Por Fern Mann

Un Testimonio Personal

Fern Mann, su marido, su hija Robin y su hijo Kevin, residen en Kremmling, Colo­rado, E.U.A., en el corazón de las Monta­ñas Rocosas. En su testimonio, Fern cuenta la forma milagrosa en que el Señor le salvó la vida en medio de un accidente traumático y cómo la sostuvo después.

Los habitantes de Krernmling, Colorado, pue­den ver a través de cualquier ventana y admirar la majestuosidad de las Montañas Rocosas. Nuestra casa fue construida en medio de riscos que bien hubieran sido el sitio ideal para un nido de águilas.

El sol brillaba en toda su hermosura el 25 de octubre de 1978 en Kremmling. Yo me sentía muy animada esa mañana mientras me preparaba para hacer el viaje de doscientas millas al valle de San Luis para visitar a una amiga que estaba por mudarse con su familia a Mobile, Alabama. Que­ría aprovechar el viaje para visitar a mi padre que estaba internado en una clínica de reposo. Tam­bién lograría ver a mi hermana y a mi hermano que residían en la misma área.

El tiempo parecía perfecto para el viaje. Salí de mi casa con un canto en mi corazón, con palabras de alabanza en mis labios y con música cristiana en el tocacintas del auto.

Había viajado cerca de doce millas por la carre­tera número nueve al sur de Kremmling cuando comenzó a nevar. Inmediatamente reduje la velo­cidad y comencé a manejar con mayor cuidado; la carretera se cubrió rápidamente de nieve y se vol­vió muy resbalosa. Decidí llegar hasta Dillon, a treinta y nueve millas de Kremmling y si el tiem­po seguía igual, regresaría a casa.

Cerca de la milla veintinueve, por donde pasa la carretera número nueve, y hacia la izquierda, hay un precipicio de cien metros. Al fondo pasa el hermoso Río Azul; a los lados se elevan majestuo­sas las verdes montañas. Fue precisamente en esa curva que mi Volkswagen Dasher 1976 comenzó a patinar en el hielo sobre el pavimento. Yo iba en dirección sur, pero cuando el auto terminó de dar vueltas, el frente apuntaba al norte y la parte tra­sera se dirigía al despeñadero. Había perdido todo control del auto y no tuve tiempo de hacer nada antes de caer más que gritar: «¡Jesús, por favor ayúdame!»

Quien haya subido a una montaña rusa ten­drá una idea de la sensación que sentí. Apreté la rueda de la dirección y cerré los ojos. No sé si el vehículo rodó sobre sí mismo o qué, pero sí re­cuerdo el rechinar y los golpes del metal a mi alre­dedor, No tuve ninguna imagen de mi vida pasan­do por mi mente, pero había un solo nombre en mi pensamiento: Jesús. Sabía absolutamente que mi vida estaba en sus manos.

De alguna manera fui lanzada fuera del auto y recuerdo cuando iba por el aire. El Dasher cayó a la orilla del Río Azul sobre su costado derecho, arrugado como un acordeón viejo y yo en las hela­das aguas del río.

Perdí el conocimiento por sólo segundos – no pudo ser por mucho tiempo más. No recuerdo cuando caí en el río, pero sé que cuando empecé a respirar dentro del agua fría, mi cabeza salió inmediatamente a la superficie tirando agua por la boca. Había enormes piedras en ambos lados de donde me encontraba con la cara hacia abajo. Me erguí como pude expulsando más agua por la na­riz. Vi mi zapato derecho que se alejaba flotando y traté de alcanzarlo, pero la corriente era muy fuerte y se perdió río abajo.

Miré hacia la izquierda y vi mi cartera flotando río abajo también. Entonces pensé: «Tengo que tomarla. Si nadie me encuentra hasta que los osos y las aves hayan comido mi carne, por lo menos sabrán quien era». Eso suena como una locura, pero es exactamente lo que estaba pensando. Así que agarré mi cartera y empecé a arrastrarme fue­ra del río. Tuve que usar los codos empujando con la pierna buena, pues no podía mover la pier­na derecha.

Sabía que estaba seriamente lastimada, pero no la extensión de mis heridas. Después me dijeron que me había astillado la cadera y la rodilla dere­cha y que el fémur se había quebrado y había traspasado el muslo por donde sangraba abundan­temente.

Logré salir del agua y arrastrarme por la orilla; después me puse a gritar pidiendo auxilio por diez minutos. De pronto sentí que el Espíritu Santo me hacía una pregunta muy directa: » ¿Por qué gritas, Fern?»

Inmediatamente me detuve y respondí: «No lo sé, Señor. Lo siento; sé que nadie me puede ver u oír. Estoy desperdiciando mi voz y mi aliento».

En ese momento logré entregar todos mis proble­mas al Señor. Le di el derecho de hacer conmigo lo que él quisiera. Admití que, según mi juicio, me encontraba en una situación de la que era absolu­tamente imposible salir, pues nadie me podía ver desde arriba en la carretera y no había ningún camino visible al otro lado del río. Sin embargo, le di a Dios todos los problemas que podía ver y los que ignoraba y él inmediatamente me llenó con su paz profunda.

En ese momento sentí que el cuerpo de Cristo me alentaba. Sentí su ministerio, aunque compren­día que nadie podía saber dónde estaba y lo que había pasado. Pero sentí esa edificación de la que hablan las Escrituras: «Si un miembro sufre, to­dos los miembros sufren con él». Ahora conozco la realidad de esa verdad.

Estaba cerca del auto y quise ver si podía subir por la pendiente hasta la carretera, pero me en­contraba demasiado lejos y me di cuenta que ja­más lo lograría con la pierna rota y sangrando de esa manera.

La nieve seguía golpeándome en la cara y recor­dándome que estaba totalmente mojada y que ni siquiera llevaba puesto un abrigo. Recordé que ha­bía puesto mi chaqueta de piel en el baúl del auto y me di vuelta lo más que pude para buscarla. Allí estaba, casi fuera del baúl. El impacto de la caída lo había abierto. Cerca de mí había una rama con la que logré halar la chaqueta lo suficiente para alcanzarla con la mano. Le di un tirón que la de­senmarañó y quedó libre. Me puse la chaqueta agradeciendo a Dios toda su ayuda y me dediqué a sacar por la ventana media abierta mi viejo suéter verde que había quedado adentro. Tenía siete bo­tones grandes de madera, pero ninguno se atoró en la pequeña abertura. Después logré sacar tam­bién un sombrero que estaba dentro del auto.

Me cubrí la cabeza con el sombrero y puse el suéter sobre el sombrero. Luego até las mangas al­rededor de mi cuello y metí las manos dentro del resto de las mangas como si fueran guantes. Eso fue lo único que pudo evitar que se me congelara la cara y las manos. También había puesto una co­bija dentro del auto y botas de invierno, pero de­safortunadamente no pude llegar a ellas y tuve que conformarme con un solo zapato. El otro lo había perdido en el río.

Pasé el resto del día viendo caer la nieve. El do­lor de mis lesiones aminoraba de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo tenía que cambiar de posición, a veces a la derecha, otras veces a la iz­quierda o de frente, tratando de buscar alivio.

Transcurría el primer día y tuve sed. Pensé que la nieve me ayudaría. Tomé un puñado de la que estaba a mi alcance y me lo llevé a la boca, pero tuve que escupirla inmediatamente. Estaba dema­siado cerca del auto y la nieve tenía sabor a gaso­lina. No había notado que el combustible se salía lentamente del tanque hasta que hice otro intento de comer nieve.

Como a las tres de la tarde el enemigo vino so­bre mí como un río crecido. «¡Qué buena la hi­ciste! Te vas de viaje; tienes un accidente y ahora estás aquí en este aprieto. Tu familia no sabe dón­de estás y ahora se están preocupando por ti, por este truco sin gracia. ¡Qué tonta eres!»

Yo estaba aceptando todos esos pensamientos de condenación y sintiendo lástima de mí misma. Me sentía tan miserable que pensé que moriría de angustia. Entonces, de repente, me oí decir esto:

«Espera un momento, Satanás. Vete de mí. Tú no tienes nada que decir en el asunto. Ahora, Señor, Ray, Robin y Kevin y toda mi familia y mis seres queridos te pertenecen a ti y no a mí. Ellos toda­vía no saben que he tenido este accidente, ni tam­poco mis amigos a quienes iba a visitar. Señor, te entrego de nuevo cada circunstancia, porque no puedo resistir el pensamiento de cómo reacciona­rá mi familia. Cuídalos, Señor. Por favor, toma es­te asunto en tus manos; es demasiado terrible para mí; ¿qué puedo hacer yo en esta condición?» La paz de Dios inundó de nuevo mi alma. Maravillosa paz de Dios.

El sol parece ocultarse más temprano en el fon­do de un barranco y la oscuridad comenzó a en­volverme demasiado pronto, a lo menos así me pareció en ese momento. Había dejado de nevar, pero el viento seguía soplando. Volví a meter la cabeza dentro del suéter y traté de mantenerme lo más caliente que pude. Después supe que esa no­che en Kremmling la temperatura había descendi­do a ocho grados centígrados bajo cero, lo que haría la temperatura mucho más fría junto al río.

Las horas pasaban y yo me asomaba de vez en cuando desde mi suéter para ver cómo iban las co­sas. La noche era absolutamente magnífica. Re­cordé a mi querida madre que hacía poco había muerto. En noches como aquella, ella nos sacaba de la casa cuando éramos niños y nos mostraba la Osa Mayor y la Osa Menor y nos enseñaba de Dios por medio de la naturaleza. «Señor, ¿te habré de ver a ti y a mi querida madre más pronto de lo que esperaba?», pregunté en voz alta.

No pude localizar a la Osa Menor esa noche, pero la Osa Mayor se destacaba con toda claridad en el cielo. Todo el cielo estaba estrellado y con­templé la belleza que me rodeaba y exclamé:

«Señor, si he de irme, este es un lugar magnífico para hacerlo». El agua centelleaba con una belleza increíble y la luna estaba como nunca la había visto antes; las montañas tan altas proclamaban su gloria y pensé en cuán rápido va uno por la vida y en cómo se nos olvida detenernos y mirar.

A la mañana siguiente, saqué las ramas que ha­bía dejado en el río la noche anterior. El agua que se había congelado alrededor de ellas me proveyó de hielo para masticar. Este método me sirvió has­ta que el sol comenzó a brillar. Entonces saqué de mi cartera mi último pañuelo de papel, lo puse en el extremo de una rama para meterlo en el río y chupar el agua después. Ese pañuelito me duró todo el día.

Sabía que para entonces algunas personas me estarían buscando. De vez en cuando gritaba por si acaso alguien anduviera caminando por el lugar. Me daba cuenta que era imposible que me oyeran desde los autos que pasaban allá arriba en la carre­tera, a menos que alguien se detuviera precisamen­te allí y saliera del vehículo para mirar hacia aba­jo. El terreno al otro lado del río era totalmente desconocido para mí, pero pensé que tal vez al­guien podría pasar en su coche de nieve por algu­na parte de la montaña. De todas formas, me sen­tía mejor gritando de vez en cuando para hacer mi parte por si alguien lograba oírme.

Pasé todo ese día cambiando de posición, tra­tando de mantenerme lo más caliente posible, be­biendo agua, pidiendo ayuda, cantando alabanzas a Dios, orando, gimiendo y lamentando.

El Prospecto de Otra Noche

Cuando el sol iba declinando, sentí temor de pasar otra noche en esa condición por lo que oré a Dios: «Si he de quedarme aquí otra noche, te lo doy todo a ti, Señor. Te amo». Me acomodé me­jor dentro de mi chaqueta y seguí orando: «Se­ñor, tengo tanto frío. ¿Cuándo volveré a calentar­me? ¿Qué estarán haciendo Ray, Robin, Kevin, la familia y los amigos? Querido Jesús, te amo».

Ya estaba casi convencida de que tendría que pasar otra noche allí cuando oí a alguien que grita­ba: «¡Hola!» Emocionada, me asomé por el sué­ter y vi a un hombre con una caña de pescar al otro lado del río y exclamé: «¡Alabado sea Dios!» Realmente creí que era un ángel, porque quién podría ir de pesca con semejante frío. Ya había olvidado cuánto le gustaba a mi padre salir de pesca sin importarle el estado del tiempo. Ade­más, Dios puede poner en el corazón de un hom­bre que vaya a pescar cuando la temperatura esté a cincuenta grados bajo cero si él quiere.

El hombre gritó que estaría conmigo en un ra­to. Se internó en el río y comenzó a avanzar hacia mí, pero el agua era muy profunda allí y tuvo que desviarse río arriba para cruzarlo. Cuando logró llegar adonde yo estaba, él mismo se veía muy excitado. Levantó el suéter de mi rostro y me pre­guntó: «Querida, ¿cuánto tiempo llevas aquí?» Sentí deseos de decirle que desde siempre, pero le contesté que desde las nueve del día anterior.

Sacó la frazada que estaba dentro del auto y me envolvió en ella antes de ir a buscar ayuda. Subió tan rápido como pudo hasta donde estaba su propio auto y se dirigió a toda velocidad hasta Silverthorn, a nueve millas de distancia.

De pronto había una cuadrilla de bomberos y paramédicos que me pusieron en una camilla y me prepararon para subirme por el barranco. Ahora sí se detenían los carros para ver lo que estaba sucediendo. En un corto tiempo, el lugar estaba lleno de gente. Todos trataban de animarme y yo me alegré de recibir toda esa atención después de tanto tiempo de estar sola. Un hombre, aún no sé quién, se arrodilló por detrás y me permitió apoyar mi cabeza en sus manos y comenzó a orar por mí. Cuánto aprecié ese acto de interés y bondad.

Calculo que cuando entré en la ambulancia eran como las ocho de la noche. Eso significaba que estuve sin ayuda aproximadamente treinta y seis horas, en temperaturas de ocho grados bajo cero y menos aún en la orilla del río. Fui llevada a una clínica en Dillon donde me prepararon para trasladarme en helicóptero al Hospital de St. Anthony, en Denver.

Cuando llegué allí, me pusieron al cuidado del Dr. Don A. Odom, Jr., un excelente médico y el mejor cirujano ortopedista de Denver. El Señor permitió que fuese precisamente él quien estuvie­se en el hospital cuando llegué allí.

El Dr. Odom está acostumbrado a cuidar de personas heridas en accidentes serios. El me dijo, cuando estaba esperando ser llevada a la sala de operaciones: «Fern, he visto a muchos pacientes después de un accidente automovilístico -acciden­tes serios- a consecuencias de los cuales habían quedado atrapados dentro del auto y con paramé­dicos atendiéndolos. Cuando eran sacados, tal vez después de seis u ocho horas, estaban en un shock tan severo que se necesitaron horas para volverlos a estabilizar antes de que se pudiera hacer algo con ellos.

Estoy sorprendido de que no hayas su­frido ningún shock y que estés razonando bien después de un tiempo tan largo. Si yo hubiese es­tado en tu situación, estaría congelado hasta los codos en ambos brazos y hasta las rodillas en am­bas piernas. Probablemente ya hubiera muerto. En lo personal, estoy muy impresionado y creo que las televisaras y los periódicos deberían ser informados de este caso».

Estoy segura que fue a través del Dr. Odorn que mi historia apareció en la primera plana. del Denver Post. Una de las enfermeras que me aten­día entró a mi cuarto la tarde siguiente de la ope­ración y me dijo: «Fern, estoy segura que esta es la primera y última vez que tu nombre aparece en la primera página del Denver Post». Respondí que nunca había pensado en ello, pero que no me había sido muy fácil lograrlo. Sin embargo, al día siguiente, ese diario volvió a publicar la historia y en primera plana otra vez. Sentí que era un verda­dero testimonio de la fidelidad de Dios.

En retrospectiva, sé que mi familia podría des­cribir su propia historia de angustia y sufrimiento mental durante esas largas horas en las que desco­nocían mi paradero. Traté de imaginarlo, pero Dios no permitió que yo pasara por esa prueba. Sólo me resta decir que agradezco la manera tan preciosa con que todos se han interesado por mí y la alegría que demostraron cuando fui encontra­da. Han pasado ya casi tres años desde el acciden­te. Uno de ellos lo pasé con muletas. Sin embargo, al recordar mi experiencia, uno de los factores que ha quedado grabado en mi memoria, es que Dios fue y sigue siendo fiel en toda circunstancia.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 4 diciembre 1981.