Por Monte E. Wilson

Fui criado en una iglesia fundamentalis­ta donde constantemente se hacía un verdadero énfasis evangelístico. Todos los años se nos enseñaba cursos de cómo compartir el evangelio de Cristo con un mundo perdido. Asistí a estos estudios y logré aprender bastante, pero no podía compartir con nadie el hecho de que era cristiano y mucho menos decirle cómo él podía serlo también.

En mi último año de secundaria me tocó dar una charla en mi clase de humanidades sobre «Lo que creen los cristianos.» Preparé mi discurso ha­ciendo mucho énfasis en la moralidad, el nuevo nacimiento y el bautismo. Cuando me levanté pa­ra hablar, me sentí como Juan el Bautista declarando las buenas nuevas a un mundo perdido. Pensé que mi presentación me tomaría por lo menos media hora, pero en 15 minutos ya había terminado. Frente al dilema de extender mi charla o abrirla a preguntas, opté por lo último.

Dios usó la primera pregunta para captar mi atención y hacerme iniciar un largo y doloroso pe­ríodo de ajustes en mi vida. «Si tú crees todas estas cosas, ¿por qué no las vives?»

Yo pensé dentro de mí mismo: ¿No sabe ella que no somos santos y que lo que importa es la salvación y no la forma en que vivo? Después de tratar de encubrir la verdad con excusas muy pobres salí de la clase con el convencimiento que deci­didamente no había sido llamado para evangelista.

Cuando entré a la universidad, el Señor continuó tratando conmigo. Dondequiera que iba me encon­traba personas predicando en las calles, pasando tratados o fanáticos con la Biblia en la mano. Hice todo lo que pude para calmar mi conciencia. Co­mencé a pasar tratados y a dirigir la música en ser­vicios de avivamiento, pero no podía sacudir el sentimiento de que no estaba viviendo de acuerdo a las expectativas de Cristo.

Después de varios meses de lucha me enfrenté, finalmente, con mi orgullo y mi temor. Compren­dí cuál era la razón de mi temor para testificar. Si alguien rechazaba a Cristo, yo sentía de alguna manera que era a mí a quien rechazaban. Inmedia­tamente comencé a testificar en las calles, en las estaciones de buses, en los bares y en la escuela. Muchas personas se encontraron con Cristo y mi ministerio se extendió rápidamente por los estados del sureste. Cualquiera pensaría con eso que yo estaba satisfecho, pero todavía me sentía inquieto y frustrado.

En mis campañas me encontraba con personas que querían ser sanadas. Debido a que mi ministe­rio estaba ligado con el movimiento de Jesús, las personas que venían a los servicios representaban una variedad muy amplia: católicos, judíos, bau­tistas, pentecostales y otros, cada uno con su creen­cia. Una noche una jovencita me preguntó: «Si Dios me ama como tú dices, ¿por qué no puede sanarme?» Yo sentí el clamor de su corazón, pero la sanidad no estaba en mi doctrina de fe y le di otra excusa con la exhortación de llevar su propia cruz. Después de esa noche perdí la paz por muchos meses. Cuanto más predicaba, peor me sentía. Creí que me rompería en mil pedazos. Sólo la gra­cia de Dios me pudo sostener y evitar que dejara de predicar y de ser cristiano.

Un domingo por la mañana, mientras me prepa­raba para un servicio, encendí la televisión. El predicador estaba hablando del amor de Dios para el hombre total y de la manera en que Jesús expresa ese amor tocando su espíritu, alma y cuerpo. De pronto sentí como si el cielo hubiese descendido en mi habitación. Allí mismo le pedí a Dios que me diera el poder para ministrar como Jesús.

Poco después el Señor me reveló la plenitud del Espíritu y todo lo que eso involucra: el bautismo en el Espíritu y la disponibilidad de los dones. Ahora era capaz de ministrar al hombre total. El año siguiente vi a miles de personas venir a Cristo.

Los ciegos veían y los paralíticos caminaban. Todo lo que deseaba para mi ministerio estaba sucediendo. Pero mi hambre todavía no estaba satis­fecha. Aún quedaban muchas preguntas sin responder, como ¿por qué Jesús, en su ministerio terrenal nunca parecía estar bajo presión, mientras que yo sentía una constante necesidad de compar­tir las buenas nuevas con todo lo que se movía?

Un día mientras leía sobre la mujer junto al po­zo de agua, noté que Jesús no se le acercó para presentarle Romanos 3:23; 6:23 y 10:9 al 13. To­do lo que hizo fue pedirle un poco de agua. Co­mencé a ver algo. Jesús operaba bajo un principio: ministraba a los que tenían «hambre y sed.» El hambre de la mujer le sacó la vida que él tenía dentro. ¿Cuántas veces había yo metido a la fuer­za a Cristo en aquellos que no tenían hambre? Comencé a dejar que el deseo de la gente sacara de mí la vida de Cristo y fue muy emocionante.

Ya no testificaba a tantas personas, pero las veces que lo hacía eran siempre ungidas.

Después, cuando el movimiento de Jesús co­menzó a tomar otras direcciones, sentí deseos de orar no sólo por mi ministerio sino por su deseo para la Iglesia. Nunca antes en mi vida había senti­do una carga tan fuerte. Era como si mi alma se retorciera y se despedazara. Todas las experiencias cotidianas me ponían bajo convicción. Sentía constantemente que el Señor me preguntaba: ¿Tie­nes algún derecho de testificar? Mi respuesta in­mediata era que sí. Poco a poco, sin embargo, me enseñó el desorden de mi vida, la falta de discipli­na y la tendencia a ser súper espiritual.

Era evidente que necesitaba ayuda de alguien más maduro que pudiera poner orden en mi vida. Podía ver que pre­dicar sobre el Señorío de Cristo y vivirlo eran dos cosas muy diferentes, y que nuestras vidas natura­les tienen que estar en orden antes de comenzar a difundir el evangelio. Dios fue fiel y me llevó a hombres que me ayudaron a ordenar mi vida.

Mientras esto sucedía, mis conceptos sobre el evangelismo cambiaban. Comprendí que el evangelismo no es siempre: «Hola, ¿sabes que Jesús te ama?» aunque en el pasado esta forma de testificar había dado bastante fruto. Recordaba con dolor a los miles de personas que había ayudado a nacer en el Reino de Dios de esta manera y que después había dejado huérfanas. Mi corazón se entristecía por mi negligencia, por no haber alimentado a los que habían venido al Señor a través de mi ministe­rio. Comprendí que Dios quiere «hijos» nacidos en su reino de padres responsables que los críen en familias saludables.

Dios quiere más de nosotros que sólo compartir las buenas nuevas. Tenemos que mostrar también su plenitud. Evangelismo por ejemplo. La gente tiene que saber que lo que tenemos es más que un escape del infierno. Tiene que ver que es un cami­no de vida completo. Las buenas nuevas que predicamos afectan nuestras vidas totalmente. Afec­tan nuestros trabajos, porque ahora trabajamos para él. Nuestras familias son diferentes porque el orden divino de Dios trae paz y alegría a nuestros hogares. Esto en sí es suficiente para que el mun­do tome nota.

El mundo ha estado clamando por redención; de sus hogares, de la opresión económica y de sus personalidades. Tenemos que mostrarles la comu­nidad redimida. La predicación sola no puede lograrlo. Pero sí si va acompañada por una demos­tración viva del Señorío de Cristo en todas las áreas de nuestra vida.

Si queremos obtener los resultados del Nuevo Testamento, tenemos que vivir por sus principios. En Hechos 2:42-47 tenemos un patrón de evange­lismo en la comunión. Si lo seguimos producirá la cosecha que todos deseamos ver.

Y se dedicaban continuamente a las enseñan­zas de los apóstoles, a la comunión, al parti­miento del pan, y a la oración.

Y sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por los após­toles.

Y todos los que habían creído estaban jun­tos, y tenían en común todas las cosas,

Y comenzaron a vender todas sus propieda­des y sus bienes, y los compartí con todos, según la necesidad de cada uno.

Y día tras día continuaban unánimes en el templo; y partiendo el pan en los hogares, co­mían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y hallando favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía diariamente á su número los que se salvaban.

Dios nos ordena ser la sal de la tierra. Nuestro testimonio necesita estar lleno del mismo poder que tenían los discípulos en los Hechos y la mis­ma fuerza del ejemplo que demostraba la iglesia primitiva.

Tenemos que darle al mundo un ejemplo de la redención total, mostrándole que Cristo puede redimir no sólo al individuo, sino también a toda la comunidad.

Tomado de New Wine, sept. 1976

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5-nº 1 junio 1983