Por Hugo Zelaya

El verdadero evangelio de nues­tro Señor Jesucristo demanda obediencia. Cuando se recibe, compele a las personas a demos­trar lo que dicen haber creído. Su dinámica produce ejemplos vivos de su mensaje, que declaran en palabra y conducta el testimo­nio de la vida del Señor.

Cuando Pablo escribe a los Te­salonicenses su primera carta, les recuerda la manera en que les pre­dicó el evangelio, «no en palabras solamente, sino en poder, en el Espíritu Santo», y en la clase de persona que demostró ser entre ellos. Los tesalonicenses imitaron a Pablo y ellos a su vez se convirtieron en ejemplo para todos los que creyeron (1 Tes. 1: 2 -8).

Los tres elementos que se men­cionan en el pasaje son «su evan­gelio,» «el poder del Espíritu Santo» y «su propio ejemplo.» Así se reproducía la iglesia por todas partes. Era un crecimiento cíclico que repetía cada fase de la reproducción con fidelidad y constancia. Es obvio el cuidado que ponía Pablo en estos tres componentes y el resultado que produjo en las vidas de los tesalo­nicenses.

«Su evangelio» no era otro que la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. El verdadero evangelio es el mismo, nunca cambia, es: Dios encar­nado viviendo entre nosotros; fue crucificado por nuestros pecados; resucitó al tercer día; ascendió al Padre y se sentó a su diestra desde donde intercede por nosotros y reina como Señor de toda la creación.

Al evangelio le siguen las seña­les del «poder del Espíritu Santo» en las vidas de los que creen. Estas señales son la evidencia visible de la presencia del Espíritu Santo en las vidas de los creyentes. Sus señales o expresiones son sobre­naturales. El cristiano presta su espíritu, alma y cuerpo y el Espí­ritu Santo produce la dinámica.

El tercer elemento es «el ejem­plo» de una vida dedicada a ex­presar el propósito de Dios para los hombres. Aquí es donde he­mos fallado muchos de nosotros, porque hemos creído tradicional­mente que el deseo de Dios es la destrucción de este mundo.  Además sacarnos de aquí y llevarnos al cielo. Si bien es cierto que el mundo será destruido, te­nemos que saber que ese no es el deseo de Dios, sino la consecuen­cia de la desobediencia del hom­bre. Su deseo es que «todos los hombres en todas partes se arre­pientan» (Hech. 17:30).

Dios ha diseñado a su Iglesia no para escapar en el primer in­dicio de problemas. La ha diseñado para que sea un ejemplo de lo que el mun­do pudo haber sido si hubiera permanecido obediente a su pala­bra. Eso Significa que la Iglesia debe demostrar el verdadero de­seo de Dios para la humanidad, en medio de crisis, persecución y tribulación.

Si un «cristiano» respondiera igual que el mundo a las situacio­nes actuales de guerra, estrechez económica y oportunismo, enton­ces no importa cuán elocuente­mente anuncie el evangelio; o de qué manera se manifiesten los dones en su vida de iglesia, el mundo no verá en él el ejemplo que necesita para salir de su con­dición.

La verdadera Iglesia del Señor ha sido estructurada para cumplir con su propósito, resistirá la crisis, cualquiera que sea y seguirá fun­cionando. Cuando nada en el mundo funcione ni se pueda con­tar con nadie, la Iglesia de Jesu­cristo ofrecerá la alternativa. Grande o pequeña en su locali­dad, el Señor sabe cómo edificar su casa.

Para lograr su deseo, Dios tie­ne que comenzar con nosotros como individuos. La pregunta que él quiere que usted se haga es la siguiente; ¿Soy un ejemplo, una señal viviente, del mensaje de Dios para los hombres? Después siga con su familia: ¿Está mi fa­milia comprometida con el pro­pósito de Dios? ¿Reina en mi ho­gar la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo? ¿Ven los de­más en mi familia la solución de sus problemas?

Si todos los individuos y las fa­milias se entregaran para hacer que las respuestas fueran positi­vas, entonces la Iglesia llegará a ser en verdad la luz del mundo y la sal de la tierra.

Reproducido de la Revista Vino Nuevo vol. 5 nº 1 junio- 1983