Por Derek Prince

El juzgar ocupa un lugar de prominencia en la Biblia, sin embargo, es uno de los temas más difí­ciles de comprender. Hay multitudes de cristianos profesantes que, debido en parte a la ignorancia y otras veces a la desobediencia, a menudo actúan contrariamente a la enseñanza bíblica cuando juz­gan o dejan de juzgar. La confusión viene porque hay versículos que dicen que no debemos juzgar y otros que dan instrucción sobre cómo juzgar. En este artículo examinaremos la aparente paradoja bíblica sobre el juzgar y ofreceremos un principio que nos ayudará a decidir lo que debemos hacer en cualquier situación. Con este principio, identificaremos algunas áreas en las que somos responsables de emitir juicio y otras en las que no debemos hacerlo.

La paradoja bíblica sobre el juicio

En el Sermón del Monte, Jesús le dijo a la mul­titud:

No juzguéis para que no seáis juzgados.

Porque de la manera como juzgáis, seréis juzgados; y con la medida que medís seréis medidos (Mt. 7: 1-2).

Jesús dice enfáticamente aquí: «No juzgues; porque el juicio que emitas, caerá sobre ti.»

Por otra parte, encontramos Escrituras que nos dicen que estamos en la obligación de juzgar. En Juan 7:24, Jesús habla a la gente con respecto a que él es el Mesías y dice: «No juzguéis por la apariencia, sino juzgad con juicio justo.» Aquí la instrucción de Jesús es que debemos juzgar con juicio justo. Queda claro pues que hay algunas porciones de la Escritura que nos prohíbe emitir juicio, mientras que otras nos exhortan específica­mente a hacerlo.

Juzgar y gobernar

¿Cómo hemos de sacarle sentido a esta parado­ja? Creo que hay un principio básico que resuelve esta aparente contradicción, y es el siguiente: juz­gar es una función de gobernar. En la Biblia el juz­gar nunca viene divorciado del gobernar. La uni­dad de estas dos funciones se origina en la misma naturaleza de Dios y se imparte de él hacia abajo en la raza humana, porque Génesis 18:25 nos dice que Dios, quien gobierna toda la tierra, es tam­bién el Juez de toda la tierra. Nunca debemos di­vorciar lo uno de lo otro porque ambos vienen de la mano. Este es el principio que nos ayudará a en­tender cuándo debemos de juzgar y cuándo no.

Básicamente, la conexión entre el juzgar y el gobernar, involucra cuatro factores que vienen juntos: 1) responsabilidad, 2) autoridad, 3) juz­gar y 4) entregar cuentas. Veamos ahora cómo se interrelacionan estos cuatro factores.

Primero que todo, dondequiera que haya res­ponsabilidad, tiene que haber autoridad. De otra manera nuestra responsabilidad no puede ser descargada. Si se encarga a la hija mayor con la res­ponsabilidad de servir de niñera a los hijos meno­res, entonces debe dársele a ella la suficiente auto­ridad para hacer su trabajo. De otra manera, su tarea sería imposible y sería una burla. Dondequie­ra que haya responsabilidad, tiene que haber auto­ridad adecuada para llevar a cabo la tarea.

A la inversa, cuando una persona tiene autoridad sin responsabilidad, esa persona es un déspota. Esa situación es, por supuesto, típica de muchos gobiernos en el mundo. La responsabilidad sin autoridad es ineficaz, pero la autoridad sin la respon­sabilidad es despótica. Ambas deben ir juntas.

Como hemos visto, estamos obligados a juzgar en el lugar donde gobernamos, porque es parte de la autoridad y la responsabilidad del gobierno. Es decir, todo gobernante tiene que juzgar en el lu­gar donde gobierna. Pero también debemos tener en mente las siguientes dos áreas: donde juzgamos, seremos juzgados por el Juez Supremo. Dicho de otra manera, todos los jueces tendrán que rendir cuentas al Juez de toda la tierra. Encontramos una ilustración de esto en Hebreos 13: 17: «Obe­deced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta.»

Debido a que los que nos gobier­nan son responsables por nuestras almas, ellos tie­nen que tener autoridad con la responsabilidad. De otra manera ejercerían su tarea en vano. La exhortación es de obedecer a los que tienen la responsabilidad de nuestras almas. Debido a que tienen responsabilidad y ejercen autoridad, tam­bién tendrán que juzgar, y de esta manera, un día tendrán que rendir cuentas por los juicios que han emitido. De tal manera que en este versículo se encuentran los cuatro aspectos: el de la responsa­bilidad, la autoridad, el juicio y la obligación de rendir cuentas.

La extensión de nuestra autoridad para juzgar

Hemos visto que cuando se nos da responsabi­lidad, debemos tener autoridad; y cuando tene­mos autoridad, estamos obligados a juzgar. Pero todavía tenemos que resolver el problema de sa­ber hasta donde se extiende nuestra autoridad y responsabilidad para juzgar.

Básicamente, existen tres limitaciones típicas en todo juicio. Hay un área limitada de autori­dad; hay un número limitado de personas bajo esa autoridad, y hay sólo ciertos actos que deben ser juzgados por esa autoridad. Fuera del área establecida o con otras personas, o con otros actos diferentes, no hay autoridad para juzgar. De ma­nera que tenemos que preguntarnos tres cosas: ¿En qué áreas estamos autorizados para juzgar? ¿A quiénes estamos autorizados para juzgar? ¿Y por cuáles actos podemos juzgarles? La extensión del juicio no queda clara hasta responder a estas tres preguntas.

Antes de entrar en discusión sobre la extensión de nuestra autoridad para juzgar, quiero enfatizar una manera en la que nunca tenemos responsabili­dad para hacerlo: Nunca seremos responsables de la evaluación final del carácter o la conducta de otros o de nosotros mismos. Algunos cristianos piensan que ellos deben decidir quiénes van al cie­lo y quiénes al infierno. Básicamente, esa no es nuestra preocupación. Debemos dejárselo a Dios.

¿Por qué Dios es el único que puede juzgar en esta área? Porque ninguno otro conoce todos los secretos y motivos del corazón de los hombres. No podemos juzgar fielmente ni con justicia, de manera que no se requiere de nosotros que lo ha­gamos o que demos una evaluación final del valor absoluto de nadie, incluyéndonos a nosotros mismos.

Ahora que hemos determinado este asunto de no juzgar el destino final de nadie, regresamos a la cuestión de la extensión de nuestra autoridad para juzgar. ¿Adónde, a quién y qué somos res­ponsables de juzgar?

Juzgándonos a nosotros mismos

La primera respuesta es que somos responsables de juzgarnos a nosotros mismos. Recordemos que no debemos hacer una evaluación final aún de nosotros mismos, pero sí debemos de juzgar nuestra conducta de acuerdo con las normas de la Palabra de Dios. Me parece que esencialmente, todo juicio que se espera que hagamos debe ser de conducta, no una evaluación absoluta del valor de una perso­na. En 1 Corintios 11 leemos con respecto a esta clase de juicio personal.

Pero cada quien examínese a sí mismo, y entonces coma del pan y beba de la copa.

Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir correctamente el cuerpo del Se­ñor, juicio come y bebe para sí.

Por esta razón hay muchos débiles y enfer­mos entre vosotros, y algunos duermen.

Pero si nos juzgáramos a nosotros mismos correctamente, no seríamos juzgados.

Porque cuando somos juzgados, el Señor nos disciplina para que no seamos condenados con el mundo (vs. 28-32).

Pablo, hablando de la Cena del Señor nos ad­vierte de la necesidad de examinarnos antes de tomarla. Si no lo hacemos estamos expuestos a traer sobre nosotros mismos enfermedad y hasta la muerte finalmente. Tenemos la opción de apro­piarnos del juicio de Dios. El no nos juzgará en las áreas que nosotros nos hemos juzgado. Las al­ternativas son tres: 1) Juzgarnos a nosotros mis­mos para no caer bajo el juicio de Dios. 2) No juz­garnos a nosotros mismos y entrar bajo el juicio de Dios, pero no bajo su juicio sobre el mundo. 3) Rehusar estas dos alternativas y ser juzgados con los incrédulos. Pero en alguna forma u otra, todos seremos juzgados.

Si tenemos la responsabilidad de juzgarnos a nosotros mismos, entonces, ¿de qué manera de­bernos hacerlo? Con el standard revelado en la Palabra de Dios. No debemos hacerlo según nues­tros sentimientos, o por la opinión de la sociedad o por la estimación que tengamos de nosotros mismos, sino por la clara enseñanza de la Palabra de Dios.

Según esta norma somos responsables de juzgar nuestra propia conducta y relaciones. ¿Es­toy en paz con mi hermano y mi hermana? ¿Abri­go amargura o resentimiento en mi corazón? ¿He dicho cosas que no son ciertas o que no son bon­dadosas con respecto a otro creyente? Estas son algunas formas en que debemos juzgarnos noso­tros mismos. Y si tomamos en serio nuestra obli­gación de juzgarnos a nosotros mismos, ya no tendremos tanto tiempo para juzgar a los demás a quienes no debemos juzgar.

Juicio en la familia

La siguiente esfera de juicio es la familia. El es­poso y padre es el responsable de juzgar a su espo­sa y a sus hijos. En 1 Timoteo 3:4 Pablo dice que uno de los requisitos para obispo es que «gobierne bien su casa.» Eso significa que el padre está obli­gado a juzgar su hogar.

¿Qué es lo que juzga? Debido a que la conducta es el área principal de juicio, pienso que se espera de un padre que juzgue toda conducta que afecte el bienestar de aquellos por los que es responsable.

Si veo que mis hijos están siempre tomando bebi­das gaseosas y comiendo helados, estoy obligado a disciplinarlos, porque como padre soy responsable de que crezcan saludables.

También estoy obligado a juzgar la conducta que afecte el honor y el orden de nuestro hogar, porque un día tendré que dar cuentas a Dios y a mis vecinos. Si mis hijos son groseros e indiscipli­nados frente a otras personas, en definitiva,   eso es un reflejo mío como padre, y prueba que no es­toy cumpliendo con mi función.

Juicio en la Iglesia

La siguiente área de juicio es la que el Nuevo Testamento trata primordialmente: la iglesia, el cuerpo colectivo de creyentes. Primero que todo, se espera de los líderes de la iglesia que juzguen a aquellos que les siguen. Está muy claro en el pasa­je de Hebreos que vimos anteriormente, que los líderes en la iglesia deben ejercer autoridad y mantener la disciplina. La verdad es que una con­gregación donde el liderazgo no cumple con estas cosas no es en el sentido bíblico una iglesia.

Pero el juicio no es sólo responsabilidad de los líderes. En otro sentido, la iglesia tiene la respon­sabilidad de juzgar. Debemos mantener presente que la palabra iglesia, en el griego ekklesia, se usa­ba normalmente para designar una asamblea de gobierno. La misma esencia de la iglesia es que gobierna. Sin gobierno no hay iglesia. Y última­mente, aunque esté bajo el juicio de su liderazgo, la iglesia entera debe aceptar su responsabilidad para juzgar.

No hablo en este punto de individuos que juzguen; en la mayoría de las áreas en que se nos responsabiliza para juzgar, no lo hacemos in­dividualmente. Lo hacemos colectivamente. La mayoría de las veces que la Biblia dice que se juzgue, la orden está en plural, lo que significa que es la congregación de creyentes la responsable de ello.

En 1 Corintios capítulo 5, encontramos lo que debemos juzgar: la conducta de los otros creyen­tes. ¿Sabía usted que la iglesia tiene la obligación de juzgar su conducta? En la iglesia de Corinto, uno de los miembros había tomado a la esposa de su padre. Pablo dice que el tal no tenía lugar en la iglesia; él lo juzgó. Pero, aunque el juicio de Pablo era el de un apóstol, dependía del endoso de la iglesia. Por eso les escribió y les dijo que pronun­ciaran su juicio sobre ese hombre cuando se reu­nieran. Debía ser una acción colectiva de todo el cuerpo.

.La epístola continúa diciendo que la forma que este juicio corporal debía tomar era la exclusión del ofensor de la comunión de la iglesia. Los cre­yentes no debían ni comer con tal hombre. Pero Pablo les advirtió no extender este juicio al mun­do fuera de la iglesia.

Pues, ¿por qué he de juzgar yo a los de afuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro de la iglesia?

Pero Dios juzga a los que están fuera (vs. 12-13).

Pablo dice que no es asunto nuestro juzgar al mundo. Pero sí a los creyentes como nosotros, porque somos responsables por ellos como un pa­dre con su familia.

¿Qué otra cosa debemos de juzgar además de la conducta? La segunda área en la que somos res­ponsables para juzgar es en las disputas entre cre­yentes. Las Escrituras son bien claras en cuanto a esto. En Mateo capítulo 18, Jesús dice que si nuestro hermano nos agravia, debemos discutirlo privadamente con él. Pero que si rehúsa corregir la ofensa, debemos llevarlo a la iglesia.

La iglesia debe juzgar colectivamente el asunto en este punto. Si el hermano ofensor rehúsa acep­tar el juicio de la iglesia, ésta está instruida para tratarlo como a un impío. Es atemorizante darse cuenta que el que no acepta la decisión de la iglesia pierde el derecho de ser tratado como cristiano. También da temor saber que son pocas las iglesias que ejercen con competencia la autoridad que les es conferida para juzgar.

¿Qué otras cosas se requieren que juzguemos como iglesia? Yo diría que los errores doctrinales. Leemos en Romanos 16: 17: «Y ahora os ruego, hermanos, que vigiléis a los que causan disensiones y tropiezos contra las enseñanzas que vosotros aprendisteis, y que os apartéis de ellos.» Si hay personas que tienen doctrinas incorrectas que quieren propagar y que se convierten en fuentes de división en la iglesia, debemos identificarlos y rehusar tener comunión con ellas. De manera que otra base para juzgar es el error doctrinal que cau­sa división en la iglesia.

Áreas donde no debemos juzgar

Seguidamente, quiero nombrar algunas áreas donde no tenemos ninguna responsabilidad para juzgar. La lista podría ser numerosa, pero basta­rán unas cuantas.

1) No somos responsables de pasar juicio final sobre el carácter de nadie, incluyéndonos a noso­tros. Como ya lo hemos visto, esta es la responsa­bilidad de Dios únicamente.

2) Como individuos no somos responsables de juzgar a otros creyentes. Si hemos de emitir juicio sobre otro creyente, debemos de hacerlo colecti­vamente como iglesia y no como individuos. A menos que su conducta afecte nuestra conducta (y entonces debemos de confrontarlo en privado primeramente), no es asunto nuestro juzgar a otro creyente. Está fuera de nuestra jurisdicción.

3) No somos responsables de juzgar a los hijos de los demás. Aunque sea una tentación hacerlo, las familias de otras personas no están dentro de nuestra jurisdicción, a menos que su conducta nos afecte a nosotros personalmente. La mayoría de las personas que he visto juzgar a los hijos de los demás, estarían mejor corrigiendo a los suyos propios.

4) No somos responsables de juzgar a otros grupos de cristianos. Este problema no se suscita en el Nuevo Testamento porque no había otros grupos cristianos, como la multitud de denomina­ciones que tenemos ahora. Pero a menos que tengamos problemas con los miembros de otra iglesia, no tenemos ninguna responsabilidad de juzgarlos. Si estamos convencidos que la situación necesita ventilarse, debemos hacérselo saber a nuestro pas­tor para que él lo discuta con el pastor de ellos.

Cinco requisitos para hacer un buen juicio

¿De qué manera juzgamos cuando tenemos la responsabilidad de hacerlo? He observado que la mayoría de los juicios hechos por los cristianos infringen las reglas que las Escrituras dan. Hay cinco requisitos para hacer un buen juicio:

1) Juzgar con juicio justo. Jesús lo dijo en Juan 7 :24. Nunca juzgue injustamente porque Dios demandará que le dé cuentas por todo asun­to que juzgue.

2) Juzgue con base en factores probados. Me ha impresionado la acción del Señor, en Génesis 18, cuando le dijo a Abraham que iba camino a Sodoma y Gomorra, a inspeccionar lo que estaba sucediendo; él no estuvo conforme con aceptar meramente los malos reportes que había de esas ciudades (presumiblemente dados por ángeles) sin verificarlos él mismo. Ni el Señor juzgó sin primero ir a ver la situación por él mismo ¿Cómo nos atrevemos nosotros cuando Dios no lo hace?

3) Debe permitírsele al acusado encarar a sus acusadores. En Juan 7:5 1, el Sanedrín, el concilio legal de los judíos, estaba discutiendo los malos reportes que se oían de Jesús y hasta discutiendo entre ellos. Un hombre honesto, llamado Nicode­mo, les recordó: «¿Juzga nuestra ley a un hombre sin haberle oído primero, y saber lo que está ha­ciendo?» No es bíblico juzgar a nadie sin permitir­le que hable por sí mismo en su cara.

4) Debe haber por lo menos dos testigos que corroboren toda mala acción. Deuteronomio 19: 15 dice: «No se tomará en cuenta a un solo testigo contra ninguno en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquiera ofensa come­tida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación.» Nunca debemos con­denar a una persona con el testimonio de un solo testigo. El mínimo es dos, preferiblemente tres.

5) Los testigos deberán dar cuentas por su tes­timonio. El mandamiento contra el falso testimo­nio aparece en la Biblia junto a los mandamientos contra el homicidio, robar y cometer adulterio. Sin embargo, hay multitud de cristianos que le­vantan testimonios falsos contra sus hermanos sin siquiera pestañear. Pero Dios los coloca en la mis­ma categoría de los homicidas, los adúlteros y los ladrones.

En el Antiguo Testamento, cuando un criminal era sentenciado a muerte por la ley, los primeros en ejecutar el castigo eran los testigos de su delito. ¿Para qué se hacía esto? Si llevamos chismes con­tra alguien y lo metemos en problemas, debemos responsabilizarnos por lo que hemos hecho. No quedamos exonerados cuando acusamos a alguien y después decimos: «Realmente no era mi inten­ción causarle daño.»

Es más, de acuerdo a la ley del Antiguo Testa­mento, si se encontraba que alguien había traído un testimonio falso contra otra persona y era juz­gado por un crimen en particular, entonces el tes­tigo falso recibía el castigo por el crimen, que en muchos casos era la muerte. Esto hacía que mu­chos se detuvieran a pensar antes de dar un testi­monio falso. Aunque las sentencias han cambiado un poco desde los días del Antiguo Testamento, el desprecio de Dios por los testigos falsos nunca ha variado.

De manera que hay cinco requisitos básicos pa­ra hacer un juicio justo: 1) Tiene que ser un jui­cio justo. 2) El juicio debe fundamentarse en he­chos probados. 3) El acusado tiene el derecho de enfrentarse con sus acusadores. 4) El juicio debe hacerse con base en el testimonio de por lo menos dos testigos veraces, preferiblemente tres. 5) Los testigos son responsables por su testimonio; y si éste es falso, merecen el castigo que hubiese veni­do al acusado si su testimonio hubiese sido cierto.

En la silla del juez

Una observación final. Si juzgamos cuando no tenemos autoridad para hacerlo, ¿en qué nos con­vierte eso? En 1 Pedro 4: 15 leemos: «Que de nin­guna manera sufra alguno de vosotros como homi­cida, o ladrón, o malhechor, o por entremetido.» ¿Qué somos usted y yo cuando juzgamos donde no tenemos autoridad para hacerlo? Somos entre­metidos, y estamos en la misma categoría de los homicidas, los ladrones y los malhechores. La pala­bra «entremetido» en el griego significa uno que quiere supervisar los asuntos de otro sin habérsele

dado esa responsabilidad. No debemos actuar co­mo supervisores sobre asuntos que no nos han sido asignados.

En Santiago 4: 11-12 encontramos una adver­tencia que es clave en nuestra actitud hacia el jui­cio. No se nos permite hablar mal de otros, aunque sea cierto.

Hermanos, no habléis mal los unos de los otros. El que habla mal de un hermano, o juz­ga a su hermano, habla mal de la ley, y juzga a la ley, pero si tú juzgas a la ley, no eres cumpli­dor de la ley, sino juez de ella.

Sólo hay un Dador de la ley y Juez, Aquel que es poderoso para salvar y para destruir, pero ¿quién eres tú que juzgas a tu prójimo?

Cuando hablamos mal de nuestro hermano, nos burlamos de la ley, porque ésta nos prohíbe hacer­lo. Y juzgamos la ley porque nos situamos por en­cima de la ley de Dios. En efecto, nos colocamos en una posición de juez sobre Dios.

En una corte secular, la acción entera gira alre­dedor de una silla: la del juez. Cuando el juez en­tra en la sala, todos se deben poner en pie en de­mostración de respeto a su calidad de juez. Usual­mente, hay algún tipo de barricada que impide que la gente en la corte tenga acceso directo a él.

Ahora, imagínese que estoy sentado en una corte y que el juez no ha entrado aún. Su silla es­tá vacía y en la sala hay silencio y solemnidad. De repente me levanto, me abro paso a través de los guardias, y presuntuosamente me siento en la silla del juez.

Eso es precisamente lo que hacemos cuando juzgamos asuntos que Dios no nos ha dado. Jamás nos atreveríamos a hacer algo semejante en una corte secular. Mucho menos nos deberíamos atre­ver a usurpar el trono del juicio de Dios. 

Derek Prince recibió su educación en Grie­go y Latin en las universidades británicas de Eton College y Kings College, en Cambridge. Su programa de radio «Hoy con Derek Prince» se difunde en muchas emisoras a través de los Estados Unidos. Derek y su esposa Ruth pasan gran parte de su tiempo viviendo y ministrando en Israel. El resto del tiempo lo emplea para ministrar en los Esta­dos Unidos y otras partes del mundo.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4-nº 7 junio 1982