sonas o causas, tiene que ser por encima de los diezmos.

Hay dos amonestaciones que deseo hacer para concluir: l. Aparte el diezmo para el Señor, pri­mero que todo. Disponga del resto con sabiduría y Dios lo bendecirá económicamente. No regatee con Dios por cincos y pesetas. Demuéstrele a Dios que está agradecido con El por Su generosidad. No dé para que Dios le ame. El ya lo ama y dio todo lo que tenía en la persona de Su Hijo para su redención. 2. Honre con sus diezmos a los que ve­lan por su bienestar espiritual. Hágalo con alegría y desprendimiento «porque Dios ama al dador alegre. «

Publicado en el periódico «Maranata «, Junio de 1982

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4- nº 10 diciembre 1982