Por Hugo Zelaya

La cultura, en su significado más amplio, incluye todos los as­pectos materiales y espirituales que distinguen a un pueblo de los demás. Lo interesante de una cul­tura es que toda la diversidad de elementos que la constituyen se ordenan y se relacionan de una manera interdependiente y for­man una estructura peculiar a ese orden. La cultura es la que moldea al individuo con sus rasgos carac­terísticos y particulares. Las cul­turas cambian cuando el proceso se invierte y es el individuo quien ejerce su influencia sobre la sociedad.

A veces me parece que cuando se dice que Dios ha propuesto establecer su Reino en la tierra, comprendemos muy poco las implicaciones de esta declaración. Veamos algo de lo que eso signi­fica, además de lo que se dirá en los próximos artículos.

Una comunidad comprometi­da dentro del Reino de Dios está formada por el cuerpo de personas que han sido redimidas de su propia cultura para tener comu­nión con Dios a través de las pro­visiones hechas en el Nuevo Pac­to. Y también para formar una contracul­tura que se distinga de todas las demás. Más que «aceptar a Cris­to,» el individuo redimido acepta las condiciones del Pacto y se compromete a cumplir con sus requisitos que incluyen la extensión de esta cultura en toda la tierra.

Las condiciones del Pacto no sólo establecen la relación de la persona con Dios, también defi­nen su relación con la comunidad redimida y dan lugar a un orden social que refleja la sabiduría y la justicia divinas. Debe quedar bien claro, que la base de este compro­miso con la comunidad redimida, no es un arreglo al que se llega por común acuerdo entre indivi­duos o mediante el desarrollo de reglas convenidas por una jerar­quía para mantener su propia hegemonía. La cultura del Reino está fundamentada en la Ley o condiciones estipuladas en el Nue­vo Pacto y, si se quiere ir más profundo, en la misma naturaleza de Dios.

Dios revela su naturaleza por medio de su creación, de su Pala­bra, de su Hijo Jesucristo y de su Espíritu Santo impartido en las vidas de las personas que compo­nen la comunidad redimida.

La justicia y el orden social es­tán en el corazón de la cultura del Reino. Jesús sentó las prioridades del individuo con respecto al manejo de la vida cuando dijo:

«Buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia … »

La justicia no se puede enten­der sin el reconocimiento de los elementos que integran esta cultura: comunidad, sociedad, culto, gobierno, nación y otros. La jus­ticia está siempre en relación di­recta con el resto de la comuni­dad; su consideración es la otra persona. Buscar el Reino de Dios y su justicia es cuidar de los po­bres, los huérfanos, las viudas y llevarse bien con los otros en la sociedad. Cuando la comunidad redimida se olvida de esto, termi­na apartándose de Dios.

La justicia y el orden social no pertenecen al revolucionario. Son parte de nuestra cultura cristiana que hemos aceptado juntamente con nuestra redención. La tarea de la Iglesia no es la de quitar y poner a gobiernos. Esa prerroga­tiva le pertenece a Dios. Como creador de toda vida y materia, él mantiene sus derechos absolutos.

La Iglesia tampoco debe hacer alianzas con otros gobiernos o culturas, porque eso compromete y desvía las lealtades y los recur­sos de sus miembros que han sido destinados a dar expresión a la naturaleza de Dios. El asunto se complica aún más cuando el Esta­do establece una religión oficial y la involucra en su sistema de go­bierno. Cuando ha sido una dic­tadura, por ejemplo, la iglesia ha aparecido aliada con un régimen opresivo.

La comunidad redimida no de­be dejarse influenciar por otras culturas por más bondadosas que aparenten ser. Si no se origi­nan en Dios, no tienen nada que puedan contribuir. Dios no tiene dos, tres o más culturas; sólo hay una, la cultura del Reino: hombres nuevos en un orden nuevo.

Pongamos las cosas en su lugar. La historia, la tierra y la creación entera son los que esperan la ma­nifestación de los hijos de Dios con la ley y la justicia escritas en sus corazones.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 3 octubre 1983.