Por Larry Peabody

¿Asigna Dios a su pueblo a empleos ordinarios como su pri­mera elección para sus vidas? Dos ideas comunes, pero equivocadas, hacen que este concepto sea muy difícil de aceptar por muchos cristianos. Una de ellas sostiene que la persona necesita tener un «llamamiento» dramático para que su trabajo pueda ser usado por Dios. La segunda es que, al mundo, por su inmundicia, de­biera pasarle de lejos cuando fue­re posible.

La mayoría de nosotros he­mos sido creyentes por algún tiempo conocemos el término «llamamiento». Pablo fue llama­do para ser apóstol (Rom. 1: 1 ; 1 Cor. 1: 1). Hemos oído a misioneros contar de sus propios «caminos de Damasco» en los que Dios les llamó para ir al extranjero como misioneros. A los pastores les gusta narrar con fre­cuencia las circunstancias que los llevaron a sus ministerios.

Pero, es raro que un típico cristiano diga que haya sido llamado por Dios para ejercer su presente ocupación. Así pues, asumimos fácilmente que los que están en la obra del evangelio son los que han sido llamados, mien­tras que los, que tienen un em­pleo común, no. Pero esta separa­ción del pueblo de Dios en gru­pos de los que «pertenecen» y de los que «no» al servicio de Dios, continúa perpetuando nuestra vi­sión doble. Además, divide la vi­da en segmentos seculares y sa­grados. Sugiere que los «llama­dos» son de gran utilidad para Dios, mientras que todos los de­más son de provecho únicamente parte del tiempo y de una mane­ra fragmentada. Para algunos, la falta de un llamamiento a la obra del evangelio es sólo evidencia de que la persona no estaba escu­chando a Dios. No obstante, esta idea necesita ser probada y exa­minada bajo la luz de las Escritu­ras.  

Daniel fue un hombre «muy amado» de Dios (Dan, 9:23, 10: 11, 19), a través de quien Dios reveló gran parte de su plan futu­ro para su pueblo. Sin embargo, la Biblia no nos relata ningún llamamiento dramático que pu­diera compararse con el de Pablo el apóstol. No hubo ninguna luz cegadora que derribase a Daniel, ni voz de trueno que descendiera del cielo para decirle que fuera a Babilonia. Daniel y sus amigos no emigraron a ese lugar porque vie­ran allí una gran necesidad espiri­tual. No, Daniel, Ananías, Misael, y Azarías, fueron «víctimas» de las circunstancias.

Nabucodonosor, rey del gran­ imperio de Babilonia, vino a Jeru­salén en el tercer año del reinado de Joacim, rey de Judá, y la sitió, La ciudad cayó y Nabucodono­sor se llevó a muchos de sus ciudadanos, inclusive a algunos jóve­nes judíos inteligentes y bien pa­recidos para que sirvieran en su corte real. Así fue cómo Daniel y sus amigos, en compañía de otros exilados, fueron deportados a Babilonia,

Desde un punto de vista de apariencias naturales, esta trans­ferencia de Jerusalén a Babilonia era la cosa más remota a un lla­mamiento de Dios. Había muy poco parecido externo a la expe­riencia de Jeremías cuando el Se­ñor le dijo: «Antes que te forma­se en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones» (Jer. 1: 5). Qué fácilmente diría un exilado judío: «Si sólo hubiese sido llamado como Jeremías. Dios le ha permitido quedarse en Jerusalén, mientras yo parto para Babilonia, uno de los lugares más corrompidos de la tierra. No hay mucho que pueda hacer por Dios en este lugar».

Pero si algún judío no sentía el llamamiento de Dios era porque estaba viendo con los ojos de la carne y no con los de la fe. ¿Quién llevó a estos exilados a Babilonia? ¿Había estado Nabucodonosor detrás de todo? «Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de la cautividad que hice transportar de Jerusalén a Babilonia … (Jer. 29:4). Nabucodonosor fue sola­mente un instrumento, una he­rramienta conveniente. Dios mis­mo había llamado a estos judíos a Babilonia. Daniel, el «muy amado» de Dios, también iba con lo peor de los judíos.

El llamamiento dramático de Pablo y Jeremías fueron sagrados y preciosos, no porque fueran dramáticos, sino porque vinieron de Dios. El mismo Dios llevó a Babilonia a los exilados. ¿Era entonces el suyo menos que un llamamiento? Y puesto que su lugar en la vida había sido traza­do también por Dios, ¿era menos sagrado o precioso?

Nuestro Dios, de variedad infi­nita, usa muchos medios para ubicar a su pueblo. Algunos de los métodos que usa nos parecen dramáticos y otros comunes. Algunos los usa todos los días, otros raramente. El llamamiento del cristiano típico que trabaja en el campo, la fábrica, o la ofi­cina, pudiese, como el de Daniel, venir más en el desarrollo de las circunstancias que por medio de una experiencia espectacular. Ante los ojos de la carne, pare­ciera que la ocupación de uno se puede explicar en términos natu­rales de causa y efecto. Sin em­bargo, las Escrituras nos aseguran que Dios es quien hace que las circunstancias ayuden a bien en las vidas de los que le aman.

Los que amamos a Dios estamos ubi­cados, no de acuerdo a un diseño humano, ni sólo como resultado de nuestro propio esfuerzo para arreglar las circunstancias, sino como el resultado de la opera­ción de Dios. Dios nos llama «conforme a su propósito», no el nuestro. Talvez nunca lleguemos a entender porqué Dios haya puesto a algún cristiano en parti­cular en tal o cual posición u ocupación. Pero los pensamien­tos de Dios no son los nuestros, ni nuestros caminos los suyos.

Según el pensamiento humano no parece lógico llamar a un cris­tiano a una vida santa y después ponerlo en un ambiente profano. «La política no es lugar para un cristiano,» dicen algunos. «Es un juego demasiado sucio».

Esta declaración refleja una opinión del mundo que es común entre el pueblo de Dios. Y, según este punto de vista, porque el mundo es tan sucio, debiera ser rehuido, tanto como fuere posi­ble. Algunas ocupaciones legíti­mas se ven tan desesperadamente corruptas que son evitadas a todo costo. El caso es que casi cual­quier trabajo en el mundo apare­cería manchado. El nombre de Dios, si se menciona del todo, es a menudo para tomarlo en vano. Los compañeros de trabajo beben demasiado en las fiestas de la oficina. Cuentan chistes obscenos y muestran dibujos crudos.

El fraude y la mentira son comu­nes. Las mujeres se visten para tentar la carne. Los chismes corren desenfrenados y las hostili­dades arraigadas son cubiertas por sonrisas falsas. El egoísmo, la ambición y el amor al dinero es­polean a los hombres a arrebatar y a arañarse para alcanzar la ci­ma. Todo esto y mucho más se puede encontrar en un típico lu­gar de trabajo. Gálatas 5: 19-21, con su retrato de la carne en acción, representa fielmente las condiciones en un taller o en una oficina.

Por otro lado, se espera de la gente en organizaciones cristia­nas, iglesias y juntas misioneras que vivan por encima de todo es­to. Cuando se trabaja hombro a hombro con otros cristianos pa­reciera ser tan limpio en compa­ración con un ambiente munda­no. Pasar de un trabajo ordinario a una organización cristiana pu­diera parecer como salir de una mina de carbón a una sala de operaciones. Por lo tanto, de acuerdo a este punto de vista, es preferible entrar a alguna forma de trabajo religioso. ¿No dice acaso, la Biblia que «la religión pura e incontaminada es … guar­darse sin mancha del mundo» (Stg. 1 :27)? Sin embargo, es pre­cisamente esta perspectiva la que indujo a los que tenían inclina­ciones espirituales a entrar en monasterios.

El plan de Dios no es que el cristiano escape del mundo. Nuestra responsabilidad no es huir del mundo, sino conquistar­lo. El mundo no es algo que hay que evitar, es nuestra asignación. Las Escrituras hablan con clari­dad sobre este punto. Jesús oró por sus seguidores de esta mane­ra: «No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del malo» (Juan 17: 15). Pablo, en una carta anterior a la iglesia en Corinto, les escribió diciendo que no se asociaran con gente que pa­sando por cristianos vivían en in­moralidad.

Después tuvo que aclararles el significado porque aparentemente algunos pensaban que tenían que apartarse de los no cristianos. Su explicación fue la siguiente: «En mi carta os es­cribí que no anduvierais en com­pañía de personas inmorales, no me refería a la gente inmoral de este mundo, ni a los avaros y es­tafadores, ni a los idólatras, por­que entonces tendríais que salir del mundo» (1 Cor. 5:9,10). Es obvio, que salirse del mundo no era la idea de Pablo para conquis­tarlo.

Nuestro patrón ha sido esta­blecido. Cuando Dios el Padre preparó un cuerpo para Jesús, Su Hijo, lo envió al mundo. Hoy, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo en la tierra. Este Cuerpo, como el otro, es enviado al mundo. No a un lugar seguro, protegido y san­to, sino a un mundo degenerado. Nuestro mundo del siglo veinte es muy complejo. Incluye mu­chos «mundos». Hablamos del mundo de las finanzas, del auto­movilismo, del gobierno, de los negocios, etc.

El llamamiento pa­ra ir al mundo de hoy tiene que incluir a todos los componentes de este complicado planeta. Al­gunos parecerán demasiado con­taminados para ser habitados por los cristianos, pero no debemos ser derrotistas. «No seáis venci­dos por el mal, sino venced con el bien el mal» (Rom. 12:21). Jesús venció al mundo (Juan 16: 33), y espera que nosotros haga­mos igual. «Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mun­do; y esta es la victoria que ha vencido al mundo; nuestra fe. Y ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:4,5).

Daniel venció al mundo aun en Babilonia. Había muy poco que atrayese a Daniel en ese lugar. El menú real era contaminante (Da­niel 1: 8). A su alrededor había un gran número de magos, astrólogos y hechiceros (2:2), cuyas acciones estaban estrictamente prohibidas por la ley de Dios  (Deut. 18:10-12). Sus compañe­ros de trabajo eran traicioneros (6:4-9), dados a la embriaguez y a la idolatría (5: 1-4). Entre los supervisores de Daniel se podían contar: grandes miedosos (1: 10), extremadamente vanidosos (4: 30), e increíblemente crédulos (6:6-9). Babilonia no era ningún paraíso para este devoto judío que anhelaba servir a Dios con todo su corazón.

Sin embargo, a ese lugar que perseguía grandeza carnal en lu­gar de santidad fue llamado Da­niel.  Sus ocupaciones lo llevaron hasta la política. Pero Daniel per­maneció sin mancha en medio de la suciedad moral que le rodeaba. Venció al mundo, no porque se retirara a un ambiente puro: lo hizo mientras trabajaba en lo más denso de la corrupción. (Si bien su trabajo lo llevó a tener contacto con la corrupción, el empleo mismo era legítimo. Hay, por supuesto, ciertas ocupacio­nes que están fuera de límites para los cristianos. Nuestros tra­bajos y sus metas no deben con­tradecir los principios básicos que Dios ha dado).

La separación del mundo la hizo Daniel en su corazón. No fue un aislamiento físico para evitar las influencias mundanas. Muchos años antes, el profeta Isaías había escrito: «Salid de Babilonia, huid de entre los cal­deos» (Is. 48:20). Daniel no intentó salirse físicamente de Ba­bilonia, pero en su espíritu obe­deció la palabra del Señor. Las Escrituras dicen que «Daniel pro­puso en su corazón no contami­narse con la porción de la comi­da del rey, ni con el vino que él bebía; pidió por tanto, al jefe de los eunucos que no se le obligase a contaminarse (Dan. 1: 8). La determinación fue hecha en el corazón. Por su fe en Dios venció con el bien al mal, aunque su in­volucramiento con el mundo en su trabajo, fue total.

La Babilonia del mundo mo­derno está tan corrompida como la de Daniel. El hombre moderno todavía persigue la grandeza y el desplazamiento externo del po­der sin importarle la santidad. Todavía hay grandes oportunida­des de satisfacer los deseos de la carne. Pero para aquellos que ven su carne crucificada con Cristo, estas oportunidades son más bien tropiezos, y no atracciones.

¿Qué, entonces, motivaría a un hombre espiritual a tomar un empleo dentro de este sistema corrupto? Una orden de su Rey. Esto es suficiente. Y allí precisa­mente, en la motivación del corazón, es que la separación del mundo comienza. Pregunte al hombre del mundo la razón por qué trabaja. Unos dirán por dine­ro. Otros por prestigio, que el trabajo es un trampolín a posiciones cada vez más altas y de mayor influencia. Hasta se puede encontrar a personas que traba­jan con esfuerzo y dedicación pa­ra construir una sociedad mejor, para remediar algún mal social, o para aliviar algún sufrimiento hu­mano. Examine estas respuestas detenidamente; en cada una de las motivaciones centradas en el mundo, encontrará el sabor a Ba­bilonia.

¿Qué debiera mover a un hom­bre de Dios a ir día tras día a su trabajo? ¿Dinero, fama, un inten­to de construir un paraíso en la tierra? Jesús dio la respuesta con claridad: «Buscad primero su (de Dios) reino, y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas» (Mt. 6:33). En nuestro trabajo, como en todas las otras áreas de la vida, debemos servir para el placer del Rey y no para el nuestro. Nuestro Rey tiene un proble­ma en este planeta.

Aunque su voluntad se hace en los cielos, muy rara vez sucede en la tierra. El está reclutando a hombres y mujeres que permitan que su voluntad justa les gobierne mientras vivan y trabajen en la tierra. Cuando los encuentra, el Rey los ubica estratégicamente aquí y allá a través del mundo entero y de acuerdo a su propio plan.

Babilonia y todo lo que ella re­presenta es abominable ante los ojos de Dios (Apoc. 17: 4,5). Sin embargo, él se ha atrevido a en­viar a sus escogidos en medio de toda esta impureza. Increíble como pudiese parecer a la lógica humana, Dios asigna a la mayoría de su pueblo a trabajos ordina­rios como la elección primordial para sus vidas. Una de las razones por las cuales Pablo se ocupaba en un oficio era «para ofrecernos como modelo a vosotros, a fin de que imitéis nuestro ejemplo» (2 Tes. 3:9).

Cada uno de nosotros debe de­pender del Espíritu Santo para discernir el llamamiento personal de Dios. Si Dios quiere que usted se ocupe por entero en alguna forma de trabajo en el evangelio, obedézcalo. Si su llamamiento es a un trabajo ordinario, obedézca­lo con la misma intensidad de co­razón. El hecho de estar dedica­do a la obra del evangelio no es ningún indicador del nivel de compromiso con Cristo. Dios aparta a algunos para la obra del evangelio, y a otros para que lleven fruto en vocaciones ordina­rias.

Para aquellos de nosotros que hayamos estado turbados con el sentimiento que nuestros traba­jos cotidianos no son dignos del reino de Dios, la vida de Daniel nos ofrecerá un gran aliento. El trabajo de Daniel en el gobierno se produjo como consecuencia de las circunstancias. Sin embargo, no intentó superar su posición ante Dios con un trabajo más es­piritual. Daniel nunca leyó la carta de Pablo a los corintios, sin embargo, su conducta fue consis­tente con el mandamiento «se­gún el Señor ha asignado a cada uno – según Dios le llamó – así an­de «. (1 Cor. 7: 17).

La misión para Daniel fue Ba­bilonia. Y allí permaneció. 

Reproducido con permiso de Secular Work Is Full-Time Service por Larry Peabody, Christian Literature Crusade, Inc. Ft. Washington, Pa.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo Vol. 4 nº 1 -junio 1981