Por Orville Swindoll

Las Escrituras registran cómo Dios, en diferentes épocas y en diversas si­tuaciones ha levantado hombres con visión para restaurar algún valor perdi­do u olvidado. Ese ministerio proféti­co implica más que palabras y que en­tendimiento que lo capacite a uno pa­ra participar en algo; también implica una conducta consecuente con la ver­dad revelada.

En estos tiempos Dios está dando a su pueblo una orientación profética que apunta a la restauración de los va­lores morales y espirituales de la vida en familia. Para criar una familia en la voluntad de Dios, necesitamos tener visión profética: capacidad de ver a­dónde nos quiere llevar el Señor y fe para realizarla. Criar una familia no es una cuestión de suerte. Dios nos está orientando con claridad sobre cómo vivir en familia.

Consideremos un pasaje del libro de Malaquías (4:5,6):

«He aquí, yo os envío el pro­feta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terri­ble. El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo ven­ga y hiera la tierra con maldi­ción».

En Lucas 1: 17, esa misma profecía está citada con ciertas modificaciones significativas:

«E irá delante de él con el es­píritu y el poder de Elías, pa­ra hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispues­to».

Es interesante observar que cuando el Nuevo Testamento cita textos del Antiguo, a menudo el escritor toma ciertas libertades que parecen corres­ponder más bien a la interpretación del texto que a la redacción. A veces la cita parece ser casi una paráfrasis.

Será conveniente observar lo que estos dos textos tienen en común, co­mo también las diferencias entre ellos. Dios, por boca de Malaquías, hizo una promesa a su pueblo, que cumplió 400 años después en la persona de Juan el Bautista. ¿Qué es lo que pro­metió el Señor? Dios volvería «el co­razón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los pa­dres». Las palabras hará volver, impli­can la restauración de algo que se ha perdido, o que perdió su valor, o se deterioró.

Entre los dos textos descubrimos dos razones de la esencia de esta res­tauración. Malaquías presenta la primera como una advertencia: «no sea que yo venga y hiera la tierra con mal­dición». Vale decir, que la restauración de buenas relaciones en la familia la sal­vará de la destrucción y el desagrado divinos. Dios cifra la salvación de una nación en la restauración moral y espi­ritual de la familia. Aquí vemos una fuerte implicación que si una nación -en el presente texto la nación de Is­rael- ha recibido luz de parte de Dios sobre las familias, y luego no anda se­gún esos preceptos y ordenanzas, Dios mismo se hará cargo de herir la tierra.

Esto no nos debe sorprender, por­que la historia bíblica relata cómo Dios destruyó la tierra, precisamente por la decadencia y desintegración de la familia. Dios advirtió a Noé -quien halló gracia ante sus ojos- que destrui­ría la tierra por su gran corrupción, se­ñalando especialmente la corrupción de la familia. Nuevamente, el Señor nos está advirtiendo del juicio que nos espera si no experimentamos una pro­funda restauración en las familias.

En Lucas encontramos la segunda razón, que está involucrada en la pri­mera. Lucas indica que esta restaura­ción tiene que suceder para prepararle al Señor un pueblo bien dispuesto. Es­to implica que ninguna preparación y orientación del pueblo de Dios es ade­cuada si no enfoca la restauración de la familia. Dios está preparando un pueblo, y la pieza clave de todo ese pueblo es la entidad social llamada «familia».

¿Qué es una familia? Una familia es un matrimonio y los hijos que son criados por ese matrimonio. Dios dice que esa unidad es la pieza clave para la formación de un pueblo bien dispues­to. ¿Sabe por qué damos tanta aten­ción a esta cuestión de la familia? Por­que, de esa manera, estamos colaboran­do con Dios en la formación de un pueblo. Un pueblo se compone, no so­lo de una masa de individuos, sino de un conjunto de familias. Además, el énfasis sobre la familia se debe a una profunda preocupación para que el Se­ñor no tenga que ejecutar un juicio so­bre la tierra. Si formamos familias só­lidas, santas, atractivas y felices, estaremos haciendo lo mejor para asegurar una sociedad que goce de la bendición de Dios.

Hay una evidente necesidad de res­tauración en la familia. Conocemos muchos casos de destrucción de fami­lias, de atentados contra la familia, de conflictos entre esposos, de separacio­nes, divorcios, infidelidad matrimonial, rebelión juvenil, decisiones precipita­das y poco juiciosas de parte de jóve­nes que livianamente participan de una relación sexual, o aún se casan sin pen­sar seriamente en las consecuencias. Otra situación lamentable es la falta de comunicación entre padres e hijos. Co­mo pastor he tenido que tratar muchí­simos casos, que literalmente me han hecho llorar. Esta necesidad consciente hace más urgente una restauración de la familia.

Nosotros, como movimiento de re­novación espiritual, a través de muchos años hemos dado a la familia una im­portancia preponderante, a tal punto que algunos han dicho, «¿Cuándo se va a acabar ese rollo?» Otros han ad­vertido que si insistimos mucho sobre la conducta recta y justa vamos a per­der gente. Lejos de eso, estamos vien­do cada vez más la bendición de Dios, no simplemente en cuanto a cantidad de gente, sino en familias bien forma­das, familias enteras convertidas y bau­tizadas, matrimonios que arreglan sus vidas, hijos que arreglan cuentas con sus padres, y padres que se reconcilian con sus hijos. Todo esto nos anima a seguir con firmeza en esta visión pro­fética que el Señor hace años está ha­ciendo resonar en nuestras vidas.

LA IGLESIA ES UN CONJUN­TO DE FAMILIAS

Nuestra convicción es cada vez más honda, porque hemos entendido tres cosas. Primero, que no puede haber iglesia estable, pujante, fuerte y viril sin familias que reúnan esas cualidades. Recuerdo una conversación con un pastor joven en otro país de América Latina. Le pregunté cuántos miembros tenía en su congregación. Me contestó:

-Unas cien personas.

-y de esas cien personas, ¿cuántas familias enteras hay?

Después de pensar, me dijo: -Cuatro.

– ¿y cuántas de esas familias son firmes y estables?

-Me temo que ninguna.

No hacía falta preguntarle más, pe­ro él me seguía diciendo que la situa­ción en la congregación era pésima, de­salentadora, sin base económica y sin ánimo. Si esas cien personas, en lugar de ser cien individuos, hubieran com­puesto veinte familias enteras, el cua­dro habría sido muy diferente. La igle­sia es un conjunto de familias.

Desde hace muchos años, cada vez que alguien me pregunta cuántos tene­mos en la congregación nuestra, siem­pre le contesto por el número de fami­lias. Cuando veo una congregación for­mada en base a una hermosa juventud, o un buen grupo de mujeres bien dis­puestas, o cualquier otro elemento parcial de la sociedad, me causa preo­cupación, y cuando tengo oportuni­dad les advierto: «Pongan bases sóli­das en las familias, porque con indi­viduos solamente no se edifica la i­glesia del Señor». Si los pastores no nos dedicamos con valor, fe y con­vicción a la formación de familias, no tendremos nada estable; todo se ha de derrumbar.

EL MEJOR MEDIO

La segunda razón que nos ha moti­vado a dar gran importancia a este te­ma es que una familia estable, feliz y atractiva es el mejor medio para comu­nicar la gracia y la verdad de Dios al mundo. Nada hará mejor el trabajo que familias bien formadas, al comuni­car la gracia y la verdad de Dios al mundo. Y todo esto por una sencilla razón: ahí se vive y se ve la consecuen­cia de lo que se vive; siempre, las 24 horas del día, todos los días del año. Los amigos, los parientes y los vecinos saben cómo vivimos.

Pero, como es un medio que lleva tiempo para realizarlo, los que están más apresurados no quie­ren esperar el resultado del testimonio de la familia. Ahí está el problema, en el reajuste de muchas congregaciones y de la mentalidad de muchos pastores; quieren apresurar las cosas; no tienen tiempo para esperar la formación de familias. Pero a la larga pierden tiempo y terreno porque los años pasan y no hace falta tener visión profética para ver el resultado que ya está a la vista.

Puedo pensar en varios casos de pastores que hace 5 o 10 años se dedi­caron con toda convicción a la forma­ción de familias. Hoy tienen congrega­ciones fuertes y pujantes; hay líderes, hay juventud, hay hombres y mu­jeres, hay evangelización, hay valor, hay culto, hay libertad en el Espíritu, hay liberación. ¡Hay de todo, porque en la familia hay de todo! Los que se apresuraron y no tuvieron tiempo para dedicarse a ellas, se encuentran detrás de una maquinaria religiosa. A esta siem­pre hay que estar dándole manija para que marche, porque no hay familias.

Repito: nada mejor podemos hacer que formar familias sólidas. Es la me­jor manera de comunicar al mundo en derredor la gracia y la verdad de Dios.

LA MEJOR HERENCIA

Una tercera razón ha servido como fuerte motivación para nosotros en este asunto: la mejor herencia que po­demos dejar a la nación o a la iglesia son nuestros hijos, bien orientados, con sus propios hogares formados. En esto se ve mejor lo que somos, lo que creemos, lo que hacemos; que en toda la literatura, o las cintas grabadas que distribuimos. Es muy lamentable que frecuentemente un padre o una madre, encuentra muy pesado el tra­bajo de criar hijos. Se escucha a me­nudo el comentario: «¡Ay! ¡Qué con­tento voy a estar cuando sean grandes mis hijos y no tenga más esta preocupación!» No se dan cuenta que cuando sean grandes les van a traer más preocupación.

¡Cuánto mejor es hacer caso al Señor, dedicarse con fe y con amor a la crianza de esos hijos, para que cuando sean grandes, no solo no trai­gan preocupación, sino que traigan alegría, contentamiento y una satis­facción a los padres! Los hijos se levantan y llaman a su madre bendita, honran a su padre. ¡Cuánto mejor!

Vuelvo a decir, quizás el peor ene­migo en todo este proceso es el apuro. No se puede apurar la crianza de los hijos. Dios nos da para cada hijo ape­nas 18 o 20 años; apenas digo, porque uno se da cuenta que casi no ha tenido el tiempo suficiente cuando el hijo llega a esa edad. Si uno desaprovecha cinco o diez de esos años, es posible que pierda toda la batalla.

Cuando Dios dice que hará volver el corazón de los padres a los hijos, evi­dentemente implica esto que acabamos de decir, porque si uno tiene su cora­zón vuelto hacia sus hijos, encontrará tiempo para ellos. No es tiempo per­dido, es tiempo invertido. Tenemos la firme intención de dejar a nuestro paso algo sólido y permanente. Cuando nos vamos de esta escena 5 o 10 días de aquí, o 5, 10, 20 o 50 años adelante, dejaremos no simplemente un recuerdo, sino familias formadas, comenzando por nuestros propios hi­jos, y los hijos de nuestros discípulos. y las familias darán testimonio de lo que eran sus antepasados.

Esto es una obra incontestable, irre­futable. Tenemos que tener la convic­ción de que por dondequiera que llega­mos con el reino de Dios, es con esta intención. Llegamos para echar raíces, para quedarnos, para extender nuestras carpas, nuestra influencia, nuestra pe­netración, hasta apoderarnos en el nombre del Señor de toda la socie­dad. Cuando digo «apoderarnos», aclaro: es en el nombre del Señor, y sin ningún interés particular. Es para que se extienda el gobierno benévolo de Dios sobre toda la faz de la tierra, que le pertenece a El.

Con esta fe, po­dremos decir con mucha propiedad, cuando llegamos a un lugar: «Satanás, yo vine aquí para quedarme, y cuando tú no estés más, yo seguiré aquí, en el nombre del Señor». El desaparecerá, ¡pero el pueblo de Dios, no! Sin em­bargo, nadie puede echar esas raíces, ni dejar esos rastros, si no se dedica a criar su propia familia, y orientar a otras familias en el camino del Señor.

ORIENTACION SEGUN LA PALABRA DE DIOS

Voy a mencionar tres consejos para efectivizar la restauración de la familia. Primero, oriente su vida en familia se­gún la palabra de Dios. No es novedo­so, pero es esencial. Cuando ponemos una estaca en el nombre del Señor, cuando damos una enseñanza en su nombre, o cuando cumplimos un man­damiento del Señor, esto tiene perma­nencia. Todo lo demás desaparece. No se deje guiar por meros sentimientos, por los gustos o por los intereses perso­nales. Encare metódicamente cada área de su familia, con valor y fe -relaciones personales entre esposos, relaciones con los hijos, la educación, la discipli­na, las finanzas- toda área, sistemática­mente.

Criar una familia que goza de la bendición de Dios no es un juego de azar. Es la consecuencia de la obedien­cia a la palabra de Dios y de la fe en El. Cuando era joven, me preocupa­ba por el futuro de mi familia. Me pre­guntaba cómo saldrían mis hijos; me parecía una lotería criar hijos. Pero luego entendí que no era así, que ha­cerlo según Dios dice es la mejor ga­rantía que hay de que ellos saldrán bien. No podemos mejorar el plan de Dios. Toda la atención dedicada a es­tablecer buenos fundamentos y sana orientación en la familia, redundará luego en felicidad, integridad y pros­peridad. Dios es el autor del matrimo­nio; nadie sabe mejor que El como ha­cerlo andar bien. Escúchele, hágale ca­so, y tendrá éxito.

Dios es el Padre perfecto; nadie sabe criar hijos mejor que El. Lea la palabra de Dios para entender todo lo que Dios dice sobre la cuestión; lue­go, haga así y tendrá éxito. El afán de los hombres modernos de encontrar alternativas viables para la vida en familia, es el resultado de no haber obe­decido a Dios. Solo muestran su terri­ble confusión y su desorientación. Cualquiera debe entender que cuando escucha a una persona confundida, no hay que hacerle caso.

Si quiere saber cómo llevar un buen matrimonio, ha­ble con quien lleva un buen matrimo­nio hace muchos años, y así aprenderá sabiduría. Si quiere saber cómo criar hijos, hable con alguien que ya crió hi­jos y les salieron bien, y aprenderá sa­biduría. No haga caso a la literatura que procede de la confusión, de la desorientación, y del afán del hombre de tergiversar lo que Dios estableció. Dios ha dado luz a su pueblo, y si an­damos en esa luz, lejos de sufrir pérdi­das, veremos que las cosas andan me­jor.

Me alienta ver cuántos hermanos han orientado bien sus propias casas, y ahora están en condiciones de orientar y ayudar a otros que vienen buscando ayuda. El placer más grande que tengo como pastor es verme rodeado de unas cuantas familias que durante años reci­bieron y acataron una sana orientación para sus hogares. Ahora, no solo veo el resultado en sus propias familias, sino que observo con cuánta sabiduría orientan a otras. Esta es la mejor ga­rantía que tenemos que esto va a an­dar: familias sólidas, firmes y sanas.

Digo escuetamente lo que Dios nos ha dicho: Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la iglesia. Esposas, honren a sus maridos y colaboren con ellos. Hijos, honren y obedezcan a sus padres; es el primer mandamiento con promesa (porque Dios quiere darle mu­cho valor a esta cuestión). Padres, a­men, bendigan y enseñen a sus hijos, sin temor, con valor y fe, porque uste­des son responsables por esos hijos de­lante de Dios.

VIDA EN FAMILIA CON PROPOSITO

La segunda sugerencia que tengo para hacer efectiva la restauración de la familia es ésta: viva su vida en fami­lia con propósito. No vea la vida como un asunto de día tras día nada más. Proyecte su vida en familia de aquí a cinco, diez o veinte años. ¿Qué edad tendrán sus hijos entonces? Viva ahora con propósito, invierta en ellos y recuerde entretanto, que la re­lación más permanente no es entre pa­dres e hijos, sino entre marido y mujer. No se dedique tanto a los hijos que pueda deteriorar la relación entre marido y mujer.

Una de las crisis más grandes en el matrimonio suele suceder justamente en la época cuando los hijos son gran­des, se casan y se van de la casa. Si el matrimonio no ha desarrollado entre sí una buena relación de entendimiento, de amor y disposición el uno para con el otro cuando no hay nada por medio, como los hijos, para mantener la rela­ción, empiezan a descubrir que no tie­nen nada para conversar, nada que ha­cer en común, y se distancian notable­mente.

Dedíquese a desarrollar la vida en familia con propósito, pensando de aquí a 10 o 20 años, cuando ya no ten­gan hijos pequeños, cuando todos o ca­si todos ya estén casados, y quizás le­jos de casa, y se queden solos usted y su esposa. ¿Será dulce todavía el estar juntos, será grata la comunión, la co­mida tendrá el mismo sabor? Si se dedican a desarrollar una buena rela­ción, las cosas irán cada vez mejor.

Mi amada esposa y yo llevamos más de 27 años de casados. Lo he dicho muchas veces, y lo volveré a decir mu­chas más: cada año es más dulce, cada año es mejor que el anterior. Le amo más que cuando me casé con ella, le amo con más dedicación, con más sa­crificio, con menos intereses persona­les, que jamás en mi vida. Es una her­mosa y gloriosa realidad, pero no es una suerte. Es la consecuencia de la obra de Dios en nuestras vidas a través de estos 27 años.

¿Qué es el propósito de la familia? Dios quiere que su luz brille en toda la oscuridad en derredor, y hemos enten­dido que el mejor escenario para la evangelización es nuestro propio ho­gar. Por eso no le damos ahora tanta atención como antes a las capillas o sa­lones especiales. Hace unos años deci­dimos construir un edificio con un sa­lón de reuniones en la planta baja, y vi­viendas en tres pisos arriba. Antes de terminar el edificio, ya nos resultaba demasiado pequeño el salón. Había­mos dicho cuando comenzamos que no edificaríamos otro salón más.

El que tenemos se usa para diversas cosas, pero nunca lo hicimos con la idea de quedarnos allí. El mejor lugar para quedarnos es el hogar. El mejor lugar para la evangelización es el hogar; pero si el hogar no está bien orientado, no servirá a los intereses del Señor. El ho­gar bien formado es la mejor platafor­ma para dar al mundo en derredor un testimonio radiante, contundente y permanente.

Me gustaría detenerme para hacer una referencia personal a nuestra con­gregación. Cuando comenzamos con 3 o 4 familias en el año 1968, decidimos de entrada edificar la obra en base a fa­milias. No entendíamos mucho en ese entonces; más luz ha venido a través de los años, pero una cosa ha sido muy cierta y motivo de gran bendición: el crecimiento de la congregación ha sido por familias, Hace varios años, obser­vamos que el 70 u 80 por ciento de los /bautismos son de matrimonios. El hombre con su esposa, entran en las aguas del bautismo juntos. Es la excep­ción cuando un individuo se bautiza como el único convertido de su fami­lia.

Otra cosa que hicimos desde el prin­cipio: dedicamos nuestra atención principalmente a los hombres que eran cabezas de familia, porque entendía­mos que, si les formábamos, ellos a su vez orientarían a su familia. Pero si nos dedicábamos sólo a los niños, a los jó­venes o a las mujeres, estábamos ha­ciendo un trabajo parcial. Así se asen­taron bases sólidas para la marcha de la obra. Dios ha bendecido y está creciendo por todas partes.

PALABRAS DE REDENCION

La tercera sugerencia que quiero hacer es algo de mucho peso en mi co­razón: comunique con valor palabras de redención para las víctimas de la destrucción familiar. Es común que lle­guen a nosotros familias derruidas, o descorazonadas. Viene un esposo o es­posa o el hijo amargado o angustiado, o un padre preocupado por la rebelión de sus hijos. ¿Qué tenemos para ellos? Esto es lo que tenemos: palabras de re­dención.

El amor de Dios redime, pero debe­ríamos entender que la gracia de Dios que comunicamos, no es barata, ni fá­cil ni sin un elevado costo. No se ame­drenten frente a los problemas graves que se presentan. Dios nos ha dado un evangelio poderoso que redime al peor pecador. Tiempo ha habido cuando a ciertas personas no les quisimos hablar, pensando que el evangelio les sería de­masiado pesado. Ahora hemos enten­dido que el evangelio que predicamos es poderoso, y que puede levantar al más ruin. Más aún, sabiendo que es lo único que puede salvar a esa persona, ¡ay de mí si me callo!

Cada vez más se va a apreciar la fir­meza con la que hemos encarado la cuestión de fidelidad matrimonial. Yo temblaba años atrás, cuando pensaba en las consecuencias de encarar a una pareja mal formada, que no era un ma­trimonio delante de Dios, ni delante de la ley, sino más bien un concubinato. Ahora entiendo que no hay nada me­jor que la palabra de Dios para esas vi­das. La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; sus palabras son más dulces que la miel, y alivian la pesada carga que uno ha llevado durante largos años por su propia iniquidad y re­belión.

Debemos entender claramente que Dios sabe mejor cómo son las co­sas. Las leyes de Dios no son meramen­te arbitrarias; son para nuestro bien, y cuando las transgredimos y sufrimos las consecuencias, su paciencia, su amor y su misericordia, nos encaminan de nuevo hacia su justicia.

Lamentablemente, durante largos años, los evangélicos hemos tenido la mala fama de ser personas que aprue­ban el divorcio y el nuevo casamiento. Hemos encontrado múltiples excusas para aliviar el peso de la palabra de Dios sobre la iniquidad de la gente.

En su libro La Familia Cristiana, Larry Christenson cita al alemán Dietrich Bonhoeffer:

«Dios hace que nuestro matri­monio sea indisoluble. El lo protege contra todo peligro que lo amenace de afuera o de adentro; Dios mismo es quien garantiza la indisolubilidad del matrimonio. No existe tenta­ción ni debilidad humana que pueda disolver lo que Dios une; en verdad, quienquiera que lo sabe puede confiada­mente decir: Lo que Dios ha unido, ningún hombre puede separarlo».

Luego sigue Christenson – mismo:

«Los cristianos necesitan reco­nocer que, al tomar el nombre de Cristo, aceptan una norma matrimonial diferente de la que es permitida por las auto­ridades civiles. Martin Lutero reconoció que las autoridades civiles podían conceder el di­vorcio, pero al mismo tiempo declaró cuáles eran las impli­caciones que este acto pudiera tener para un cristiano: ‘Don­de no hay cristianos, o los que hay son cristianos per­versos y falsos, estaría bien que las autoridades les per­mitieran, a semejanza de los paganos, repudiar a sus esposas, y tomar otras, con el fin de que no tengan, por causa d sus vidas discordantes, dos in­fiernos, uno aquí y otro allá. Pero que se les haga saber que, a causa de su divorcio, cesan de ser cristianos, y se convier­ten en paganos, y que están en estado de condenación’.

«En oposición a esto, se levan­ta una objeción que es tan na­tural que nadie se sorprende de ella: ‘Si los matrimonios son indisolubles, y si el esposo y la esposa están atados el uno al otro de por vida, entonces un matrimonio desafortunado es un mal de magnitud inex­presable’. Si, así es: y así de­biera ser. Que no se diga que un castigo semejante es dema­siado duro para la liviandad juvenil que ha determinado la elección. Esa liviandad debiera soportar el castigo más duro posible, porque ha hecho de la más solemne y santa de todas las relaciones humanas un a­sunto de deporte, y de satis­facción sensual.

«Si es que una persona verda­deramente inocente tiene que sobrellevar la carga de un ma­trimonio infortunado, hay es­peranza para ella aun en sus sufrimientos; y aun estos, para el hombre rendido a Dios, son la más completa escuela de pu­rificación y de disciplina en la virtud: los años perdidos en cuanto a felicidad terrena re­sultan en ganancia para la eter­nidad.

«Las personas que establecen la felicidad personal como la meta principal y el propósito del matrimonio, encontrarán que esto es intolerablemente severo. Sin embargo, es una cosa digna de preguntarse si Dios lo considera demasiado severo. Dios no tiene temor de pedir a los suyos que soporten penalidades, si ésta es la mejor manera de que sus propósitos sean cumplidos. Bien pudiera suceder que con el fin de pre­servar el matrimonio como una institución de Dios, algu­nas personas tuvieran que so­portar un matrimonio infortunado. Este es un mal menor que los quebrantamientos al por mayor de matrimonios que estamos presenciando en nuestros días. Es muy posible que no seamos capaces al fin de contener la marea de esto en la sociedad. Pero los cristia­nos pueden determinar que ellos vivirán de acuerdo a las leyes de Dios, a pesar de las normas predominantes en el mundo que les rodea». *

Cuando Esdras trajo de vuelta a Je­rusalén a un pueblo que había pasado setenta años en una nación pagana y que se había mezclado con ellos y adoptado sus hábitos y costumbres, casándose con paganos, Esdras lloró amargamente y confesó a Dios su con­fusión de rostro y su gran vergüenza de parte del pueblo, rogando a Dios que les tuviera misericordia. Luego lla­mó a toda la gente que estaba casada fuera de la voluntad de Dios, y les or­denó que en el nombre del Señor ter­minaran esas relaciones prohibidas por la ley de Dios. Mucha gente lloró y se entristeció, pero hizo caso.

Esdras sabía lo que muchos no saben aun, que, si no se toman algunas medidas drásticas, no se corrige un mal enraizado en la comunidad. Nosotros procedemos, y procederemos, con mu­cho amor y misericordia, pero con mucha convicción de que Dios tiene razón. Cuando vemos casos que están arruinados, casos de familias destrui­das, tenemos una palabra de reden­ción.

Al terminar, quiero señalar algunos pasos en este proceso de redención. Primero, amor. Tenemos que amar al pecador, o a la víctima del infortunio. Segundo, orientación con la verdad. La única cosa que levantará al pecador es la verdad de Dios, no el sentimiento nuestro. La verdad de Dios le dará base. Tercero, fe. Hay que introducir aquí la vida, el poder, la gracia de Dios por medio de la fe. Cuarto, integridad: obediencia a la luz, arrepentimiento, confesión, restitución. Y, finalmente, restauración. Es decir, debemos adoptar las normas que Dios estableció, ordenar la vida y ordenar la familia de­lante de Dios.

Esto es el camino que Dios ha seña­lado para los suyos. Dios está restau­rando la familia hoy. ¡A El sea la gloria!  

*Christenson, Larry, La Familia Cristiana, pp. 25-27, Editorial Bethania.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol. 3-nº 11 febrero 1981