Por Don Basham

Un cuento de Navidad

Silas, el superitendente y guardián princicpal de la Provincia extrema celestial, estaba parado junto a la orilla de la plataforma de aterrizaje, observando a la distancia con una mirada de desaprobación. No era que estuviese enojado, porque el enojo no se permite en el cielo, pero sí estaba perturbado, pues Alvin, el ángel más pequeño bajo su responsabilidad, tardaba en llegar de su comisión.

Como siempre, la tarea había sido algo sencilla: llevar una palabra de aliento como respuesta a la oración afligida de una madre. Y, como de costumbre, Alvin se estaba tomando» más tiem­po del necesario. De vez en cuando, Silas se preguntaba si el angelito no sería demasiado pequeño para su trabajo fuera de la provincia. Alvin apenas había pasado las especificaciones mínimas de vue­lo cuando lo midieron de punta a punta con las alas extendidas y desde los pies hasta la corona.

Además, el arte del vuelo con gracia que pare­cía ser tan natural en los otros ángeles había elu­dido a Alvin completamente. Los demás ejecuta­ban sus maniobras elevándose con facilidad por las encumbradas regiones celestiales, descendien­do y subiendo una y otra vez con un ritmo encan­tador. Pero Alvin no. Cada vez que alzaba vuelo, tomaba el cielo como si fuera un obstáculo que tenía que vencer. Una vez que lograba encumbrar­se y sentirse seguro, sabiendo que las operaciones airosas y las ejecuciones lucidas estaban más allá del alcance de sus cortas y regordetas alas, se im­pulsaba alegremente por el aire de la mejor mane­ra posible. Tampoco, recordó de repente Silas al ver la figura solitaria e insegura de Alvin, había dominado el arte de aterrizar.

Observó el errático acceso de Alvin con interés y alarma. «Muy alto y demasiado rápido», le gritó gesticulando con sus brazos en el aire en un inútil intento de indicarle a Alvin que sobrevolara la plataforma y probara de nuevo. Pero malinterpretan­do las voces de Silas y el movimiento de sus bra­zos como expresiones de bienvenida, el pequeño ángel batió sus alas con más ganas, impulsándose demasiado alto, más allá de la zona de aterrizaje y dirigiéndose directamente hacia su mentor. En­tonces, cerrando sus alas, se dejó caer la distancia final, fallando por centímetros la figura escurridi­za del superintendente y golpeando la superficie con tanta fuerza que Silas se encogió. Con todo, había sido uno de sus mejores aterrizajes; había rebotado sólo una vez.

Poniéndose rápidamente de pie, Alvin se sacu­dió un poco, enderezó su halo y sonrió con ino­cencia a su severo superior. «Hola, Silas. Siento llegar tarde», dijo, levantando un brazo en un ges­to tímido, mitad saludo, mitad excusa. Pero para Silas, ya era demasiado. Todo eso le recordaba la monumental indiferencia de Alvin cuando pensa­ba en su ascenso.

«El problema contigo», se oyó lamentar una vez más el superintendente, «es que no estás vo­lando donde debes. Cada vez que vienen nuevos encargos de la oficina central, tú escoges algo insignificante donde «nadie te pueda ver y apreciar. No es justo que tú continúes aquí mientras otros ascienden a cosas mejores. Además, no se ve bien en mi hoja de servicios.

Soy el único supervisor de este lado del cielo que tiene un ángel que no ha sido promovido por tanto tiempo. ¿No quisieras tener una morada en la ciudad celestial donde pu­dieras ganar tu elección para servir en la misma presencia del Dios Altísimo? La voz de Silas tem­bló ligeramente con la idea de un prospecto tan magnífico y poco común, y hasta Alvin sabía que en el corazón de todo ángel de la Provincia Extre­ma, estaba el deseo de servir algún día en la mis­ma presencia de Dios Altísimo.

Él agachó la cabeza y se limpió una partícula imaginaria de polvo con la punta de una de sus alas, al mismo tiempo que decía: «Lo siento, Silas. Yo quiero mejorar; de veras, pero alguien tiene que hacer los trabajos pequeños».

Silas, sin prestar atención a su respuesta dijo: «Recuerdas que pudiste haber sido uno de los án­geles que subían y bajaban por la escalera de Ja­cob; pero no, tuviste que escoger ayudar a aquel pastorcillo que andaba en busca de su oveja per­dida. Y cómo perdiste la oportunidad de viajar con los otros ángeles en el carro de fuego para al­zar al profeta Elías, porque te fuiste a buscar heno para alimentar a los caballos. Hoy, cada uno de esos ángeles tiene una mansión en la Ciudad Celestial. Y qué me dices de las otras veces que pudiste ganar un ascenso. ¿Dónde estabas? En al­guna parte cuidando de alguien que se había me­tido en dificultades. Te digo, Alvin, que ayudar a buscar las extraviadas ovejas de un pastor y darle de comer a los caballos no son maneras de as­cender en tu carrera».

Alvin no respondía. Silas no comprendería por­que los trabajos pequeños no eran importantes para él. Pero sí lo eran para Alvin. Con qué se po­dría comparar la alegría reflejada en el rostro de aquel pastorcillo cuando encontró a su oveja perdida. Eso había valido una centuria de arrenda­miento de cualquier casa en la Ciudad Celestial. Tampoco fue su culpa si el carro de fuego se ha­bía ido antes de que él pudiera regresar con el heno. Además, los caballos regresaron con más hambre que nunca después del viaje. Todos ha­bían estado tan emocionados con la llegada de Elías que nadie pensó en los caballos. Alvin toda­vía recordaba lo agradecidos que estaban, frotan­do sus hocicos contra la palma de su mano mien­tras les daba de comer y ese recuerdo le hizo sentirse muy bien por dentro.

Pero había noticias de mucha importancia y eso puso coto a la recitación de Silas de las opor­tunidades perdidas por el pequeño ángel. «Escu­cha, Alvin», dijo cambiando el tono exasperado en uno de verdadera animación. «todos los cielos se están preparando para el Gran Acontecimiento. Acaba de ser anunciado que el Dios Altísimo va a visitar la tierra. Dicen que va a aparecer como un rey. Estoy seguro que una operación de esa mag­nitud va a requerir tareas muy importantes. La ver­dad es que dicen que algunos ángeles van a tener el privilegio extraordinario de servir en la misma presencia del Altísimo». Una vez más la voz de Silas tembló sobrecogida.

«Todos los cielos se están preparando, Alvin. Mira allá». Desde la orilla del cielo donde estaban parados, el angelito miró. Vio la interminable ex­pansión de las planicies estelares, vio los incompa­rables jardines con sus fuentes de cristal y en la distancia los elevados muros con sus torres de la Ciudad Celestial descansando muy alto sobre el monte santo de Dios. Y por donde quiera que volteaba, Alvin Alvin veía a tropas de ángeles muy ocupados preparándose para el Gran Acontecimiento.

Entonces Silas llevó a Alvin frente a una gran mesa cubierta de pergaminos. Allí estaban parados todos los ángeles de la Provincia Extrema.

«Estas son las órdenes para nuestra provincia», le explicó. «Cada pergamino contiene la descrip­ción de una tarea que hay  que cumplir en relación con el Gran Acontecimiento. Todos hemos estado esperando tu regreso para que tú tengas la primera oportunidad de escoger. Aquí hay docenas de tra­bajos importantes; cualquiera de ellos te garanti­zaría prácticamente tu ascenso a la Ciudad Celes­tial. Pero escoge rápidamente, Alvin. Ya estamos atrasados». Con esas palabras, Silas dio media vuelta y se dirigió a la oficina central de la provin­cia para hacer un reconocimiento final.

Pero Alvin no se atrevió a escoger una de las ta­reas importantes. «Esperaré y tomaré lo que que­de», dijo, apartándose para hacer cada uno su propia elección. Alvin se sentía contento porque cada ángel parecía estar satisfecho con la tarea que había escogido.

Silas regresó justo a tiempo para ver a Alvin to­mar el último rollo. Estaba un poco ajado y aplas­tado por haber quedado al fondo del montón. «Déjame ver eso», dijo Silas tomando el rollo de sus manos. Alvin agachó la cabeza mientras el su­perintendente leía el contenido.

«¡Bueno, Alvin, lo hiciste de nuevo! ¡De todo ese montón de oportunidades magníficas, te las arreglaste para quedarte con la única tarea sin im­portancia!», dijo, sacudiendo la cabeza conster­nado y devolviendo el rollo a Alvin. Luego se apresuró para unirse a los otros ángeles que se pre­paraban para partir. Algunos tomarían parte de la procesión comandaba por Gabriel; otros cantarían en el coro celeste. y otros servirían como mensaje­ros especiales para llevar la noticia del Gran Acon­tecimiento a los cuatro rincones de la tierra. Pare­cía como si cada ángel de la Provincia Extrema había escogido una tarea importante y emocionante que podría conducir a una promoción y tal vez a la oportunidad, algún día, de servir en la misma presencia del Dios Altísimo. Todos, es de­cir, menos Alvin que había esperado para tomar el último pergamino, el trabajo que había quedado después que los otros ángeles habían escogido.

Antes de partir, Silas se detuvo para darle una amonestación final. «Aunque no vengas con noso­tros, todavía tienes una misión que cumplir, Al­vin. ¡Mejor es que te pongas en camino!» Y con un batir de alas, Silas y sus compañeros se lanza­ron a un cielo lleno de ángeles importantes cum­pliendo con otras tareas importantes.

Alvin miró hasta que el último ángel había de­saparecido de su vista. Entonces, acercándose a la orilla del cielo, miró hacia la tierra que giraba en la lejanía. Lo sentía que Silas se hubiera disgusta­do un poco, pero él no estaba molesto. Al contra­rio, en su corazón estaba complacido por su nueva asignación. Era la clase de tarea que disfrutaba ha­cer: cuidar de un bebé recién nacido y sin hogar. En verdad no le importaba perderse de toda la animación.

Así que, echando una última mirada al rollo para asegurarse de tener la dirección correcta y con un rápido subir y bajar de su alborotada ca­bellera, el pequeño Alvin extendió sus gorditas alas y se sumergió en el espacio. Entonces, hacien­do un viraje en dirección a la tierra, se concentró para encontrar a un bebé en un establo, en un lu­gar llamado Belén.  

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 4 diciembre 1981