Por Joseph Garlington

            No hace mucho, el Señor comenzó a tratar conmigo con respecto a mi actitud hacia las posesiones y las cosas materiales. Cuan­do examiné honestamente mi condición económi­ca y lo que estaba dando de contribución me di cuenta que en el pasado había tenido menos, pero había hecho más. Los registros me mostraron que, aunque en esos días era «más pobre», proporcio­nalmente había dado más en diezmos y ofrendas. Descubrí igualmente que muchas de las cosas que había recibido de Dios se habían vuelto más importantes de lo que se merecían. Habían dejado de ser dádivas de Dios y se habían convertido en mis posesiones yeso no era saludable.

Tomé la decisión de deshacerme de las «cosas» que yo sentía se habían convertido en un estorbo para mí. Desde que decidí responder a lo que Dios parecía estarme diciendo, he visto un cambio marcado, definitivo y positivo en mi situación económica.

Es irónico, pero cuando estaba en el proceso de librarme de algunas de las cosas que poseía para regresar a una actitud más sencilla en los asuntos de dinero, como la que tenía antes, oí una conferencia de Don Basham sobre el drástico estado de la economía de nuestra nación. Eso me puso en un dilema, porque parecía que lo que él decía era completamente opuesto a lo que yo estaba enten­diendo. A pesar del cuadro desolado e incierto que él pintaba, la palabra que estaba recibiendo con tanta fuerza decía que era tiempo de «sem­brar» económicamente y no de ahorrar; que era un tiempo de dar en vez de invertir en uno mismo o de guardar.

Me fue difícil poner dentro del contexto ade­cuado lo que Dios decía por medio de Don Basham y lo que sentía que Dios me estaba diciendo a mí. Sin embargo, he llegado a comprender que los dos acercamientos, aunque parecen opuestos entre sí, son la palabra de Dios para su pueblo. Se complementan en vez de contradecirse.

Es bien cierto lo que Don Basham describía tan gráficamente. Estamos ante la inflación, la rece­sión y hasta es posible que la depresión. Toda la estructura económica de la nación está en peligro de derrumbarse tarde o temprano. Dios quiere que nos demos cuenta con toda claridad cuan desolado es el panorama natural de la economía, pero no para que caigamos en la desesperación, sino para que depositemos nuestra confianza en él. Podemos elegir. Podemos enfocar el problema, o bien la solución que descansa en la naturaleza del reino de Dios.

El reino trascendental

El reino de Dios es trascendental. Sus fronteras, su gobierno y su cultura trascienden a las de todos los reinos de la tierra. Su economía es también trascendental, y los principios y recursos son sobrenaturales y trascienden todas las estructuras naturales del sistema económico mundial. Nosotros tenemos que escoger con cuál economía vamos a operar, a cuál vamos a ver como nuestra fuente: el sistema del mundo o el reino trascen­dental de Dios.

Depositar nuestra confianza en la economía natural es claramente inútil. Jesús dice en Lucas 16:9: «Haced amigos por medio de las riquezas de injusticia, para que cuando falten, os reciban en las moradas eternas.» El texto dice, cuando falten no «si llegaran a faltar». No hay duda que falta­rán; sólo es cosa de tiempo.

Si vemos las cosas desde la perspectiva de Dios, sin embargo, nos daremos cuenta de que no hay límite para sus recursos. Los científicos hacen intentos para estimar la totalidad de los recursos que tenernos disponibles para predecir lo que está en el futuro: los geólogos dicen que hay una cantidad limitada de petróleo; los agrónomos dicen que una hectárea de tierra sólo puede producir cierta cantidad de trigo; los economistas dicen que sólo puede circular una cantidad deter­minada de dinero.

Todos estos cálculos se hacen de acuerdo a los recursos limitados de la econo­mía mundana.

No obstante, la economía trascendental es diferente; Dios no está atado a recursos limitados. La historia de Elías y la viuda es un buen ejemplo (l R. 17:8-16). La viuda le dijo: «Solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija.» Elías le contestó: «Hazme a mí primero … » y cuando ella obedeció, entró en la economía trascendental. Ese poquito de harina y de aceite no disminuyó durante todo el tiempo de escasez. Los recursos de Dios no fueron limitados.

La historia de Elíseo y de otra viuda 2 R. 4: 1- 7) es otro ejemplo. Ella le pidió que la sacara de deudas. Cuando él le preguntó lo que tenía, ella respondió: «Ninguna cosa … sino una vasija de aceite.» Elle dio instrucciones para que consiguie­ra tantas vasijas como pudiera y las llenara con el aceite que tenía. Cuando ella obedeció, el aceite se multiplicó hasta llenarlas todas, y no paró hasta que hubo llenado todas las vasijas que había pedi­do prestadas.

Fe y productividad

Es importante señalar en la historia de Eliseo que la productividad de la mujer estaba en propor­ción directa con su fe y persistencia en obtener las vasijas. El número de vasijas que obtuviera por fe, determinaría su capacidad productiva.

Lo que los economistas no toman en conside­ración y que nosotros debemos hacer es reconocer el poder creador de Dios para «multiplicar el aceite.» Debemos de tener fe en la capacidad de Dios de crear recursos nuevos. He visto, por ejemplo, que cada vez que damos nuestro diezmo por fe, entramos en esa economía trascendental. Estamos afirmando que podemos hacer más con el 90 por ciento que queda después del diezmo, que con el 100 por ciento si no lo diéramos. Cuando le damos a Dios el 10 por ciento, descubrimos que hemos invertido en la economía trascendental y Dios multiplica el 90 por ciento.

Hemos enseñado el principio de diezmar, pero muy a menudo nos desanimamos y nuestra fe flaquea según las fluctuaciones de la bolsa de valores, las tasas de interés y la economía en gene­ral, como si fuesen ellas las que determinarán nuestro futuro económico. Nuestra ansiedad so­bre la economía natural es a veces igual que la de aquellos que ni siquiera saben que hay una econo­mía trascendental.

Dios está dispuesto a multiplicar hoy nuestros recursos como lo hizo en el tiempo de Elías. Un amigo mío me contó la historia de una viuda que había sido timada por un contratista cobrando más de la cuenta por un trabajo que le había hecho. Cuando vino a demandar su paga, el dine­ro que la viuda tenía para pagar, lo que primera­mente le había cobrado el contratista, ya no era suficiente. En medio de este dilema, Dios le dijo que contara el dinero que tenía. La primera vez que lo hizo no hubo suficiente y el Señor le dijo: «Cuéntalo de nuevo.» Ella obedeció y descubrió que tenía más de lo que había contado al principio, pero no lo suficiente para pagarle al hombre. Dios le dijo, entonces: «Vuélvelo a contar.» Y así lo hi­zo ella y cada vez que contaba, el dinero se multiplicaba hasta que tuvo lo suficiente para pagar.

Otro amigo me contó de otra viuda en Escan­dinavia que sólo tenía una tonelada y media de carbón para calentar su casa, que no era suficiente para pasar el invierno que en esa parte del mundo es crudísimo. Pero Dios le dijo: «Quiero que sólo tú te ocupes del carbón para tu casa durante el resto del invierno.» Ella obedeció. Todos los días, por la mañana y por la noche, bajaba al sótano a llenar su balde y la misma tonelada y media de carbón le duró todo el invierno. Ella nunca vio que el carbón se multiplicara, pero no se le acabó durante todo el invierno.

Aunque muchos de nosotros no hayamos sido testigos de milagros tan obvios, todos hemos experimentado en alguna forma los recursos ilimita­dos de la economía trascendental. Si cada uno de nosotros examina su historia personal, descubrirá que Dios aumentó, de alguna manera milagrosa, lo que teníamos.

Nuestra participación en el milagro

Encontramos un principio común en todas estas historias de multiplicación milagrosa: Dios esperaba que cada persona se involucrara directamente en el proceso de la provisión. La viuda tuvo que cocerle una torta a Elías; otra tuvo que buscar las vasijas. La mujer en Escandinavia tuvo que ocupar­se ella misma del carbón; la mujer en la historia del contratista tuvo que contar su dinero. Cada una participó activamente en el milagro.

Dios nos está diciendo que debemos involucrar­nos en el proceso milagroso que esperamos ver y eso incluye la inversión de nuestro dinero para el uso de Dios. El apóstol Pablo, conociendo el valor pasajero de la riqueza, dice cómo emplearla para algo duradero:

A los que son ricos en este mundo de ahora, enséñales que no sean altaneros, ni pongan su esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, el cual nos da abundantemente todas las cosas para que las disfrutemos. Ensé­ñales que hagan bien, que sea ricos en buenas obras, generosos y prontos a compartir, acumulando para si el tesoro de un buen funda­mento para el futuro, para que puedan echar mano de lo que en verdad es vida (1 Ti. 6: 17- 19. Énfasis del articulista).

Pablo dice que, aunque las riquezas mismas pa­sen inevitablemente, estas pueden ser usadas para un propósito eterno. Si compartimos nuestra riqueza, tenemos el potencial de usar el dinero para acumular tesoro celestial y un fundamento firme.

Dios realmente nos da la oportunidad de usar el dinero para propósitos eternos. ¿Qué mejor uso podríamos darle a nuestra riqueza?

Sembrar para cosechar

Cuando el Señor habla en las Escrituras de dar dinero, casi siempre lo liga a la analogía de sembrar para cosechar y, es lo que creo, quiere que eso ha­gamos en estos tiempos inseguros. En 2 Corintios 9: 6-11 Pablo escribe:

El que siembra escasamente, escasamente también segará; y el que siembra abundante­mente, abundantemente también segará. Que cada uno dé como propuso en su corazón, no de mala gana, ni por obligación, porque Dios ama al dador alegre. Y poderoso es Dios para hacer que toda gracia abunde para vosotros, a fin de que teniendo siempre todo lo suficiente en todo, tengáis abundancia para toda buena obra …

Y el que suministra semilla al sembrador y pan para el alimento, suplirá y multiplicará vuestra semilla para sembrar, y aumentará la siega de vuestra justicia; seréis enriquecidos en todo para toda liberalidad, la cual por medio de nosotros produce acción de gracias a Dios.

Dios da semilla al sembrador; no al acumulador, coleccionador y admirador de la semilla. Dios da semilla a los que la usan. El nos bendice con semi­lla y espera a ver si la sembramos o la acumulamos. Si la amontonamos, él dejará de darla, porque Dios opera a través de canales y no de esponjas.

Jesús enseñó este principio también cuando di­jo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo» [un grano de trigo.] «Pero si muere, produce mucho fruto.» Según la Enciclopedia Británica, se hizo un experimento notable en Inglate­rra para ver cuánto trigo se podía obtener en un corto tiempo de un solo grano de trigo. Se plantó una semilla y cuando produjo tomaron todos los granos y los volvieron a sembrar. Esta cosecha se volvió a tomar y a sembrar de nuevo y al fin de dos años se cosechó el asombroso número de 32. 500 granos de trigo; de un solo grano y en sólo dos años. Dios usa este proceso de sembrar para que haya abundancia aún en tiempos de dificultad económica.

Sembrar en tiempos de hambre

En Génesis 26 leemos la siguiente historia de Isaac: Después hubo hambre en la tierra, además de la primera hambre que hubo en los días de Abraham; y se fue Isaac a Abimelec rey de los filisteos, en Gerar. Y se le apareció Jehová, y le dijo: No desciendas a Egipto; habita en la tierra que yo te diré. Habita como forastero en esta tierra, y estaré contigo, y te bendeciré …

Y sembró Isaac en aquella tierra y cosechó aquel año ciento por uno; y le bendijo Jehová (26:1-3; 12).

Aunque Isaac sembró en tiempos de hambre, cosechó ciento por uno porque el Señor lo bendi­jo. Dios quiere que lo mismo suceda con nosotros, para que el contraste entre nuestra dependencia de él y la dependencia del mundo, en cuanto a los recursos naturales, sea evidente a todos.

Bien es cierto que nuestra nación cruza por una situación económica desesperada; económicamen­te son «tiempos de hambre.» Pero Dios quiere re­cordarnos que no estamos amarrados al sube y ba­ja de la bolsa de valores, de la tasa de inflación o cualquier otro factor medible de nuestra economía. Estamos ligados a la economía trascendental de Dios.

Si entendemos la importancia de sembrar, exa­minaremos la manera en que estamos dando. Debemos sembrar nuestros recursos materiales más allá de nosotros mismos, en necesidades de las que no vamos a recibir algo en pago. Eclesiastés 11 ha­bla de esta clase de siembra:

Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás. Reparte a siete, y aun a ocho; porque no sabes el mal que vendrá sobre la tierra …

El que al viento observa, no sembrará; y el que mira a las nubes, no segará (11 :1-2;4).

Yo diría que el lugar más inseguro para sembrar, el más incierto para producir serían las aguas. Pero la Biblia dice que lo hagamos y hasta nos advierte a no esperar las condiciones ideales. Si queremos sembrar nuestros recursos debemos estar dispues­tos a soltarlos aún en tiempos y circunstancias in­ciertos. Sembrar en tiempos de hambre es confiar en los recursos certeros y sin límites de la econo­mía trascendental.

Sólo hemos aprovechado una pequeña cantidad de los recursos trascendentales porque desconocemos la capacidad ilimitada que Dios tiene para pro­veer por nosotros. Muchas veces le hemos dicho a las personas que no se aventuren mucho en su dar porque no queremos que se hagan daño económicamente. Al hacerlo, les hemos impedido recibir la bendición que inevitablemente sigue al dar.

Nos hemos concentrado en la justicia y la inte­gridad personal y nos hemos preocupado por suplir las necesidades de la iglesia. Pero también hemos consumido demasiado en nosotros mismos y nos hemos comido las semillas que debimos haber sem­brado. Charles Simpson dice que «si consumimos toda la semilla, no habrá qué sembrar.»

Si queremos prosperar en los años difíciles que tenemos por delante, tendremos que sembrar:

«Hay quienes reparten, y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza» (Pr. 11 :24). El miedo a la esca­sez económica nos hace conservar y proteger nuestros recursos. Cuando la única manera de prote­gerlos es sembrándolos. Dios quiere que demos a él nuestros recursos para multiplicarlos y devol­vérnoslos ilimitadamente.

Tabernáculo o ídolo

Cuando Israel salió de Egipto, se trajo los des­pojos de esa tierra y Dios les dio todo lo que necesitaban. Parte de esa riqueza fue la que usaron pa­ra edificar el tabernáculo que los acompañó en el desierto. Pero también usaron el oro para hacerse un becerro. Nosotros también podemos elegir qué construir con nuestro dinero: un tabernáculo o un ídolo. Si hacemos toda nuestra inversión únicamen­te en el tiempo presente, la perderemos tarde o temprano porque las riquezas materiales no son duraderas.

Tenemos la oportunidad de establecer un fun­damento que es eterno. Todo depende dónde sembremos. Dios quiere que sembremos en su econo­mía trascendental y que disfrutemos de ella. Le­vantemos nuestra vista más allá de las circunstan­cias del presente y pongámosla en su propósito eterno y en su reino inconmovible.

Joseph Garlington es graduado de la Uni­versidad de Howard y del Seminario Bíbli­co Washington en Washington, D.C., E.U A. Ha pastoreado congregaciones en Wash­ington y en Pittsburg, Penn. y, reciente­mente, en Mobile, Alabama, donde reside con su esposa Bárbara y sus tres hijos. Jo­seph es vocalista reconocido y un confe­renciante internacional.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº2 agosto- 1983.