Por Carter Foster

Hace unos años, hice un viaje con mi familia a Lexington, Kentucky. Situadas entre hermosos pastizales verdes estaban las haciendas donde se reproducían, se criaban y se cuidaban los famosos caballos ganadores del Kentucky Derby.

Visitamos algunos de los establos donde es­taban los grandes campeones y conversamos con uno de los hombres que los entrenaba y cuidaba. Nos dijo que se pagaba mucho por aparear con estos sementales. Si son campeones del Derby de Kentucky la tarifa es de dos mil a tres mil dóla­res. Pero si engendran a un ganador del Derby, la tarifa sube a cuarenta o cincuenta mil dólares. El caballo más valioso no es sólo el que gana sino el que reproduce también a un ganador. Estos cam­peones nos presentan una parábola de la importan­cia de producir una descendencia capaz de ganar la carrera.

Dios nos está hablando con respecto a impartir nuestro legado a nuestros hijos y un elemento esencial es el compañerismo. Crecemos por medio de la vida que Dios nos imparte, a través uno del otro, y llamamos a este fluir de vida «compañeris­mo.» El compañerismo es el palpitar en las vidas del pueblo comprometido en un pacto con Dios. Ninguno de nosotros está completo en el aisla­miento. Más bien, nos completamos cuando tene­mos compañerismo el uno con el otro. Y tal vez la comunión vital que podamos experimentar es la que viene como familia, en un fluir de vida en­tre padres e hijos.

No estamos completos hasta que nuestras fami­lias lo estén. El amor que viene de Dios, cuando llega a ser parte de nosotros, provoca el deseo de impartirlo a otros y especialmente a nuestros hijos. Pero hay temores dentro de nosotros que obstru­yen la impartición de nuestro amor y de nuestro legado. El enemigo sabe lo importante que es para el pueblo de Dios este compromiso; por eso quiere estorbarlo y ahogar el fluir de vida con el temor. El Salmo 127 que habla sobre cómo edificar la casa, concluye diciendo que los hijos de un hombre nacidos en su juventud son como flechas en su aljaba y que feliz es quien tiene su aljaba llena de ellos. Pero a veces pareciera que el hombre que tiene una casa llena, tiembla. Enfrentamos muchos temores cuando intentamos impartir nuestro legado a nuestros hijos, pero debemos hacerle frente y vencerlos.

En Isaías 58: 12 leemos lo siguiente:

Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levanta­rás, y serás llamado reparador de portillos, res­taurador de calzadas para habitar.

Hemos sido llamados a reparar los portillos en las relaciones familiares. Los temores que nos im­pidan hacerlo deben ser expuestos a la luz de la realidad. En San Antonio cae muy a menudo una neblina matutina que se queda hasta las nueve o diez de la mañana. Pero cuando el sol comienza a brillar, despeja la niebla. Dios nos ayudará a des­pejar los temores que el enemigo usa para empañar nuestra visión. Con su ayuda podemos enfrentar estos temores y rechazar las mentiras del enemigo en las que se basa para restringir nuestro compañe­rismo familiar y para obstruir la impartición de nuestro legado.

Temores

¿Cuáles son los temores que impiden que un padre y una madre compartan su vida y tengan compañerismo con sus hijos? Uno de ellos es la creencia de que no tenemos nada que enseñar a nuestros hijos. Sin embargo, la verdad es que hay un sinnúmero de cosas que las Escrituras dicen que los hijos necesitan aprender y nosotros ya he­mos pasado por esas experiencias y podemos ense­ñarlas a ellos. Por ejemplo, Deuteronomio capítulo 6 dice:

Para que temas a Jehová tu Dios, guardando todos sus estatutos y sus mandamientos que yo te mando, tú, tu hijo, y el hijo de tu hijo, todos los días de tu vida, para que tus días sean prolongados. Oye, pues, oh Israel, y cuida de ponerlos por obra, para que te vaya bien en la tierra que fluye leche y miel, y os multipliquéis, como te ha dicho Jehová el Dios de tus padres (vs.2-3).

Sólo en este pasaje encontramos varias cosas que tenemos que enseñar a nuestros hijos: temer a Dios y oírlo, por ejemplo. El meollo del asunto, sin embargo, es que debemos entrenar a nuestros hijos en todo lo que ya sabemos hacer nosotros.

En el pasado tuve maestros que aparentemente trataron de enseñarme de la manera más compli­cada posible. Tomaban las verdades más sencillas y cuando más complicadas las hacían, más profun­das se creían. Pero la verdad es todo lo opuesto. Si un hombre realmente sabe y puede explicar una verdad con sencillez a sus hijos, tiene profundidad en el conocimiento de Dios.

Debemos de tomar las cosas que Dios nos está hablando e interpretarlas para que nuestros hijos las entiendan, aunque tengan cinco años. Tenemos muchas herramientas a nuestra disposición, la más obvia de las cuales es la literatura. Dios nos ha provisto con abundancia de material útil para que leamos juntos. Hay varios libros buenos con histo­rias bíblicas, o podemos leerlas directamente de la Biblia si lo preferimos. El libro de Proverbios es especialmente bueno para el estudio familiar. Se puede leer un capítulo por día según la fecha del mes que sea. Luego, pregunte a cada miembro de la familia cuál versículo le impresionó más. Nues­tra discusión a menudo dura hasta una hora. Ade­más de la Biblia, si estamos leyendo otro libro o material que sea significativo para nosotros; ¿por qué no pensar que lo sea también para nuestros hijos? Debemos de compartirlo con ellos. También hemos tomado mensajes grabados en cintas y las hemos escuchado juntos como familia.

Un almacén de vida

Además de la literatura que hay, tenemos una fuente que es la de nuestras propias experiencias. Dios ha llenado nuestro almacén de vida y nece­sitamos compartirlo con nuestros hijos. Pienso que las situaciones de la vida son el mejor maestro. Por lo regular, después de la cena nos quedamos para conversar. Cuando me acerco a la mesa, mi primer pensamiento es: ¿qué sucedió hoy -en el trabajo tal vez- que quiera compartir con mis hijos? ¿Hay alguna cosa por la que hemos pasado juntos o que mi esposa y yo hemos experimenta­do que tenga vida para compartir?

Si hay algún acontecimiento específico, conver­samos de la experiencia primero y sólo después usamos la literatura como recurso de enseñanza. Queremos que la vida que está fluyendo por nuestras venas espirituales sea impartida a nuestros hijos. Por ejemplo, el último sermón que oímos pudo habernos tocado significativamente. Eso sig­nifica que está lleno de vida para compartir y es de suma importancia que tomemos, aunque sea un solo punto del mensaje para explicarlo y aplicarlo personalmente.

Una de las preguntas más frecuentes en nuestra casa es esta: ¿Qué te está diciendo Dios? Siempre oímos con alegría lo que cada miembro de nuestra familia -desde el menor hasta el mayor-, está reci­biendo de Dios.

La solución de los problemas es una manera excelente para enseñar a nuestros hijos en las si­tuaciones de la vida, porque todo problema requie­re una solución justa. Cuando nosotros los padres podemos enseñar a nuestros hijos que los proble­mas nos deben de retar en vez de derrotar, algo significativo les es impartido. La solución a los problemas nos da una oportunidad de compartir lo que nosotros creemos y hemos aprendido por medio de la obediencia a Dios. Hablamos sobre las áreas de nuestras vidas en las que estamos caminando por fe como respuesta al trato de Dios y lo que estamos comprendiendo como resultado de nuestra obediencia.

Una de las cosas que nuestra familia ha disfru­tado más en los últimos dos años es el relato de nuestro peregrinaje con Dios, incluyendo la mane­ra en que cada uno de nosotros encontró al Señor. Habíamos asumido que nuestros hijos conocían nuestro peregrinaje espiritual simplemente porque habían crecido en el hogar. Pero cuando comenza­mos a hablar de nuestro pasado, nos dimos cuenta que ellos eran muy pequeños cuando algunas de esas cosas sucedieron. La familia ha disfrutado tan­to de esto que la respuesta más frecuente a mi pregunta de lo que les gustaría compartir después de la cena es: «Hablemos de nuestra historia.»

Hace como un año, uno de mis hijos vino y me hizo esta pregunta: «Papá, ¿dejaron ya de escribir la Biblia?» Yo respondí: «Claro, desde hace mucho tiempo. Ese fue un tiempo de revelación especial.» A lo que comentó mi hijo: «Bueno, preguntaba porque tenía la esperanza de que algún día se es­cribieran en la Biblia las cosas que nos han sucedi­do.» Se había dado cuenta del significado de nues­tra propia experiencia personal con Dios y que Dios estaba obrando hoy igual que en los días cuando la Biblia fue escrita. De esta manera es que debemos de compartir nuestras experiencias con nuestros hijos para que lleguen a tener una perspec­tiva, un fundamento y una visión del futuro.

Si estamos alerta, podemos enseñar a nuestros hijos usando material de diversas fuentes, como el menos improbable de las noticias vespertinas. Por ejemplo, recientemente un comentarista dijo que el presidente había demostrado que no era sólo un actor con una sonrisa bonita, pero que detrás de ella tenía dientes. Nuestra familia pasó un buen rato en la cena discutiendo esa observación.

Este uso de la televisión enseñará a nuestros hijos a tener discernimiento para no aceptar con simpleza todo lo que vean u oigan sin meditar en ello. Necesitan ese discernimiento y la discusión después de la cena es buen tiempo para desarrollar­lo. No permitamos que se diga de nosotros que no tenemos nada que enseñar a nuestros hijos. Dios nos ha dado una abundancia de experiencias en la vida y así también debemos compartirlas con nuestra descendencia.

El temor de la incapacidad

Otro de los temores que enfrentamos como pa­dres es el de la incapacidad. El enemigo nos dirá que no estamos entrenados para ser buenos padres y el temor de fracasar nos confrontará. Se nos ha hecho creer que para tratar con los adolescentes necesitamos tener por lo menos una maestría en psicología, y si no, que necesitamos a un experto para que nos ayude. Pero esa es otra mentira del enemigo.

Pablo escribió  sus hijos espirituales en Corinto estas palabras que nosotros podríamos escribir a nuestros propios hijos. En 2 Corintios 3:2-5 dice:

Vosotros sois nuestra carta, escrita en nues­tro corazón, conocida y leída por todos los hombres, siendo manifiesto que sois una carta de Cristo ejecutada por nosotros, no escrita con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivien­te, no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones humanos.

Y esa confianza tenemos hacia Dios por medio de Cristo: no que seamos suficientes en nosotros mismos para pensar que cosa alguna procede de nosotros, sino que nuestra suficien­cia es de Dios.

Dios nos ha llamado a ser padres; Dios ha llama­do a los padres a guiar a la familia; y el Dios que nos ha llamado nos capacitará. No necesitamos a los expertos; Dios nos ha llamado a ser expertos. El enemigo quiere minar nuestra confianza, pero si somos obedientes a nuestro llamamiento como padres, nuestra confianza crecerá.

A veces surgen preguntas en nuestras mentes con respecto a si estamos o no autorizados para guiar a nuestros hijos. Tenemos que tener comple­ta claridad en este asunto: no hay cabida para du­dar de nuestra autorización en nuestros hogares. Estamos autorizados por Dios para guiar a nuestros hijos y a quien Dios autoriza también capacita.

Otro aspecto en nuestro temor de incapacidad es que pensamos que tenemos que decir siempre algo nuevo cuando enseñamos. Tal vez es porque estamos acostumbrados a oír a maestros de la Bi­blia que parecen traer siempre algo «nuevo» y sentimos que no podemos hacer lo mismo. Pero esta idea es otro de los temores plantados allí por el enemigo. Cualquier cosa que sea importante para nosotros o que contribuya significativamente a nuestras vidas debe ser impartido a nuestros hijos, sea «nuevo» o no.

Otro temor es la falta de tiempo para en­señar a nuestros hijos. Pensamos que estamos demasiado ocupados para hacerlo y nos convencemos que necesitaríamos de seis a ocho horas a la semana para preparar algo qué enseñar a nuestros hijos. Pero Deuteronomio capítulo 6 nos dice que les enseñemos durante el curso natural del tiempo: cuando nos sentemos a la mesa, cuando nos levan­temos por la mañana, cuando nos acostemos por la noche. Realmente que no necesitaremos una cantidad enorme de tiempo; sólo un poco de tiem­po de calidad. Si sólo usáramos los tiempos men­cionados en Deuteronomio impartiríamos gran fuerza a nuestros hijos. Muchos nos sentimos cul­pables porque nuestros horarios no nos han per­mitido ser fieles en un tiempo regular de compa­ñerismo familiar. Yo, por ejemplo, tengo que viajar mucho. Pero creo que Dios quiere que hagamos buen uso del tiempo con el que disponemos.

Otro temor es que el tiempo de enseñanza se vuelva un trabajo penoso. El enemigo tratará de convencernos que si comenzamos a enseñar a nuestra familia, que los niños pensarán inmediata­mente en la escuela y que les disgustará ese tiempo. De allí provienen nuestras dudas: ¿Por qué ense­ñarles en la casa? Ya tienen suficiente de la escue­la todos los días. Más sería una tortura para ellos.

Mucho depende de nuestra propia actitud. Una vez alguien contó una historia de tres hombres que estaban pegando ladrillos. El primero dijo: «Sólo estoy pegando ladrillos.»

El segundo dijo: «Estoy levantando una pared.»

El tercero dijo: «Estoy edificando una gran catedral.»

Cada uno hacía el mismo trabajo, pero con una perspectiva diferente de su importancia. Nuestra actitud hace la diferencia. Si nosotros vemos nuestro tiempo de enseñanza como aburrido o como penoso será eso precisamente para nuestros hijos. Si lo hacemos con estimulación y alegría pensando que estamos edificando una nación de hombres y mujeres de pacto y porque Dios nos ha llamado a impartir la vida que él nos ha dado, entonces cumplirá con las intenciones de Dios.

Aún cuando enseñar a nuestros hijos fuese pe­noso, necesitamos hacerlo en obediencia a Dios. Pero no es así; la vida se siente cuando lo hacemos. Si usted y su esposa disfrutan de la vida que fluye durante los tiempos de compañerismo con otros cristianos, ¿por qué no debieran disfrutar los hijos de nuestro compañerismo también? El enemigo dirá que están muy pequeños para beneficiarse, pero esa es otra mentira.

Cuando sintamos que los tiempos de enseñanza para la familia se vuelven pesados, recordemos el lema de un hombre que leí recientemente: «Visión sin una tarea es fantasía; tarea sin visión es una carga pesada; visión con tarea es la esperanza del mundo.» Debemos aprender a compartir nuestra vida con nuestros hijos de una manera que les co­munique nuestra visión de Dios, aplicándola en una forma práctica a sus vidas en el hogar, la es­cuela y la comunidad. Si compartimos la visión, nuestros ratos de enseñanza no serán una carga pesada; al contrario, serán emocionantes.

Les insto a que busquen tiempo para compartir con la fami­lia. Dondequiera que estén y cualquier cosa que estén haciendo conviértanlo en un tiempo de expan­sión y de compañerismo familiar. Por ejemplo, muchas veces el tiempo que ocupamos para viajar en el automóvil, se convierte en un rato para can­tar juntos. Casi en cualquier parte se pueden tener estos ratos. Todo lo que necesita es abrir la com­puerta y dejar que el río de vida fluya en la familia.

Confianza en Dios

Tal vez la mejor forma de enfrentar al enemigo es identificando nuestros temores y trayéndolos a la luz. El peor de los temores que tenemos los pa­dres es, «qué si perdemos a uno de nuestros hijos.» Tememos que alguno de nuestros hijos se aparte de Dios y se vaya por su camino. Podría suceder­nos a nosotros; de hecho ha pasado lo suficiente a padres cristianos. Pero a pesar de esta terrible po­sibilidad, debemos determinar seguir adelante con

el Señor en obediencia a El. Aún cuando todos nuestros hijos se apartaren, debemos hacer y ser lo que Dios quiere. Como los hombres en el libro de Daniel que fueron amenazados con el horno de fuego ardiendo si no se apartaban de Dios, nosotros debemos decir: «Dios puede librarnos; pero si no, no nos postraremos.»

Creemos que Dios librará a nuestros hijos y los llevará juntamente con nosotros a su reino para que ellos hagan mayores y mejores cosas. Pero si no lo hace, no nos doblegaremos. No nos acobar­daremos ante las amenazas del enemigo. No su­cumbiremos al espíritu seductor de este siglo. Per­maneceremos en la confianza del llamamiento de Dios, sabiendo que nuestros fracasos fertilizarán el futuro.

La senda en que estamos es buena. Debemos comunicar esa verdad a nuestros hijos. La confian­za se edifica en la familia; ha sido a través de obser­var a las familias cristianas que han entrenado a sus hijos que he ganado confianza en el Señor.

Esta promesa la encontramos en el Salmo 78: 5-7:

El estableció testimonio en Jacob, y puso ley en Israel, la cual mandó a nuestros padres que la notificasen a sus hijos; para que lo sepa la generación venidera, y los hijos que nacerán; y los que se levantarán lo cuenten a sus hijos, a fin de que pongan en Dios su confianza, y no se olviden de las obras de Dios; que guarden sus mandamientos.

Debemos depositar nuestra confianza en Dios. El nos ha traído a una nueva manera de vivir y es buena. Nosotros, padres, somos autorizados por Dios y capacitados por él. Podemos decir confia­damente al Señor que «los hijos de tus siervos habitarán seguros, y su descendencia será estable­cida delante de ti.» (Sal. 102:28).

Nuestra meta es llegar a ser un pueblo goberna­do por Dios, que discipule a las naciones. Si Dios fue capaz de tomarnos en medio camino de la vida para hacernos líderes que discipulen a las nacio­nes, ¿qué no podrá hacer él con toda una genera­ción entrenada en sus caminos? ¿Qué hará con una generación que ha recibido vida de sus padres desde que nacieron hasta que maduraron? Tenemos por delante la oportunidad de saberlo.

Carter Foster se graduó de la Universidad Shorter en Rome, Georgia, E. U. y del Seminario Teológico Bautista del Sur en Louisville, Kentucky, Después de servir en el pastorado por quince años en Louisville, Carter se trasladó a San Antonio, Texas, donde es el pas­tor coordinador del San Antonio Fellowship. Car­ter y su esposa Ann tienen tres hijas y dos hijos.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 4 nº 11 febrero -1983