Una de las debilidades más grandes de la hu­manidad es nuestra tendencia a hacer juicios rá­pidos con respecto a las personas, a menudo con la evidencia más superficial o insuficiente. Esta ca­racterística es común en muchos de nosotros. Santiago reconoce esta tendencia en el capítulo 4 versículo 12 de su epístola cuando hace la si­guiente pregunta: «¿Quién eres tú que juzgas a tu prójimo?»

El significado más común de la palabra «juz­gar» es el de llegar a una conclusión, como cuando decimos: «El día está nublado». Este es un juicio basado sobre la evidencia de la realidad. Esta de­claración no lleva ningún sentido de aprobación o desaprobación; es la exposición de un juicio que se hizo basado en una observación.

No nos extralimitamos cuando hacemos de­claraciones llanas que surgen de nuestra observa­ción; pero en la mayoría de los casos nuestros jui­cios llevan un sentido de desaprobación. La no­ción de juicio, a la que se refiere Santiago, es la tendencia de mirar a una persona o a una situa­ción, evaluarla rápidamente y, en la mayoría de los casos, llegar a una conclusión negativa. Es muy interesante que muy pocos de nuestros juicios con respecto a las personas, se manifiestan en alabanza hacia ellos. La mayoría de las veces son negativos. 

Sólo hay un juez

En Santiago 4: 12 se nos recuerda que: «Solo hay un Dador de la ley y Juez. Aquel que es poderoso para salvar y para destruir». La razón es porque solamente hay Uno que es infaliblemente certero en el conocimiento de la causa real de las cosas. Nuestro Dios ve el corazón y conoce sus intenciones y pensamientos. En la tradición Episcopal de la Santa Comunión comenzamos nuestro servicio haciendo este recordatorio de nuestro Dios: «Dios Todopoderoso, para quien todos los corazones están abiertos, quien conoce todos los deseos y de quien no hay secretos escondidos … «

Debiera sernos obvio que únicamente alguien con poder para penetrar dentro del corazón de la persona puede dar en realidad un juicio consistentemente justo. Sin embargo, nuestra disposición es la de hacer juicios rápidos. ¿Quiénes somos nosotros para emitir juicios contra otro? Santiago 5:9 nos hace la siguiente advertencia: «Hermanos, no os quejéis unos contra otros, para que también vosotros no seáis juzgados; mirad, el Juez está a la puerta». Una razón es porque nuestro juicio nunca está basado en la totalidad de los hechos. No importa cuán bien informados de la situación creamos estar, la totalidad de los hechos nunca están disponibles para nosotros. Yo no puedo juzgarte porque no conozco todos los factores que entran en tus decisiones y acciones. Cuando hago algún juicio, siempre lo declaro con información incompleta. La Biblia dice: «No os quejéis unos contra otros, porque el Juez está a la puerta». Es Dios quién hace juicio de ambos, el que juzga y el que es juzgado.

Juzgado cuando se juzga.  

Cuando sentimos la disposición de criticarnos el uno al otro de una manera áspera, recordemos que Dios toma nota tanto de lo que decimos, como de nosotros que hacemos la crítica. En Lucas 6:37 encontramos la enseñanza del Señor que dice: «No juzguéis, y no seréis juzgados». ¡Me sorprende que sabiendo esto sigamos juzgando a las personas! La clara promesa del Señor es que si nos abstenemos de juzgar a otros, entonces nosotros escaparemos del juicio. Si creyésemos eso realmente, muchas de nuestras quejas y chismes se terminarían, porque nos daríamos cuenta que cada vez que pasamos juicio contra una persona, aún cuando estemos en lo cierto, ¡también nosotros seremos juzgados de la misma manera! El criterio no es estar o no en lo cierto sino: ¿Quiénes somos nosotros para juzgar?»

Relaciones verticales y horizontales  

«No juzguéis, y no seréis juzgados; no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Dad, y os será dado … «

(Lucas 6:37-38). Note la relación directa que estos dos versículos establecen entre nuestras acciones y lo que esperamos de Dios. Este pasaje es un ejemplo muy claro de un principio que encontramos a través de toda la Biblia: que nuestra relación con Dios y lo que El nos da a nosotros, están directamente relacionados con la manera en que nosotros actuamos con los demás. Por lo general, la iglesia ha querido olvidar esta verdad. Hemos querido creer que de alguna manera nosotros podemos cultivar nuestra propia vida espiritual sin cuidar nuestra actitud hacia los demás. «¡Dios y yo, sólo los dos y seré un gigante espiritual!»

Este sentir infiere que no hay responsabilidades en el plano horizontal. Es un cristianismo individualista, al estilo de Robinson Crusoe, y totalmente extraño a la Biblia. A través de todas Las Escrituras, se dice con toda claridad que si decimos que amamos a Dios y no amamos a nuestro prójimo, estamos mintiendo. Dios ha arreglado las cosas de manera que no haya posibilidad alguna de estar bien con El y mal relacionados en el plano horizontal.Piense en esto por un momento. No digo que si vivimos en paz uno con el otro que eso sería una buena cosa. Lo que digo es que nuestra relación con Dios nunca será más fuerte que nuestras relaciones horizontales: la relación con los vecinos, con el esposo, con la esposa, con los hijos. Por más que tratemos de divorciar estos dos planos, no podemos separar lo que Dios ha unido.

Si no nos perdonamos el uno al otro, no seremos perdonados. Así dice el Padre Nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6: 12). Si hemos de recibir perdón tenemos que perdonar. Si no queremos ser juzgados no debemos juzgar. Si logramos entender que nuestra relación con Dios es un reflejo de nuestra relación con nuestro vecino, habremos aprendido algo de profunda importancia en la vida cristiana. La verdad es que su esposo, su esposa, sus hijos o sus vecinos están presentes de una manera más palpable para usted que el Señor y, él dice: «Si eres incapaz de vivir en armonía en el plano horizontal con aquellos que ves; y si eres incapaz de amar a tu hermano a quién ves, ¿cómo piensas que puedes amar a Dios si no lo ves?» (vea 1 Juan 4:20).

Medida por medida

   «Dad, y os será dado; medida buena, apretada, remecida y rebosante, vaciarán en vuestro regazo. Porque la misma medida que midáis para otros, se os medirá también a vosotros». (Lucas 6:38). En esta declaración se sintetiza todo lo que he dicho hasta ahora. La medida que usamos para juzgar a otros es la misma medida precisa con la que Dios nos juzgará a nosotros. No se trata aquí de la salvación; ese es otro tema. El enfoque está en la relación práctica de nuestro caminar cotidiano con el Señor. En el grado que albergamos los resentimientos y la amargura y el odio en nuestros corazones, así nos alejamos del perdón que buscamos de Dios.

Juicio por apariencias

 Juan 7:24 dice: «No juzguéis por la apariencia, si no juzgad con juicio justo». La razón, como ya lo hemos indicado, es porque usted y yo nunca estamos en posesión de todos los hechos. Nuestro juicio nunca es hecho con un conocimiento completo.

Únicamente aquel que conoce los corazones puede juzgar con justicia. Yo no desearía ser juzgado por mi conducta externa porque a veces ésta no expresa mi verdadero yo, y sospecho que sucede igual con usted.

En el capítulo 18 de Génesis encontramos una maravillosa descripción del Señor. El versículo 25 dice: «El Juez de toda la Tierra; ¿no ha de hacer lo que es justo?» El juicio de Dios siempre es completamente justo. Conoce infaliblemente lo que está en el corazón de los hombres. El sabe por qué las personas hacen lo que hacen. El sabe, por ejemplo, que no es una gran virtud cristiana el que yo no pierda los estribos muy a menudo. No es porque yo tenga un gran dominio propio. La verdad es que no estoy hecho de esa forma. Si la gente quiere alabarme por mi dominio propio, Dios sabe (aunque yo no se los confiese) que mantener la calma no es una gran virtud para mí porque nunca he tenido problemas con eso.

Hay otras personas, sin embargo, que tienen graves problemas con sus temperamentos. Y aunque pierdan ocasionalmente el control, ante los ojos de Dios habrán logrado un mayor progreso porque Dios sabe infaliblemente las dificultades contra las que luchan, del que yo jamás llegase a tener en esa misma área durante toda mi vida. Nuestros juicios están limitados por las apariencias externas y a menudo estas son erróneas.

La pajita y la viga

Romanos 2 apunta otro problema en este asunto del juicio que es a menudo observado por los sicólogos. Hay una tendencia en la gente de juzgar a otros por las cosas que ellos mismos hacen – ven la pajita en el ojo del otro, mientras permanecen convenientemente ciegos a la viga que está en el suyo. Jesús dijo: «Y ¿por qué miras la pajita que está en el ojo de tu hermano, y no te das cuenta de la viga que está en tu propio ojo?» (Mateo 7:3). El significado es tan obvio que no lo comentaremos.

Romanos 2: 1 dice también: «Por lo cual, no tienes excusa tú que juzgas, quienquiera que seas pues al juzgar a otro, a ti mismo te condenas, porque tú que juzgas practicas las mismas cosas». Según Las Escrituras, cuando hacemos un juicio severo en contra de otra persona, nos estamos juzgando nosotros mismos. Las fallas que encontramos en los otros son las mismas cosas de las que nosotros somos culpables.

Lo he observado en mí mismo. Hay ciertas cosas que no me gusta que mis hijos hagan, pero que al analizarlas, a menudo veo que son las mismas que yo tengo y que me han fastidiado en el pasado. Me desagrada ver que ellos hagan lo mismo que yo he hecho. El parecido de los hijos con sus padres no siempre es un cumplido. Me agrada oír que mis hijos se parecen a mí en algunos aspectos, pero en otros esto no es nada bueno. Los hijos parecen tener la habilidad de imitarnos, y de adoptar nuestras peores características.

Juicio según nuestras normas

En Romanos 14 descubrimos una de las áreas más ofensivas en este tema del juicio. De alguna manera hemos llegado a creer que nuestro gusto es la norma con la que se debe medir al mundo. Nuestras opiniones representan la verdad. Nuestros valores deben de ser supremos en todo. No lo decimos en la realidad porque sería ridículo, sin embargo actuamos de esa manera.

«Aceptad al que es débil en la fe, pero no con el propósito de juzgar sus opiniones». (vs. 1). En otras palabras, no argumente con las personas que tengan opiniones diferentes a las suyas. Resista la tendencia de tratar de corregir a todo el mundo.

«Uno tiene fe en que puede comer de todo, pero el que es débil sólo come legumbres» (vs.2). «El que come no menosprecie al que no come»: ¿Por qué vamos a pensar que todo el mundo tiene que actuar de la misma manera que nosotros, y por qué nos ofendemos cuando otros hacen lo contrario? Tal vez no dejemos aflorar nuestra contrariedad hasta el nivel de la articulación oral, o quizá no confrontemos a la persona que nos ofende con eso. ¡Pero a otros si se lo comentamos! «El que no come no juzgue al que come … » (vs3).

Juzgando al siervo de otro

» … porque Dios le ha aceptado. ¿Quién eres tú para juzgar al criado (siervo) de otro?» (vss.3-4). Una de las razones por las que no debemos juzgar a los otros es porque Dios mismo es el Juez y a El es a quien tienen que dar cuenta y no a nosotros. Ellos son sus siervos, no los nuestros. Cuando nosotros juzgamos a otros por cosas que creemos cuestionables, usurpamos el derecho de Dios de juzgar. «Para su propio amo está en pie o cae, y en pie se mantendrá, porque poderoso es el Señor para sostenerle en pie». (vs.4).

«Que cada cual esté plenamente convencido según su propio sentir (mente)» (vs. 5b). Está bien que determinemos en nuestras propias mentes lo que vamos a hacer. Pero una vez que hayamos llegado a este juicio con respecto a nosotros mismos, no debemos buscar que se imponga nuestra decisión en otros. Permítales tener la libertad que usted quisiera tener delante del Señor. 

El juicio de Dios sobre nosotros

El verso 10 dice: «Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O también, tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Dios». Este es otro pensamiento sobrio. Una de las razones por las que no debemos de juzgar es porque el día vendrá cuando todos estaremos delante del tribunal de Dios. No creo que este juicio sea en referencia a la salvación, si no en relación a lo que hayamos hecho: la manera en que hayamos vivido, y las actitudes con las que reaccionamos hacia los demás. Recordarnos que ese juicio es motivo suficiente para ser caritativos con los demás y para permitirles que sean diferentes a nosotros. Uno de los dones más maravillosos que podemos recibir de Dios es la gracia suficiente que permita a otros ser diferentes a nosotros. Cuando el Espíritu Santo comienza a producir esta cualidad en nuestras vidas, vamos perdiendo la compulsión de tratar que todo y todos se conformen a nuestra propia imagen. ¡Que aburrido sería este mundo si todos se pareciesen a mí!

Aceptando las diferencias

«Por consiguiente, ya no nos juzguemos los unos a los otros, antes, bien, decidid esto: no poner obstáculo o piedra de tropiezo en el camino de un hermano.

La fe que tienes, tenla conforme a tu propia convicción delante de Dios. Dichoso el que no se condena a sí mismo con lo que aprueba». (vss 13, 22).

Si usted está convencido en su vida que Dios le está indicando que ayune todos los viernes o que se ejercite en alguna otra devoción espiritual, manténgalo entre usted y el Señor. Hágalo para él. Aunque sienta la necesidad de testificar al respecto, no lo haga de tal manera que implique que otros tienen que hacer lo mismo que usted está haciendo para poder estar bien con Dios. ¿Cuántas veces hemos oído testimonios de personas que implican exactamente esto? Dan testimonio de algo que el Señor está haciendo en sus vidas, pero lo hacen de tal manera, que la implicación es que no estamos bien con Dios si no vemos las cosas de la misma manera.

Estas son las actitudes básicas que Dios quiere que tengamos hacia los demás: aceptándonos en el lugar donde estamos; permitiendo que haya diferencias; rehusando criticarnos el uno al otro; reconociendo que si permanecemos firmes o caemos es delante de nuestro Dios y que nadie tiene que medirse según nuestro propio juicio, sino que el Juez y el que mide es el Señor; y recordando que somos juzgados con la misma medida que nosotros juzgamos.

El juicio adecuado

Hay un área en la que se nos permite juzgar. Aparentemente Pablo escribió una carta a los corintios que se perdió. La escribió antes que «la Primera Epístola a los Corintios», que tenemos en el Nuevo Testamento. Sabemos algo de lo que había escrito en esa carta porque hay referencias en 1 Corintios.

Una de las cosas que evidentemente les dijo Pablo es que no tuvieran comunión con los de mala conducta. Sin embargo, ellos no entendieron esta amonestación y así lo expresaron a Pablo en su carta de contestación (que tampoco tenemos). Así que Pablo tuvo que escribirles de nuevo para corregir el malentendido.

En mi carta os escribí que no anduvierais en compañía de personas inmorales, no me refería a la gente inmoral de este mundo, ni a los avaros y estafadores, ni a los idólatras, porque entonces tendríais que salir del mundo.  (1 Corintios 5:9-10).

Les dijo que no se asociaran con personas inmorales, pero no quiso dar a entender que tuvieran que reunirse en grupitos separados y aislados de todo el mundo, absorbidos en pequeños enclavados de pureza absoluta y total. Para eso hubieran tenido que separarse del mundo, de las mismas personas a quienes Dios ama y Cristo vino a salvar.

«Pero en efecto os escribí que no anduvierais en compañía de ninguno que llamándose hermano es una persona inmoral, o avaro, o idólatra, o difamador, o borracho, o estafador con ése, ni siquiera comáis». (vs.11). Esto significa que hay un lugar dentro de la iglesia para juzgar a aquellos que se dicen ser cristianos. Hay una norma de vida que se espera de alguien que profesa ser cristiano, y si este vive en violación abierta a esta norma, de manera que trae descrédito y deshonor para la iglesia, debemos de evitar la comunión con él.

El libro de oración de la Iglesia Episcopal dice exactamente la misma cosa. Hay una instrucción para el sacerdote que oficia el servicio de la Santa Comunión que dice que si alguien que viva notoriamente mal llega al altar, se le debe rechazar.

Nosotros podríamos escandalizarnos con eso, pero no quiere decir que debamos rechazar a los pecadores sencillamente o aquellos que estén luchando por vencer algún problema. Se refiere a las personas que profesando ser cristianas, tal vez hasta siendo líderes en alguna congregación, vivan en violación abierta a los mandamientos. El elemento de notoriedad es importante aquí. Si hemos de mantener el bienestar de la iglesia, es necesario que la disciplina sea ejercida. De manera que hay necesidad para esta clase de juicio. Jesús dijo’ «Por sus frutos los conoceréis» (Mateo 7:20).

«Quién eres tú para juzgar a tú prójimo?». ¡Cuánta necesidad tenemos de considerar estas cosas para que el Señor nos transforme en un pueblo lleno de compasión, de amor y comprensión! Debemos orar para que El quite de nosotros las inclinaciones naturales de querer evaluar a todos con nuestras propias normas, pasar juicios desfavorables contra aquellas personas que no alcanzan el nivel que nosotros mismos hemos establecido, y de andar corrigiendo a todo el mundo – esas tendencias que todos nosotros tenemos y que son tan destructivas para nuestro progreso en la conformación del carácter de nuestro Señor. .»

El Rvdo. Everett (Terry) Fullam fue ordenado al sacerdocio en la Iglesia Episcopal en 1967. Fue Profesor en el Colegio de Barrington y en la universidad de Rhode Island. En 1972 fue nombrado Rector de la Iglesia de San Pablo en Darien, Connecticut. Su ministerio le ha llevado a muchos países del mundo y ahora ocupa la presidencia de la Fraternidad EpiscopalCarismática.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo- Volumen 3-Nº4 -diciembre- 1979