Por Francis Schaeffer

El golpe rítmico y suave de las olas; voces lejanas de padres llamando a sus hijos; ri­sas de niños interrumpidas por salpicones de agua lanzada en sus rostros; la brisa silenciosa, demasiado suave para causar un susurro siquiera en las hojas; el quieto sol tostando calladamente las caras vueltas a él; un bote de velas deslizándose hacia la playa sin un solo murmullo. Seres huma­nos de todas las edades, separados de sus trabajos y de sus preocupaciones cotidianas, disfrutando de sus vacaciones de verano.

Sea en Italia o en los Grandes Lagos, la costa Atlántica o Pacífica, o en alguna de las islas de los mares, hay un intento por un breve período de tiempo de relajarse, de aflojar, de poner a un lado las preocupaciones, de hacer a un lado el «miedo al miedo» y de respirar profunda y fácilmente en un lugar separado del mundo, aunque sea por un tiempo patéticamente corto.

De repente, el azul del cielo y el verde del mar son atravesados por dos figuras oscuras acompañadas por un silbo penetrante, cuando bombarde­ros de chorro y sus sombras se lanzan de picada, casi tocando las aguas para remontarse nuevamen­te como un relámpago y desaparecer sobre las montañas. Un viraje rápido y se repite la práctica. Después, el silencio roto vuelve a su normalidad. Las cabezas que se habían levantado para verlos con sorpresa están de nuevo contemplando los castillos de arena, leyendo sus libros, ocupándose de la loción bronceadora, o consultando sus relo­jes para ver si ya es tiempo de almorzar. ¿Miedo? No. Donde hay confianza no hay temor.

La con­fianza de cada una de las personas que están en es­ta playa (y muchas otras en este momento de la historia) es que todavía no hay guerra en esta par­te del mundo que pudiera deletrear otra cosa que «práctica» con la pasada de estos bombarderos. La confianza es que se está protegido y seguro, y que el peligro está muy, muy lejos. ¡La confianza anula al miedo! Nadie en esta arena siente hoy te­mor de esos bombarderos. ¿Por qué? Hay confianza de una clase o de otra de que no hay nada que temer – no hoy.

Pero hay quienes han colocado mal su confian­za. Los jóvenes que estudiaban inocentemente, como parte de su trabajo universitario, en África, no tenían miedo de ser secuestrados. Estaban con­fiados y se sentían seguros porque era un centro de estudios de cierta reputación. Su confianza fue despedazada repentinamente cuando lo que no ha­bían temido vino sobre ellos. La confianza en sí misma como cualidad no elimina la realidad de una calamidad. Hay ataques inesperados, tiradores es­condidos, asesinos, secuestradores, accidentes, en­fermedades, operaciones, descomposiciones, fue­gos, robos, guerras, inundaciones, depresiones, pérdidas, terremotos, muerte. Telegramas, llama­das telefónicas, cartas y mensajes que en ocasiones si traen malas noticias.

Tener confianza que «nin­guna dificultad vendrá a mi casa,» que «nada malo me pasará a mí ni a los míos,» que «todo va a sa­lir bien; no te preocupes;» es muchas veces como silbar en la obscuridad. La pregunta es: «¿En quién está depositada mi confianza?» ¿Estoy siendo op­timista sin ningún fundamento o base para mi confianza, libre del miedo constante, que carcome y molesta, como una criatura ignorante y sin inte­ligencia? O ¿es que hay alguna diferencia entre confianza y confianza?

Vayamos a Proverbios por un instante. «No ten­drás temor de pavor repentino, ni de la ruina de los impíos cuando viniere, porque Jehová será tu confianza, y él preservará tu pie de quedar preso» (3 :25 ,26). «No tendrás temor de pavor repentino, hijo mío.» Me parece que esta es una promesa en un mandamiento y que el Señor está hablando a cada uno de sus hijos; en la oscuridad de la noche, durante una caminata cuando el viento se queja entre los árboles, mientras esperamos en la sala de algún hospital, en los largos momentos antes que el médico dé su dictamen, hasta en medio de una sinfonía o en las olas del mar. En medio de la quie­tud y la belleza o del golpe y la confusión, el miedo al miedo puede venir como algo que nos mor­disquea por dentro, o como un golpe externo salvaje y cauterizante. Puede ser algo permanente en la forma de un temor secreto.

Nuestro Padre celestial nos conoce muy bien. El sabe que nuestras energías, tiempo, emociones, pensamientos conscientes y posibilidades creativas pueden ser restadas, desperdiciadas y hasta destrui­das si tenemos «temor del pavor repentino.» ¿No conocemos la tremenda comprensión de Dios al mostrarnos nuestro miedo de los temores desco­nocidos que flotan como cosas nebulosas e irreco­nocibles, pero que nos carcomen por dentro y es­torban lo que podemos ser ahora por lo que teme­mos en el futuro? La orden es cortante: «¡No lo tengas!» No debemos desperdiciar nuestro tiempo por el temor de algo, aunque venga repentinamente y sea real cuando venga.

¿Por qué no? Porque el Señor será nuestra confianza. El Creador de la tierra, el que habla y cambia la historia; este que es nuestro Padre en la realidad del nuevo nacimiento que Jesús explicó a Nicodemo, él es ahora nuestra confianza. No en un futuro distante cuando el temor ya no sea una realidad, sino ahora, antes que Satanás sea derro­tado, antes de la resurrección de los muertos, an­tes que Jesús derrote al último enemigo. El debe ser nuestra confianza. Nuestra confianza primor­dial en su poder es la certeza que, aunque maten al cuerpo, nadie puede quitarnos la vida eterna y la seguridad de nuestros cuerpos nuevos.

Los misio­neros que fueron martirizados, junto con los demás mártires, no tuvieron una confianza mal colo­cada y recibirán sus coronas y sus cuerpos nuevos y ahora mismo están en la presencia del Señor, aunque ausentes de sus cuerpos. Están siendo ase­gurados diez mil veces que su confianza fue puesta en el lugar correcto.

Nuestra confianza debe estar también en el po­der del Dios vivo para actuar en la historia ahora mismo y mantenernos seguros y completar su plan para nuestras vidas. Este mismo capítulo de Proverbios habla de andar en el camino confiada­mente y sin tropezar; de acostarnos sin temor y de tener un sueño grato (3: 23 ,24). Todo esto cal­za con que el Señor sea nuestra confianza y con la preservación de nuestro pie. Nuestro Padre, nues­tro Guía, nuestro Señor y nuestro Dios es capaz de hacer maravillas por nosotros en la tierra de los vivos. El es quien nos pide, nos dice y nos or­dena a no tener «temor del pavor repentino.»

Ca­da vez que un «temor al pavor repentino» nos moleste por dentro, debemos verbalizar una disculpa al Señor: «Lo siento, Señor; lo estoy haciendo de nuevo. No estoy pensando; no me estoy concentrando en mi trabajo; no estoy leyendo; no estoy lleno de amor y de apreciación por ti, Pa­dre, ni por la gente ni las cosas que me has dado, Estoy en peligro de dejar que mi miedo al miedo anule mis otras emociones y no responda a ti. Ayúdame, oh Dios, a sacar de mí este miedo al miedo y reemplazar la duda con la confianza.» Por supuesto que tiene que ser nuestra propia oración, basada en la realidad de nuestro propio reconocimiento que hemos hecho mal.

En Mateo 8, los discípulos despertaron al Se­ñor clamando: ‘» ¡Sálvanos Señor, estamos pere­ciendo!» (v. 25). En ese momento su temor era realmente temor. Tenían miedo del miedo que sentirían si caían al agua. Todavía estaban en la barca que estaba siendo sacudida, por cierto, pero su temor era por lo que estaba por delante. La pa­labra del Señor en el siguiente versículo viene en forma de pregunta: «¿Por qué teméis, hombres de poca fe (mis queridos discípulos)?» El Señor les hablaba a ellos y también a nosotros. «¿Dónde es­tá vuestra confianza? ¿Cuándo van a tenerme con­fianza? ¿Por qué mantienen su temor al pavor re­pentino, en vez de preguntarse si queda suficiente tiempo para demostrar su confianza?

(Vosotros de poca fe) no tengas temor de pavor repentino, ni de la ruina de los impíos cuando viniere, porque Jehová será tu con­fianza, y él preservará tu pie de quedar preso. Proverbios 3 :25 ,26.

Y la fórmula del mismo Señor debe ser aplicada aquí. No es sólo asunto de declarar que «ya no vuelvo a temer», sino de hacerlo según Filipenses 4:6. En vez de tener ansiedad y temor, debemos de orar. La oración debe comenzar dando gracias por todas las cosas reales que han sucedido en el pasado, para que nos llenemos de la emoción de una gratitud real y de confianza en aquél que ha hecho todo lo que estamos diciendo audiblemen­te. Después de nuestra acción de gracias, estare­mos listos para pedir, preguntar y suplicar a nues­tro Padre que nos escucha con respecto a las cosas que nos hacen temer y nos preocupan. De esta manera cumplimos con el mandamiento de no «temer al pavor repentino» en obediencia y en amor para él.

Edith Schaeffer es la esposa de Francis Schaeffer, reconocido autor, filósofo y teólogo cristiano. Este artículo es tomado del libro A Way of Seeing (Una manera de ver) de Edith Schaeffer, publica­do por Fleming H. Revell, y usado con permiso.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 2 agosto 1983