Por Hugo Zelaya

Los problemas más profundos que sufre el Cuerpo de Cristo son causados por los mismos cristianos que lo cons­tituyen.

La táctica de dividir para conquistar ha sido bien empleada por las fuerzas que intentan impedir que la Iglesia cumpla con su cometido en el mundo. A menudo, Dios tiene que enviar a su Iglesia una crisis tras otra para hacer que esta se junte y unida, derrote a sus enemigos. Pero los cristianos nunca pa­recemos aprender la lección. Nos enfo­camos tanto en nuestras diferencias que no logramos ver todas las cosas positivas que ya tenemos en común y que nos unen. Hasta las luchas «unidas» se vuel­ven muchas veces motivo de disensión. Todos tenemos nuestra propia inter­pretación de cómo se deben hacer las cosas y ninguno está dispuesto a sacri­ficar su preferencia personal en aras de una voluntad más amplia que la suya.

En ocasiones creemos ver cierta uni­dad de grupos en determinadas locali­dades.  Pero cuando nos acercamos un poco para descubrir a qué se debe, nos enteramos que las demandas hechas para funcionar como un cuerpo son mínimas y la unidad se mantiene mientras se logran benefi­cios personales. Nos recuerda a las tri­bus de Jacob cuando Dios oyó el cla­mor individual de cada uno de ellos por la opresión en que se encontraban.

Dios les dijo que los iba a sacar de la crisis, pero que quería que fueran un solo pueblo y que sólo unidos entrarían en Canaán. Todos sabemos que fue relativamente fácil sacarlos de Egipto. Aún el incidente en el Mar Rojo, cuando creyeron que habían caído en una trampa y murmuraron contra Moisés, no fue nada comparado con todo lo que se atrevieron a hacer y decir contra el hombre de Dios y contra Dios mismo.

Los verdaderos problemas vinieron cuando Dios quiso darles un propósito más grande que su egoísmo. Separados en familias y en tribus jamás lograrían alcanzarlo. Si se unían en una nación, Dios haría de ellos un ejemplo entre todas las otras naciones de la tierra y todos los hombres glorificarían a Dios.

Israel se convertiría en el brazo de Dios en la tierra. La voluntad suya sería hecha también entre los hombres. Ha­bría un pueblo que actuaría tan unido como un cuerpo. Pero era más fácil de­jar el sufrimiento y la opresión que entrar en ese cuerpo y sacrificar las preferencias personales.

El propósito de Dios para la Iglesia es el mismo. Dios quiere que seamos su Cuerpo en la tierra; el ejecutor de su voluntad entre los hombres; el reflejo de su gloria en el mundo; la expresión visible de sus atributos invisibles. Que cuando la gente nos pida: «Muéstren­nos a Dios y creeremos», nosotros po­damos decir como Jesucristo: «El que nos ha visto a nosotros (todos unidos como un cuerpo), ha visto a Dios. Ven­gan y les mostraremos la casa del Señor.»

¿Cómo vamos a alcanzar el propósi­to de Dios? Tenemos que comenzar pidiéndole al Señor que abra nues­tros ojos para ver la realidad espiritual de su Cuerpo. Nadie que haya visto, aunque sea sus espaldas, permanecerá igual y haciendo las mismas cosas. Moi­sés fue transformado en un hombre de­cidido y lleno de valor a pesar de haber sido tímido y temeroso.

También es necesario comenzar a trabajar en nuestras propias congrega­ciones, para que estas funcionen como expresiones del Cuerpo de Cristo más grande (no digo universal porque mu­chos nos perdemos en la grandeza del universo y después nos cuesta concre­tar nuestra visión en algo tangible, práctico y accesible a nosotros). Su congregación tiene que funcionar como parte de un todo y este todo sobrepasa los límites de su grupo, su ciudad, su país, su organización, etc.

Enseñe a los miembros de su congre­gación a relacionarse entre sí; no como miembros tradicionales de organizacio­nes, sino como lo que son: miembros del Cuerpo de Cristo en su localidad. Esto demandará que prestemos más atención a los mandamientos de Dios que tienen que ver con las relaciones nuestras. Ignorar estas reglas es hacer daño a su Cuerpo. Tenemos que apren­der a enfrentar los desacuerdos entre sus miembros y llevarlos a una solución saludable para evitar que estos proble­mas impidan o limiten la libre opera­ción de la voluntad de Dios en y por medio de todos los que integramos su Cuerpo. Que ninguno viva para sí, «sino para aquél que murió y resucitó por ellos. «

Hugo M. Zelaya